Para mí es de mucha alegría ser testigo de que en estos tiempos postmodernos, donde el valor de la vida humana se va perdiendo y donde pareciera que vivir el proyecto que Dios tiene sobre la humanidad es una utopía, es posible vivir el Evangelio en el plano familiar como se vivía entre los primeros cristianos.
Cuando con mi esposo Gerardo estábamos de novios, pensábamos que sería bueno esperar alrededor de dos o tres años para tener nuestro primer hijo. Para ello utilizamos un método natural de planificación familiar, a pesar de la poca propaganda que se le brinda. Siempre tuvimos conciencia que traer una vida al mundo implicaba una gran responsabilidad y que nuestra sexualidad debía ser colaboradora de un plan más amplio que el de brindarnos amor uno al otro. A través de ella Dios nos hacía dadores de vida y con ello, padre y madre de una nueva criatura.
Cuando quedé embarazada, habían pasado dos años y medio desde nuestro casamiento. La fecha de mi embarazo coincidió con dos hechos que nos hicieron tomar conciencia del milagro que se llevaba a cabo en la gestación de cada niño: por un lado, el hijo de unos amigos, de muy poca edad, estaba luchando por su vida —tenía leucemia— y al poco tiempo falleció. Por otro lado, en esos días se debatía si era ético o no descongelar 5000 embriones que estaban reservados a la decisión de sus padres de ser implantados en el seno materno o si debían ser desechados. La decisión fue descongelarlos, por lo que se abortaron 5000 vidas humanas.
Mi bebé nacería en un momento en que la vida de esos niños se ofrecía como sacrificio, uno por la enfermedad, otros por las consecuencias de una ciencia irresponsable.
Me había internado llevando una "batería de elementos" que nos ayudaran a Gerardo y a mí a vivir ese momento como una experiencia del paso de Dios (cassettes de música cristiana, el Evangelio, y hasta la revista Cristo Vive, que había salido hacía pocos días).
Nos habían dicho que había que esperar, ya que el útero no estaba preparado. Esperaríamos acompañados por el Señor.
Dentro mío surgió otra certeza: Si Dios era capaz de hacer cosas mucho más grandes, ¿qué sería para él modificar un útero? Sin duda, algo muy sencillo. Así que dada esa certeza nos pusimos a orar el rosario. Entró una enfermera y nos escuchó, también vio la tapa de la revista que tenía la imagen de María, Guardiana de la Fe; y enseguida nos preguntó si éramos católicos y nos contó que ella lo había sido, pero que ahora pertenecía a otra Iglesia. Cuando se fue dijo que nos tendría en cuenta en su oración.
Pasaron las horas, comenzaron las contracciones, el médico decidió esperar el parto normal. Mientras tanto Gerardo compartía con la partera cómo vivíamos la fe y ella, a su vez, nos contaba cómo era su búsqueda de Dios.
Ana Clara nació por parto normal. Al día siguiente volvió la enfermera de la noche anterior preguntando ¿cómo había ido la cesárea? Cuando le contamos que el parto había sido normal, no podía creerlo y nos contó que al irse de la clínica había reunido a su familia para orar por nosotros. ¡Sin querer tuvimos un encuentro ecuménico!
Dios utiliza cualquier excusa para darse a conocer; aún lo que para nosotros es parte de la vida diaria y puede pasar desapercibido.
Para el nacimiento de mi segundo hijo creía que pasaría por algo similar, sin embargo Juan Ignacio nació tan rápido que no podía creerlo.
Dios Padre nos enseñó que Él no quiere nuestro sufrimiento porque sí. Él sabe darle a cada cosa su sentido y el por qué nos conviene que las cosas se den de ese modo. Después de unos años de estas experiencias puedo decir que nuestros hijos son el mejor regalo que Dios puso en nuestras vidas, enseñándonos a tener disponibilidad "full time" y dándonos amor y alegría más allá de lo que pudiéramos esperar.
Adriana N. |
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