¡Cómo cambiaría
el rostro
de la Iglesia
si los cristianos vivieran
en comunidades ardientes
de la fe
que ora abierta
al Espíritu de
Dios!
«Fuego he venido a traer al mundo y qué quiero sino que arda» (Lc 12,49). No es un enunciado poético, ni un deseo lírico de Jesús. Es una aspiración honda de su corazón salvador y reparador de la humanidad.
Es también el enunciado de una posibilidad concreta y real para la vida de la sociedad, a poco que se cumplan los requisitos del Evangelio.
Jesús ha venido a traernos el Fuego del Espíritu Santo (Jn 14,16) y quiere que el mundo arda en Él (cf. Hch 2,17a). Desde su gloria ha establecido un vacío existencial en la interioridad humana; ha derramado el amor de Dios en nuestros corazones (Rom 5,5), ¡y qué más querrá que ardamos en el amor del Padre, el cual busca reunir a los hombres —sus hijos— en la unidad de una fraternidad universal!
¡El Espíritu Santo interiorizando al hombre! ¡El Fuego de Dios en el corazón humano! ¡La entrega total a Cristo-Cordero de Dios para que Él pueda realizar la historia de su Evangelio en la Tierra!
¡Cómo cambiaría el rostro de la Iglesia si los cristianos vivieran en comunidades ardientes de la fe que ora abierta al Espíritu de Dios! ¡Si la Iglesia, Ciudad edificada sobre el monte de la santidad, apareciera como una Comunidad de comunidades!
La fraternidad de la fe surgiría entonces como el gran argumento que puede convencer de su pecado a nuestra sociedad. Jesús sería reconocido como el que rescata del mundo viejo, donde reina la ausencia del Espíritu Santo y abunda el espíritu del pecado y la intrascendencia.
Sería el amanecer del Mundo Nuevo y de la "civilización del amor", iluminados por la gran lámpara de la Iglesia que celebra la pascua del amor mutuo (1 Jn 3,14) en la Eucaristía.
Para esto es necesario un laicado consciente del Evangelio, maduro en su opción por Dios y trascendente en el nivel de su vida temporal. Un laicado que —guiado por el Espíritu— aspire real y concretamente al Reino de Dios y su santidad y considere lo demás como añadidura existencial.
Nadie más interesado que el Maligno en apagar el Fuego del Espíritu, enfriar la caridad de los creyentes y extinguir la fe. Grupos tibios de cristianos, mezclados en la medianía de las aspiraciones humanas, constituyen un motivo de incredulidad y desevangelización social. ¡Una caravana de santos, a lo largo de la historia de la Iglesia y del Antiguo Testamento, nos alienta y nos denuncia!
María de la Anunciación nos dice que nada es imposible para el que cree y se apoya en los deseos y promesas de Dios. Nada es imposible para el que se asocia a la entrega de Jesús.
«Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo, para ser Señor de Vivos y muertos» (Rom 14,7-9).
Entonces sí, nada es imposible tampoco para nosotros en la construcción de la Iglesia-Ciudad del Evangelio y del Mundo Nuevo trascendente y fraterno bajo el Señorío universal de Cristo.
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© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |