El niño nace
en una situación
de egocentrismo congénito
Buscamos cubrir
la ausencia natal
del amor de Dios
por la posesividad
de las personas
y el tener
de las cosas
En Jesús, la entrega nos descubre
la dimensión pascual de la vida
y se convierte
en la base de
la madurez humana
y espiritual
El hombre es sacado de la nada de su ser. Nosotros no tenemos un ser infinito sino limitado. El comienzo trascendente de nuestro ser humano es un gesto creador de Dios. El hombre comienza su existir en Dios. Esto está grabado en la misma constitución de nuestro ser. Antes de nosotros es: Dios y la nada.
«En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Todas las cosas fueron hechas por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe» (Jn 1,1-3).
«En el principio creó Dios los cielos y la tierra. y creó al hombre a imagen suya» (Gen 1,1.27a).
Dios llamó originalmente al hombre a existir en alianza de vida y comunión con Él. El hombre estaba llamado a nacer lleno del amor de Dios, abierto y desplegado su yo hacia la trascendencia de su Creador, de su prójimo y del mismo universo, como en los casos de Jesús y de María. Porque, como decía un santo antiguo, el hombre completo es cuerpo, alma y Espíritu Santo.
Sin embargo, entre el hombre creado (Gen 1,27) y el hombre que nace (Gen 4,1-2) hay el abismo de una carencia: la ausencia de la gracia divina, la presencia del pecado, la falta del amor de Dios que llena el corazón y plenifica la vida humana. Por eso el niño nace en una situación de egocentrismo congénito.
La explicación del por qué de esta situación natal es un misterio que sólo se devela por la Revelación que Dios hace a la humanidad. «A la luz de esta revelación —dice el Concilio— la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre experimenta hallan si multáneamente su última explicación» (GS 13,3).
La situación natal egocéntrica es consecuencia de la respuesta negativa a un llamado original de Dios a la libertad de la especie humana (Gen 3). San Agustín, en su célebre "Ciudad de Dios", la expresa así:
«En el comienzo, el hombre tuvo dos amores (para optar): el amor de Dios hasta el olvido de sí mismo o el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios».
La opción original del hombre, expresada y revelada en el Génesis, lo lleva a nacer en situación de pecado: con la carencia de la presencia de Dios en su interioridad personal y un desajuste en su propio ser "inclinado al mal".
De esta situación natal se seguirá el despliegue histórico de actitudes y sentimientos egocéntricos, faltos de amor: los celos y la envidia en relación a los hermanos; la rivalidad y la competencia frente al prójimo, etc. El pecado original define profunda, congénita y existencialmente el ser y la actitud de la persona ante la vida.
«Lo que la revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último y también toda su ordenación, tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación» (GS 13,2).
Originalmente el hombre es sacado de la nada y no tiene, desde su gestación, la presencia inconsciente de Dios; por eso tiene miedo a la nada. Dios es más interior a nuestro ser que nosotros mismos, decía san Agustín. Y la única seguridad definitiva del ser humano —y consiguientemente de su existir— es su vinculación con el Ser que le da su ser.
El hombre, al nacer, siente profundamente desprotegido su existir. Y esto, no por la incapacidad de subsistir por sí mismo, ni por las amenazas exteriores. Fundamentalmente es porque una desvinculación original de Dios le crea inseguridad en su ser y miedo en su existir (cf. Gen 3,10).
Junto a esto, la experiencia natal de la ausencia de Dios, provoca en todo el ser inconsciente del hombre, un vacío de amor que se expresa en el narcisismo innato del niño.
Y el niño, inseguro y egocéntrico, buscará su seguridad y se buscará afectivamente a sí mismo mediante la posesividad.
El hombre busca cubrir la ausencia natal del amor de Dios por la posesividad de las personas y el tener de las cosas. El niño, primero tratará de apropiarse del afecto de su madre, de su padre, de sus familiares… Pero, porque la posesividad no es amor, le crea dependencia, atadura, sometimiento. El niño no es libre del afecto que recibe. Se apropia de él y queda sujeto a él. No sabe recibir y transforma el afecto amoroso que le dan en afecto posesivo.
De tales dependencias afectivas, el hombre, por el crecimiento, la educación y la gracia deberá evolucionar a la libertad afectiva —poder dar y recibir sin egoísmo— para madurar su personalidad humana y espiritual.
El segundo efecto de la inseguridad natal es el de la posesividad de las cosas. El "tener" encubre la inseguridad trascendente del hombre. El niño tendrá miedo de compartir porque tiene miedo de perder. Por eso el hombre evita lo que le crea inseguridad y llora las pérdidas. Dar es correr el peligro de quedarse sin nada. Y la nada asusta al hombre porque lo aproxima a la pobreza del límite último de su ser sólo cubierto por Dios.
Será el ejercicio existencial de la fe amante lo que devolverá al hombre una seguridad por encima de la inseguridad innata. El santo lo expresará así: «Sólo Dios basta».
La madurez existencial del hombre consistirá en pasar de la inseguridad de la posesividad (cosas, personas, situaciones) a la seguridad de la entrega amorosa en la fe cuyo fundamento primero y último es Dios.
Sobre la base de esta situación original de inseguridad y posesividad y de un nuevo llamado de Dios a optar por el amor, se desenvuelve la vida espiritual, humana y psíquica del hombre.
Éste es el misterio que Dios hace de la entrega de Sí mismo al hombre. En Jesús y en su gracia se nos revela que el Amor, fundamentalmente es entrega.
«Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea tenga en él vida eterna» (Jn 3,16).
La entrega de Dios nos otorga, a los hombres, la posibilidad de re-optar personalmente por su Amor para gozar de su Presencia, de la seguridad trascendente de la fe y ser llenos del Espíritu Santo (cf. Hch 2,38-39).
Desde la redención de Jesús, la gracia de Dios llama al hombre para que —mediante su entrega: cf. Lc 1,38— salga de la tierra de su posesividad, venza el temor a la pérdida, la frustración y la muerte y recupere la originalidad de su ser en un nuevo orden de vida: el orden del Amor.
Es la vida nueva del amor de Dios hecho presente en nuestro corazón por la efusión del Espíritu (Rom 5,5). Vida mantenida y desarrollada por el perdón de los pecados, el alimento del Pan eucarístico, la oración real, el compartir fraterno y la utilización personalizada de los bienes económicos y culturales.
El hombre que, por la gracia de Dios, se convierte al amor (1 Jn 4,16) descubre que la entrega externa e interna es el modo de salir de la posesividad natal para volver al amor en todos los aspectos de la vida. Es la Santidad del amor.
Entregar es devolver lo que no es amor para poder compartir en el amor. Entregar es recibir el aprecio del otro sin querer quedarse con el otro. Entregarse es reconocerle prácticamente a Dios su condición de Ser absoluto y paternal que funda todo nuestro ser y nuestro existir, darle el lugar primero que le corresponde y organizar la vida desde él, con él y últimamente para él.
«Porque en él nos movemos, existimos y somos» (Hch 17,28). En Jesús, la entrega nos descubre la dimensión pascual de la vida (cf. Mc 8,35) y se convierte, ella, en la base de la madurez humana y espiritual del hombre. La entrega permite expresar el afecto sin quedar en el afecto; lleva a pasar de la inmadurez posesiva a la libertad de la relación interpersonal; cambia la dependencia del otro por la adhesión al otro.
Es la pascua del amor mutuo que no dice: "te doy para que me des" (egoísmo mutuo) sino: "te doy porque amándote encuentro a Dios que es nuestra Dignidad profunda" (cf. 1 Jn 4,12). De esta forma se descubre el valor de la experiencia del Espíritu Santo que es la experiencia del amor de Dios derramado en nuestros corazones (Rom 5,5). De un amor que plenifica al hombre, lo saca de la experiencia y los antivalores del «mundo viejo» (cf. 1 Jn 2,15-17) y le da la posibilidad de encontrarse con su prójimo desde la relación fraterna (1 Jn 4,21).
Repetidas veces constatamos en el Movimiento, la dimensión del amor mutuo como motivo de atracción de vida. Repetidas veces recogemos el testimonio de que, la razón que movió a alguien hacia un grupo de oración, ha sido el ver cómo se tratan sus miembros.
"Me llamaban y me trataban como una hermana sin conocerme", dice una joven universitaria. Y el amor de fraternidad es fruto de una relación viva y comunitaria con Dios en su Palabra y su Espíritu (cf. 1 Pe 1,22-25).
La fraternidad es el signo de que Dios es amor. Es haber cambiado la posesividad natural por la donación de Jesús. Es entrar en un mejor ordenamiento de la naturaleza humana que, tocada por el Espíritu, permite el encuentro de las personas como tales. Para eso el Espíritu Santo conduce a la madurez y a la elevación afectiva. "Te podés poner a orar con el otro", decía un joven, "porque el encuentro se hace en la presencia de Dios".
De este modo, por la gracia de la oración espontánea, de la alabanza común y el derramamiento del Espíritu se puede entrar en la Tierra prometida de la niñez espiritual que clama «Abba, Padre» (Gal 4,6), de la libertad de espíritu que todo lo encuentra en el amor (Rom 13,8-10), de la fraternidad que hace reconocer y experimentar al otro como parte de un mismo Cuerpo (cf. 1 Pe 4,8-10).
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© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |