Somos libres
Solemos afirmar que el hombre es un ser libre por naturaleza y que nace para vivir en libertad. Conquistar el ejercicio de esa libertad, dentro y fuera de su ser, es parte del trabajo y desarrollo de su vida.
La libertad es lo que nos permite ser señores de nuestra propia naturaleza y darle una orientación moral y existencial a la vida y la historia (cf. Gén 3).
Esta libertad el hombre debe conquistarla en sí mismo ordenando el desarrollo de la propia naturaleza en un proceso de personalización que resuelva su egocentrismo innato y su instinto genital-agresivo en el amor a sí mismo, a Dios y a los demás.
«Ustedes, hermanos, han sido llamados para vivir en libertad, pero procuren que esta libertad no sea un pretexto para satisfacer los deseos carnales: háganse más bien servidores los unos de los otros, por medio del amor» (Gal 5,13).
Sólo los hombres libres pueden amar. El amor no se impone, se conquista con la entrega que suscita entrega. Esta es la pedagogía que el Dios del Evangelio ha usado y usa para con nosotros.
«Así Dios nos manifestó su amor: envió a su Hijo único al mundo, para que tuviéramos Vida por medio de él. Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados» (1 Jn 4,9-10).
Pero muchas veces los hombres nos declaramos libres y luego no asumimos todas las consecuencias de esa libertad: somos infieles. Así acontece, por ejemplo, cuando se rehuyen las obligaciones familiares, consecuencia de la libre opción de la pareja. La infidelidad puede afirmar que el maatrimonio o los hijos son un peso y que el divorcio es una liberación…
Otras veces, cuando buscamos a quién culpar de nuestros errores, asustados de sus funestas consecuencias (guerras, injusticias sociales y guerras civiles, inmoralidad pública y ambiental, etc.) nos mostramos como inconscientes e irresponsables en el uso de nuestra libertad (cf. Rom 1,18-32).
Respuesta de la libertad
Cristianamente podemos decir que, entre el Plan que Dios tiene para cada uno de nosotros y para el conjunto de la humanidad, y la respuesta de nuestra libertad, se mueve la providencia omnipotente y amorosa de Dios.
El llamado de Dios al hombre para compartir la vida eterna se hace necesario porque es un proyecto de felicidad personal, comunitaria y divina a la que se accede por la libertad y el amor.
«Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,7-8).
No nos resulta simple romper el vínculo de nuestro egoísmo para ser libres y entregarnos verdaderamente, aún en los gestos que humanamente denominamos como amor. ¿No será porque muchas veces el amor de Dios no está en nosotros y suponemos que sí? (cf. Jn 5,42).
El llamado de Dios a creer y caminar en su amor se nos revela a nosotros como amor que nos saca de la nada y nos crea, como amor que nos saca del pecado y nos salva, como amor que nos saca de nosotros mismos y nos santifica en el Espíritu.
«Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros. La señal de que permanecemos en él y él permanece en nosotros, es que nos ha comunicado su Espíritu. Y nosotros hemos visto y atestiguamos que el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo» (1 Jn 4,12-14).
Pero la respuesta del hombre no siempre participa de la grandeza y generosidad de Dios. No siempre es entrega de disponibilidad sin condiciones. Aún los cristianos solemos —conciente o inconcientemente— calcular los beneficios que obtendremos si nos entregamos incondicionalmente a Dios. Es claro que siempre nos equivocamos en este caso, porque el cálculo lo hacemos proyectando sobre la grandeza del amor divino la mezquindad de nuestra propia codicia humana.
Es en la respuesta a Dios donde muchas veces podemos descubrir tanto la grandeza (cf. Lc 1,38) como la mezquindad de la libertad humana (cf. Lc 18,22-23). Es en el ofrecimiento incondicional de la vida a Dios donde la vida del hombre comienza a participar de la magnanimidad del amor de Dios y de la cruz de Cristo.
«Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,6-8).
Es el amor que el Padre nos tiene el que nos pregunta desde la cruz de su Hijo único: ¿Cuál es la respuesta de ustedes? ¿Para qué son libres e imágenes de mi Hijo sino para que puedan entregar su vida y sus cosas (cf. Lc 14,25-33) y edificar en mi amor sobre la Roca del Evangelio?
Tentaciones de la libertad
En situación de opciones existenciales importantes —frente al pecado, la fidelidad o la entrega de la vida— nos damos cuenta de que, disponer de la propia libertad, puede ser dramático para la ambigüedad con que trata de vivir el viejo corazón del hombre (cf. Ef 5,1-20). En esa misma carta dice san Pablo que:
«De Jesús aprendieron que es preciso renunciar a la vida que llevaban, despojándose del hombre viejo, que se va corrompiendo dejándose arrastrar por los deseos engañosos, para renovarse en lo más íntimo de su espíritu y revestirse del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad» (Ef 4,22-24).
La lucha por la libertad del hombre nuevo, por la libertad para «permanecer en el amor» (Jn 15,9b) puede ser jaqueada por diversas tentaciones provenientes del interior y del exterior de nosotros mismos. Hoy queremos esbozar dos de ellas:
1. Una tentación es la de pasar de vivir como hombre del espíritu a vivir como hombre síquico, en la terminología de san Pablo. Es una tentación del egocentrismo sicológico de nuestro tiempo: centrarse en la propia realización.
No nos interesa tanto la "realización" de los demás o de la humanidad como nuestra propia realización. Y nos nos damos cuenta que una realización egocéntrica, por noblemente que se la formule, es una frustración final de la persona. Ella termina hablando del amor pero viviendo para sí misma.
En el camino de conversión puede darse una situación surgida de lo que acabamos de decir. En la experiencia de nuestra conversión real al Dios vivo del Evangelio, pudimos habernos abierto totalmente a Dios en un primer momento. Sentíamos la alegría de entregarnos plenamente al amor de Dios y a su Evangelio. Confiábamos en Él y nos dejábamos conducir por Él. Pensábamos en la realización del Reino de Dios entre los hombres y dábamos testimonio de la vida nueva que nos animaba. Vivíamos con «alegría y sencillez de corazón alabando a Dios» (Hch 2,46).
Pasado el tiempo, nuestra naturaleza volvió a reclamar la vuelta a sí misma. Ella no quiere estar sometida al espíritu, ordenada al amor y conducida por el Espíritu que la santifica. Y padecimos o padecemos la tentación de los israelitas que deseaban volver a Egipto antes que enfrentar la conquista de la tierra de la fe y la promesa (cf. Num 11,4-6).
Y así, para no contradecirnos lógicamente pero equivocándonos en las actitudes de vida frente a Dios y al Evangelio, comenzamos a hablar de la propia realización. Como si ésta no fuera comprendida en la entrega a Dios en la fe.
Tal vez decimos entonces que queremos realizar la voluntad de Dios, pero ponemos nuestro afecto en nosotros mismos o en nuestros propios intereses. Y nos cuesta mucho orar porque ocultamos la tensión de una ambigüedad: digo que quiero pero no quiero.
De tal manera quiero lo mío, que procuro hacer de mis cosas el proyecto de Dios. Digo que quiero entregarme y en realidad quiero poseer. Digo que quiero dar y en realidad quiero tener. Sufro porque ya no estoy disponible, me he ocupado a mí mismo. Y el Evangelio, en la comunicación con Dios, se resiste a todo reduccionismo psicológico y antropocéntrico por lógico y encantador que parezca.
Cuando Jesús llama a los apóstoles y discípulos, no los llama a su propia realización. En ninguna parte del Evangelio se lee eso. Los llama a compartir la realización de la Humanidad Nueva que el Padre procura con la entrega de su Hijo.
La entrega a Jesús como Señor de nuestras vidas y cosas, a la que nos mueve el Espíritu, es comenzar a participar de la grandeza del amor de Dios en la Cruz de Cristo. Porque es frente al amor de Dios donde el hombre se define radicalmente como un ser libre, digno de aprecio o de desprecio, de grandeza o de mezquindad, de mérito o de fracaso.
«y Dios dará a cada uno según sus obras» (Rom 2,6).
2. La segunda tentación es una variante de ese mismo psicologismo. Consiste en reducir el amor a las exigencias del amor. Cuando se ama a Dios, la mente y los afectos están unificados desde el espíritu, en una actitud voluntaria de entrega y donación. Pero cuando la naturaleza busca replegarse en sí misma, la persona puede experimentar una fuerte tensión. Habiéndose retraído la disposición a la entrega del amor, la mente queda señalando las exigencias del deber-ser-amoroso por un lado, y los afectos e intereses naturales buscándose a sí mismos, por otro.
Se ha roto la unificación que daba el espíritu. Y la voluntad, no queriendo dejar de amar la voluntad de Dios que conoce, tampoco quiere perder (entregar) las necesidades que siente. Así se desarrolla una fuerte tensión de ambigüedad que a veces se acerca a un lado y otras, al otro lado, hasta resolverse en el amor de la entrega ("el amor de Dios hasta la postergación de sí mismo"), o en la reducción del amor a los propios deseos ("el amor de sí mismo hasta la postergación de Dios").
A este juego podríamos llamarlo fariseísmo de la naturaleza. Por él, la naturaleza convierte el amor en exigencia para liberarse de lo amado hasta entonces y quedar en libertad de hacer lo que desea (liberarse de un "peso"). En el fondo, hay un paso regresivo del hombre del espíritu al hombre psíquico. En los jóvenes, este hecho puede ocurrir mezclado con el proceso de aproximación a la adultez por el que se va pasando de la idealización de la vida y del amor a la realidad de la existencia y del amor hecho entrega y servicio.
Es por esto que sólo cuando una entrega es asumida, no como pérdida del que se mira a sí mismo, sino como voluntaria donación del que ve la necesidad o el requerimiento del amado, es capaz de madurar al hombre como persona y al cristiano como hijo de Dios.
«Yo corrijo y reprendo a los que amo. ¡Reanima tu fervor y arrepiéntete! Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Ap 3,19-20).
La libertad nueva
María de Nazaret era libre y amaba a su Señor. Siempre buscó complacer la voluntad del Dios que veneraba. Así formuló un proyecto santo de matrimonio con José.
Hasta que un día, sorpresivamente, Dios le reveló un designio misterioso y más amplio: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,30.35.31).
Era una invitación a la libertad y al amor de María. Ella podía defender sus justos proyectos o entregarse, desde la fe, a los proyectos más vastos de Dios. Y María, libre de exigencias reduccionistas, no vaciló en responder al que realmente amaba sobre todo: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho» (Lc 1,38). El corazón de María se abrió al Infinito y «la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). La intervención absoluta de Dios pone un punto nuevo de comienzo en la vida de María: será Madre de su Señor (Lc 1,43).
La vida de María nos enseña que cuando hablamos de libertad y frente a Dios, debemos saber:
• que somos libres y, confirmándolo, Dios acompaña con su gracia nuestros justos y buenos proyectos.
• que somos libres y Dios entra en nosotros en la medida en que le abrimos nuestro corazón.
• que somos libres y si le abrimos totalmente el corazón, Dios puede entrar en él con sus misteriosos proyectos divinos en diversidad de vocaciones sobrenaturales.
Y es en la realización del Reino de Dios donde está nuestra propia realización y la de toda la humanidad. Porque «en Él nos movemos, existimos y somos» (Hch 17,28).
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© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |