«Es lo que sucede
en los orígenes
de casi todos
los movimientos, también
y de modo especial
en nuestro siglo:
lo que buscan
no es una
comunidad aparte, sino una forma integral
de cristianismo,
una Iglesia que
sea obediente
al Evangelio
y que lo viva»

Kirchliche Bewegungen und ihr theologischer Ort

II. Die Perspektiven der Geschichte: Apostolische Nachfolge und apostolische Bewegungen

2. Apostolische Bewegungen in der Kirchengeschichte


Esta tesis, que anticipa mis conclusiones finales, debe ahora examinarse con más profundidad y concretarse en el plano histórico. Nos conduce directamente al lugar ocupado por los movimientos en la Iglesia. Dije que, por diversas razones, los ministerios de la Iglesia universal desaparecieron gradualmente en el curso del siglo II y fueron absorbidos por el ministerio episcopal. Por muchas razones fue una evolución no sólo históricamente inevitable, sino también teológicamente necesaria; puso en evidencia la unidad del sacramento y la unidad intrínseca del servicio apostólico. Pero, como ya se ha dicho, fue una evolución que acarreaba peligros.

Por esta razón fue perfectamente comprensible que desde el siglo III apareciera un nuevo elemento en la vida de la Iglesia. Y no tenemos ninguna vacilación en llamar a este elemento un «movimiento»: el monaquismo. Hoy podría objetarse que el monaquismo temprano no tenía un carácter apostólico o misionero, y que, por el contrario, era una huida del mundo, un escape hacia islas de santidad. Indudablemente, en la etapa inicial del monaquismo se puede comprobar sin duda alguna la ausencia de una tendencia misionera, directamente orientada a la propagación de la fe por el mundo.

El impulso predominante en Antonio, que a nuestros ojos se destaca como una figura histórica bien definida a comienzos del monaquismo, era de hecho el deseo de vivir la vida evangélica, el deseo de vivir el Evangelio radicalmente y en su totalidad [8]. La historia de su conversión es asombrosamente similar a la de Francisco de Asís. Encontramos en ambos el mismo impulso de tomar el Evangelio al pie de la letra, de seguir a Cristo en total pobreza, y de conformar la propia vida con la suya. El retiro de Antonio al desierto fue un abandono deliberado de la estructura firmemente establecida de la Iglesia local, salir de una cristiandad que se acomodaba progresivamente a las necesidades de la vida secular, para seguir sin compromisos las huellas de Cristo. Pero esto dio lugar a una nueva paternidad espiritual; y esta paternidad espiritual, aunque directamente no tenía ningún carácter misionero, complementó no obstante la paternidad de los obispos y de sacerdotes por el poder de una vida plenamente pneumática [9].

En los trabajos de Basilio, que dieron al monaquismo oriental su forma permanente, vemos muy claramente los mismos problemas que hoy están teniendo que enfrentar muchos movimientos. Él no tenía absolutamente ninguna intención de crear una institución separada, al margen de la Iglesia normal. La primera y, en sentido estricto, única regla que escribió no fue concebida —para decirlo con von Balthasar— como la regla de una orden religiosa, sino como una regla eclesial: su manual o «Enchiridion del cristiano comprometido» [10].

Es lo que sucede en los orígenes de casi todos los movimientos, también y de modo especial en nuestro siglo: lo que buscan no es una comunidad aparte, sino una forma integral de cristianismo, una Iglesia que sea obediente al Evangelio y que lo viva.

Basilio, que al principio fue monje, aceptó el episcopado y así subrayó vigorosamente en su propia vida el carácter carismático del ministerio episcopal, la unidad interna de la Iglesia vivida por el obispo en su vida personal. Basilio, como los movimientos de hoy, fue obligado a admitir que el impulso de seguir a Cristo en forma radical no puede combinarse totalmente con la Iglesia local.

En un segundo borrador de regla, que Gribomont llama «el pequeño Asketikon», Basilio concibe al movimiento como una «forma transicional entre un grupo de cristianos comprometidos, abierto a la Iglesia en su conjunto, y una orden monástica que se va auto organizando e institucionalizando» [11]. Gribomont compara la comunidad monástica fundada por Basilio a una especie de levadura: un «pequeño grupo para la vitalización del conjunto»; no vacila en considerar a Basilio «el padre fundador no solamente de las órdenes educadoras y hospitalarias, sino también de las nuevas comunidades sin votos» [12].

Está claro, por lo tanto, que el movimiento monástico creó un nuevo centro de vida que no suprimió la estructura eclesial local de la Iglesia post apostólica, pero que tampoco coincidió simplemente con ella. Actúa en ella como una fuerza vivificante, una especie de reservorio del cual la Iglesia local podría extraer clero verdaderamente espiritual, en quien la fusión de institución y carisma fuese constantemente renovada. Al respecto es significativo que la Iglesia Oriental deba seleccionar a los obispos de entre los monjes, definiendo así el ministerio episcopal de una manera carismática y renovándolo perpetuamente de su fuente apostólica.

Si ahora miramos la historia de la Iglesia en su conjunto, salta a la vista que la Iglesia local, determinada necesariamente por el ministerio episcopal, es la estructura de soporte que mantiene permanentemente el edificio de la Iglesia a lo largo de los siglos. Pero la historia de la Iglesia también está atravesada por las sucesivas oleadas de movimientos que renuevan el aspecto universal de su misión apostólica y sirven así para fomentar la vitalidad espiritual y la autenticidad de las Iglesias locales. Después del monaquismo de la Iglesia primitiva, quisiera brevemente mencionar cinco de tales oleadas, en las cuales la esencia espiritual de lo que podemos llamar «movimientos» emerge siempre más claramente y se define progresivamente su lugar eclesiológico.

1. La primera oleada fue el monaquismo misionero que floreció especialmente en el período del pontificado de Gregorio Magno (590-604) a Gregorio II (715-731) y Gregorio III (731-741). El Papa Gregorio Magno reconoció el potencial misionero del monaquismo y lo explotó enviando a Agustín —más tarde arzobispo de Canterbury— y sus compañeros a evangelizar a los anglos paganos de las islas británicas. Ya había tenido lugar la misión irlandesa de san Patricio; que también tenía raíces espirituales monásticas. Así el monaquismo se convirtió en un gran movimiento misionero. Condujo a los pueblos germanos que eran convertidos a la Iglesia Católica, y así puso los cimientos de la nueva Europa cristiana. Uniendo Oriente y Occidente, en el siglo IX, los hermanos y monjes Cirilo y Metodio, llevan la fe cristiana al mundo eslavo. De todo esto emergen claramente dos de los elementos constitutivos de lo que significa ser un «movimiento»:

a. El papado no creó los movimientos, pero se convirtió en su respaldo más importante en la estructura de la Iglesia, su fuente principal de soporte eclesial. Quizás de esta manera se hizo evidente el significado más profundo y la verdadera esencia del oficio petrino en su conjunto: a saber, que el obispo de Roma no es simplemente el obispo de una Iglesia local; su ministerio siempre se refiere la Iglesia universal.  Tiene así,  en un sentido específico,  un carácter apostólico. Debe mantener vivo el dinamismo de la misión de la Iglesia ad extra y ad intra. En la Iglesia Oriental, al principio el emperador había demandado para sí un tipo de función como garante de la unidad y de la universalidad; no fue por casualidad que Constantino fue llamado "obispo" ad extra e "igual a los apóstoles". Pero ése podría ser, en el mejor de los casos, un rol temporal, suplementario, cuya peligrosidad es muy evidente. A partir del mediados del siglo II, con el fin de los antiguos ministerios universales, se fue sintiendo cada vez más claramente la voluntad de los papas de asumir una responsabilidad particular por este aspecto de la misión apostólica. Los movimientos que superaron el ámbito y la estructura de la Iglesia local, no por casualidad, fueron cada vez más de la mano con el papado.

b. La motivación de la vida evangélica, que encontramos ya en los inicios del movimiento monástico con san Antonio de Egipto, sigue siendo decisiva. Pero ahora se pone en evidencia que la vida evangélica también incluye la evangelización: su pobreza y libertad son condiciones para un servicio al Evangelio que va más allá de su propia patria y de su comunidad. Al mismo tiempo este servicio es la meta y el sentido de la vida evangélica, como pronto veremos en mayor detalle.

2. Quisiera sólo mencionar brevemente al movimiento de reforma de Cluny, de tan decisiva importancia en el siglo X. También respaldado por el papado, logró la emancipación de la vida religiosa del sistema feudal y del dominio de los feudatarios episcopales. Mediante un proceso de asociación de los monasterios individuales en una sola congregación, se convirtió en el gran movimiento de renovación de la vida y de la devoción cristianas, en el cual tomó forma la idea de Europa [13].

Más adelante, en el siglo XI, el dinamismo reformador de Cluny dio lugar a la Reforma Gregoriana [14], que rescató al papado de los peligros de la mundanización y del torbellino producido por las disputas entre los nobles romanos. En general, la reforma gregoriana libró la batalla por la libertad de la Iglesia, y por la salvaguardia de su naturaleza espiritual distintiva, aunque más adelante ésta degeneró a menudo en una lucha de poder entre el Papa y el Emperador.

3. La fuerza espiritual del movimiento evangélico que estalló con Francisco de Asís y Domingo de Guzmán en el siglo XIII continúa sintiéndose en nuestros días. En el caso de Francisco, está absolutamente claro que no tenía ninguna intención de fundar una nueva orden religiosa, una comunidad separada. Quería simplemente recordar a la Iglesia el Evangelio entero, reunir al «pueblo nuevo», y renovar la Iglesia en base al Evangelio. Los dos significados de la expresión «vida evangélica» se entrelazan inseparablemente: quien vive el Evangelio en la pobreza, el celibato, y la renuncia de bienes mundanos, debe al mismo tiempo anunciar el Evangelio. Había entonces necesidad del Evangelio, y Francisco entendió como su tarea esencial el proclamar, con sus hermanos, el núcleo simple del Evangelio de Cristo. Él y sus seguidores querían ser evangelizadores. Y de allí comprendió que debía cruzar las fronteras de la cristiandad y llevar el Evangelio hasta los confines de la Tierra [15]. Cuando más adelante en la Universidad de París explotó el conflicto entre las órdenes mendicantes y el clero secular, Tomás de Aquino resumió la novedad de estos dos movimientos (los franciscanos y los dominicos) y, al mismo tiempo, su fidelidad a sus orígenes y al modelo de vida religiosa expresada en ellos. El clero secular, como representante de una estructura eclesial local estrecha y cerrada, se opuso al movimiento evangelizador. Solamente querían aceptar el monaquismo de tipo cluniacense en su forma tardía y endurecida: monasterios separados de la Iglesia local, dedicados a una vida ascética de clausura y exclusivamente contemplativa. Tales monasterios, decían, no podrían perturbar el orden de la Iglesia local, mientras que cada vez que aparecían los nuevos predicadores los conflictos eran inevitables.

Tomás de Aquino se opuso a esta visión. Destacó que Cristo mismo es el modelo, y por lo tanto defendió la superioridad de la vida apostólica sobre una forma de vida puramente contemplativa. «La vida activa, que lleva a los demás las verdades alcanzadas a través de la predicación y la contemplación, es más perfecta que la vida exclusivamente contemplativa» [16].

Tomás se sabía el heredero de los sucesivos renacimientos de la vida monástica,   que habían apelado a la vida apostólica [17]. Pero en su interpretación de la vida apostólica —tomada de su experiencia de las órdenes mendicantes— dio un nuevo paso notable: propuso algo que había estado de hecho activamente presente en la tradición monástica anterior, pero sobre lo cual no se había reflexionado mucho hasta ese momento. Todos habían apelado a la Iglesia primitiva para justificar la vida apostólica; Agustín, por ejemplo, había basado toda su regla monástica en última instancia en Hechos 4,32: «la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» [18].

Pero a este modelo esencial para la vida religiosa Tomás de Aquino le agregó otro componente: la instrucción misionera de Jesús a los apóstoles en Mateo 10,5-15. La vida apostólica genuina, enseñaba Tomás, es aquella que sigue las enseñanzas de Hechos 4 y de Mateo 10: «la vida apostólica consistió en el hecho de que los Apóstoles, después de que hubieran dejado todo, fueron por el mundo, proclamando y predicando el Evangelio, según vemos en Mateo 10, donde les dan una regla» [19]. Mateo 10 aparecía ahora como nada menos que una regla religiosa, o mejor aún: la regla de vida y misión que el Señor dio a los Apóstoles es la misma regla permanente de la vida apostólica, de la cual la Iglesia tiene una perpetua necesidad. El nuevo movimiento de evangelización se justificaba en base a esta regla.

La controversia parisina entre el clero secular y los representantes de los nuevos movimientos, en cuyo contexto fueron escritos los textos citados, tiene importancia permanente. Los exponentes de una idea restringida y empobrecida de la Iglesia, que absolutiza la estructura de la Iglesia local, no podían tolerar a la nueva clase intrusa de anunciadores. Éstos, por su parte, encontraron necesariamente su apoyo en quien ejercía un ministerio eclesial universal, en el Papa, como garante de la misión y de la edificación de la única Iglesia. No es sorprendente, por lo tanto, que todo esto diera un gran impulso al desarrollo de la doctrina del primado. Más allá de cualquier matiz introducido por cierto período histórico, el primado ahora era comprendido de nuevo a la luz de sus raíces apostólicas [20].

4. Ya que la pregunta que nos ocupa aquí no se refiere a la historia de la Iglesia sino a comprender las formas de vida en la Iglesia, tendré que limitarme solamente a una breve mención de los nuevos movimientos de evangelización que se presentaron en el siglo XVI.

Entre ellos se destacan los jesuitas, que emprendieron una misión mundial en las nuevas tierras descubiertas de América, África y Asia, aunque los dominicos y los franciscanos no se quedaron atrás, gracias a su duradero impulso misionero.

5. Finalmente, todos estamos familiarizados con la nueva oleada de movimientos que comenzó en el siglo XIX. Nacen congregaciones específicamente misioneras. Desde el principio estuvieron menos dirigidas a la renovación interna de la Iglesia que a la evangelización en esos continentes que apenas habían sido tocados por el cristianismo. En consecuencia se evitó en gran parte el conflicto con las estructuras eclesiales locales. De hecho, se estableció entre ellas una fructuosa colaboración. Las Iglesias locales históricas obtuvieron de ella una nueva fuerza, animadas desde dentro por el impulso de propagar el Evangelio y servir a la caridad.

Un elemento aparece poderosamente en escena, un elemento que de ninguna manera faltaba en los movimientos anteriores, pero que fácilmente podía ser pasado por alto: el movimiento apostólico del siglo XIX fue preeminentemente un movimiento de mujeres. Se caracterizó por un fuerte énfasis en la caritas, en el cuidado de los pobres y enfermos.

Sabemos lo que han significado y significan todavía las nuevas comunidades de mujeres para el apostolado en hospitales y para el cuidado de los necesitados. Pero también asumieron un papel muy importante en el campo de la educación. De esta manera, toda la gama del servicio al Evangelio fue hecha presente en la combinación de enseñanza, educación y caridad.

Si se da una mirada retrospectiva a partir del siglo XIX, veremos que las mujeres siempre han desempeñado un papel importante en los movimientos apostólicos. Basta pensar en mujeres valerosas del siglo XVI como María Ward o Teresa de Ávila, o antes, en religiosas del medioevo tales como Hildegarda de Bingen y Catalina de Siena, en las mujeres en el grupo de san Bonifacio, en las hermanas de los Padres de la Iglesia y, finalmente, en las mujeres mencionadas en las cartas de Pablo y en el grupo que acompañaba al mismo Jesús. Aunque las mujeres nunca fueron obispos ni sacerdotes, asumieron la corresponsabilidad por la vida apostólica y por su misión universal.


ANMERKUNGEN

[8] Ver Atanasio de Alejandría, Vida de Antonio, ed. J.M. Bartelink, Sources chrétiennes, vol. 400 (Paris, 1994); en la introducción especialmente la sección: L'exemple de la vie évangélique et apostolique. 52-53.

[9] Sobre el tema de la paternidad espiritual quisiera referir al perceptivo pequeño libro de G. Bunge, Geistliche Vaterschaft: Christliche Gnosis bei Evagrios Pontikos (Regensburg, 1988).

[10] H.U. von Balthasar (ed.), Die großen Ordensregeln, 7th ed. (Einsiedeln: Johannes Verlag, 1994), 47.

[11] Balthasar, Die großen Ordensregeln, 48-49; cf. J. Gribomont, Les Règles Morales de S. Basile et le Nouveau Testament, in Studia patristica, ed. K. Aland, vol. 2 (Berlin: Akademie-Verlag, 1957), 416-426.

[12] Balthasar, Die großen Ordensregeln, 57; cf. J. Gribomont, Obeissance et Evangile selon S. Basile le Grand, La Vie Spirituelle: Supplement 5 (1952): 192-215, esp. 192.

[13] B. Senger señala la conexión entre la reforma de Cluny y la gestación de la idea de Europa. También enfatiza la independencia jurídica y ayuda de los papas (Lexikon für Theologie und Kirche, 2d ed., vol. 2 [1958], 1239).

[14] Aunque P. Engelbert pueda justificadamente decir que "it is impossible to ascertain a direct influence of the [Cluniac reform] on the Gregorian reform" (Lexikon für Theologie und Kirche, 3d ed., vol. 2 [1994], 1236), la observación de B. Senger de que la reforma de Cluny ayudó a preparar un clima favorable para la reforma gregoriana mantiene su validez (2d ed., vol. 2 [1958], 1240).

[15] La edición de las Fonti Francescane por el Movimento Francescano (Assisi, 1977), con útiles introducciones y apoyo bibliográfico, permanece autorizada. Es instructiva la manera en que las órdenes mendicantes se comprendían a sí mismas en el breve estudio de A. Jotischky, Some Mendicant Views of the Origins of the Monastic Profession, Cristianesimo nella storia 19 (1998): 31-49. El autor muestra que los apologistas de las órdenes mendicantes apelaban a la Iglesia primitiva, y especialmente a los padres del desierto, para explicar su origen y significancia en la Iglesia.

[16] Sto Tomás de Aquino, Summa Theologiae 3.40.1.2. Para una discusión estimulante y clarificadora de la posición de Sto Tomás en la controversia sobre las órdenes mendicantes, ver también J.P. Torrell, St. Thomas Aquinas, vol. 1, The Person and His Work (Washington, DC: The Catholic University of America Press, 1996), esp. 75-90.

[17] Torrell, St. Thomas Aquinas, 89-90.

[18] Ver A. Zumkeller, Zum geistigen Gehalt der Augustinerregel, in Die großen Ordensregeln, 150-170. Sobre el lugar de la Regla en la vida y obra de Agustín, ver G. Vigini, Agostino d'Ippona: L'avventura della grazia e della carità (Cinisello Balsamo, 1998), 91-109.

[19] Sto. Tomás de Aquino, Contra impugnantes Dei cultum et religionem 4, citado en Torrell, St. Thomas Aquinas, 90.

[20] Presenté primero la conexión entre la controversia mendicante y la doctrina del primado en un estudio aparecido en el festschrift por M. Schmaus (Theologie in Geschichte und Gegenwart [Munich: Zink, 1957]), donde entonces lo incorporé con cambios menores en mi libro Das neue Volk Gottes (Düsseldorf, 1969), 49-71. Y. Congar entonces tomó mi trabajo, que estaba esencialmente restringido a Buenaventura y sus interlocutores, y expandió el argumento para cubrir todo el campo de las fuentes relevantes (cf. Aspects ecclésiologiques de la querelle entre mendiants et séculiers clans la seconde moitié du XIIIe siècle et le début du XIVe, Archives d'histoire doctrinale et littéraire du Moyen Age 28 [1961]: 35-151).

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