Mi vaga idea de Dios era sólo que
el universo estaba unido por una cohesión y armonía

Dios me tomó
con su Espíritu
y sentí el amor
del monasterio.
Sólo por eso
me quedé en
el Movimiento


Descubría
un camino infinito.
Lo recibía con gozo.
Esto era la vida:
que Él viviera en mí

Cristo Vive ¡Aleluia! N° 41
 

Sed de Dios

Hace tres años viajé a Israel. Yo era judío y lo desconocía. En realidad era un ateo que había despertado al conocimiento de Oriente por el Tao-te-king, y por ende, a un camino distinto.

Cuando me fui, una hermana me dijo: "Que Dios te bendiga". Y sólo porque había amor en sus ojos acepté la bendición de un Dios al que aún no conocía.

En Israel descubrí que aquel mundo que durante 22 años me había sido indiferente y negado —pesada carga era ser judío y no aceptado— me esperaba con una riqueza que al principio no quise aceptar, pues todo aquello representaba en mi adolescencia un mundo en el que desconfiaba, no aprobaba, y lo tildaba, en mi ignorancia, de oscurantista.

Pero uno no puede negarse a la presencia de lo verdadero. Luego de dos meses de mi "casual" estadía en Israel —yo salía a conocer el mundo y empezaba por cualquier país—, pude iniciarme a una nueva identidad: yo pertenecía al pueblo judío, y eso me era amado. Además era una riqueza que no podía desconocer.

Luego, ya abierto a cualquier proposición religiosa, estuve viviendo unos días en un templo hindú.

Llegué a Europa. Estaba viajando por Italia, ya sin dinero y sin posibilidades de hallar dónde dormir. Algunas lluvias me habían tomado a medianoche, y en mi alegría de sentir dentro mío "algo perfecto", no me di cuenta de que me había alimentado mal en los últimos meses, pues todo era bueno: los descubrimientos que hacía, los paisajes, mi vida que cambiaba, Florencia y su catedral, Venecia y sus canales, los jóvenes europeos… por eso no fui notando cómo iba naciendo en mí un estado de debilitamiento; luego irrumpió una fuerte gripe, faringitis, sinusitis. Seguí viajando a pesar de mi enfermedad pues no tenía dónde instalarme.

Cuando me quedaban los últimos 20 dólares estaba en el norte de Italia; antes de que se me acabase todo el dinero quería conocer Suiza, desde níño había soñado con estar allí.

Caía la tarde cuando los últimos que me habían levantado en la ruta me dijeron que iban a un monasterio. Al notar mi enfermedad, me propusieron ir a dormir allí, pues corría el riesgo de quedarme en el medio de la ruta y la noche era muy fría.

Me dejaron en una cama, yo casi no podía moverme. Esa noche nevó; estaba a 1.200 metros de altura, lo supe a la mañana.

Durante tres días me vinieron a alimentar, se asombraban de cómo comía, cantaban, me miraban… Me sentía amado. A los tres días me invitaron a una misa. Intenté levantarme y les dije que sí.

En medio de las montañas, en la soledad de un monasterio yo hallaba el sentido que había motivado mi viaje; quería buscarle una respuesta a la existencia. La tenía: el Amor.

Allí conocí por primera vez la presencia de Jesús en la Eucaristía. Sentí un amor ardiendo en mi interior. Era Cristo. Veinte libros que hablen sobre la Eucaristía no podrían explicarlo (yo aún no conocía el Evangelio y los sacramentos).

Todo el amor de Dios nacía en mí. Yo no sabía que Dios era Padre y tenía un Hijo. Mi vaga idea de Dios era sólo que el universo estaba unido por una cohesión y armonía.

Al otro día me dejaron en la ruta. Había venido enfermo, estaba sano. Había venido con un poncho y un bolsito —así viajaba—, ahora tenía una mochila, una bolsa de dormir, pullover, medias de abrigo, gorro, comida para unos días. Una sonrisa mía lo decía todo.

Supe que nadie podría hacer que algo me faltara. A nada debía temer.

No conocía la palabra "Providencia", Yo lo llamaba, en mi ignorancia, abandonarse al "Tao", a esa armonía. No sabía que había un Dios personal, pero ardía en mi interior todo su amor. Ellos lo dejaron todo. y yo lo tomaba todo.

Al llegar a Buenos Aires, meses después, entré en el Movimiento al que pertenecía Cecilia, los ojos que anunciaron mi salvación cuando yo partía en busca de la vida.

En Buenos Aires todo dormía; no había viajes, ni luces que incendiaran el camino con su fuego. Todo parecía morir… Hasta que en marzo entré al Movimiento.

Yo no sabía que Dios escuchaba, pues para mí no era persona, era una Idea…

Regresé de Europa realmente abierto a todo. Me propusieron orar espontáneamente. Yo venía viviendo en la espontaneidad. Dios me tomó con su Espíritu y sentí el amor del monasterio. Sólo por eso me quedé en el Movimiento.

Vinieron tiempos de mucha gracia, viviendo y gozando lo sobrenatural. Recordé que en Europa había vivido con esa alegría durante largos meses. Ahora sabía de dónde provenía.

Fui a ver Jesús de Nazaret. Allí conocí la totalidad de vida de Jesús. Lloré mucho tiempo. Reconocí que Él era mi camino. Al llegar a casa oré como me habían enseñado, Escuché una voz muy clara en mi interior: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Ahora comprendés por qué te sucedieron esas cosas en Europa. No debés volver a viajar, porque ya me has encontrado. Debés vivir para entregar todo ese amor que has conocido a quienes conocés".

Ese día decidí no regresar a Europa —como tenía pensado— unos meses después. Comprendí que Jesús me llamaba a un camino de cruz. Tuve miedo, pero recordaba que alguien me había dicho al salir del cine: "No quieras vivir la vida de Él, sino dejá nacer al Cristo que hay en ti". Sentí una clara voz en el interior: "No temas, yo estoy en ti". Comprendí entonces que todo era posible. Y con dolor le dije sí.

Ni imaginaba lo que vendría después. Nunca hubiera podido imaginarlo. Dios desapareció y quedé solo. Solo con mi enfermedad interior, mi nada, mi pasado. Yo había creído que ya había llegado a la meta. Pero creo que a todos nos pasó; después de toda la vida, toda la nada.

Mi coordinador me dijo que una madre para enseñar a caminar al chiquito, lo sostiene primero con sus manos, pero luego lo deja solo para crecer; era natural el desánimo ante los primeros golpes, pero no se podía mirar atrás.

La explicación era coherente, pero pensaba: "Si toda la vida voy a estar así, hubiera preferido no haber conocido a Dios". Y eso aún habiendo vivido la experiencia del monasterio. ¡Cuántas veces repetimos cíclicamente lo mismo!

Durante meses luché contra mi vida anterior; los valores antiguos estaban aún enquistados en mi ser. Creí que lo perdía todo. De nuevo el vacío. Recordaba Europa y sabía que nunca iba a vivir lo mismo. en Buenos Aires moría…

Sólo encontraba el silencio, mientras le preguntaba a Dios el por qué del dolor. Supe que yo no era como Cristo, sólo lo anhelaba. Él era como una lejana montaña a la cual yo debía ascender, y sólo recién nacía a saber hacia dónde ir.

Había vivido momentos de contemplación en los que no existía el espacio y el tiempo, y al volver de ellos no podía aceptar lo terrenal. Viví luchando por mantener esos momentos: fue imposible. Era como haber conocido de un vistazo la cima de una montaña, y no aceptar que es necesario caerse mil veces para escalarla. Ese era mi lugar.

Durante esos meses ocurrió como en la parábola de la semilla, la que crece por sí sola. El fuego del Espíritu quemaba y quemaba en silencio. Hasta que al fin pude escuchar de nuevo a Cristo. Él venía a mí como cuando caminaba por las aguas hacia la barca donde lo esperaban los discípulos. Supe que la tempestad había sido calmada.

Los meses siguientes fueron de gozo completo. En cada oración, el Espíritu penetraba en lo más hondo de mi ser. Ya no sólo calmaba la sed, sino que construía una ciudad nueva.

Descubrí entonces que la disyuntiva Europa o Argentina, unas costumbres u otras, eran secundarias. Que Dios estaba en mi interior donde yo estuviera.

Creo que fueron los mejores tiempos de mi vida en Buenos Aires, y tan plenos como aquel lejano sueño vivido en países europeos. Yo realmente no creía que Dios podría mostrarme cosas más grandes. Descubría un camino infinito. Lo recibía con gozo. Esto era la vida: que Él viviera en mí.

Pasó algo extraño: ahora que no pretendía nada, todo ocurría bien. Durante los años anteriores a mi viaje había sido mi obsesión el arte, como único sentido de la vida, como posibilidad de trascendencia. En aquella época adolescente, en medio de esa crisis tan profunda, pensaba que sería un buen escritor o me suicidaría, pues no podía encontrar otra finalidad a la vida.

Y ahora que no pretendía escribir ni trascender; de pronto, sin esfuerzo, sin propósito, escribía las mejores cosas de mi historia. "Busquen el Reino de los Cielos y lo demás vendrá por añadidura".

Comprendía que se estaba engendrando mi verdadera vida. Dios daba el ciento por uno y, a mi entender, no eran tantas las cosas que yo había dejado. Ese era su Amor.

Todo lo que ocurría estaba cubierto de un ropaje divino, en todo encontraba a Dios. Me era sencillo mantenerme en oración, a través de ella brillaba en mi carne la propia vida de Cristo. Él era "más yo que yo mismo". Él construía con Su Vida mi identidad.

Y Dios me llamaba al bautismo, a través del Movimiento y de un sueño. Fue así: estaba en la cama soñando que realizaba algo que no estaba de acuerdo con el Evangelio. Cuando me despierto, me hallaba en una pequeña pieza que parecía ser la réplica de la dirección de mi escuela; se veía el patio y me recordaba el primer día de clase. Al levantar la cabeza que estaba apoyada sobre la almohada, vi entrar al padre Ricardo barriendo; yo me asusté un poco porque él era el representante del bien, de Dios. Pero con gran asombro observo su rostro haciendo un gesto que significa "no tiene ninguna importancia", y continuó barriendo como si ni me hubiera visto.

Entonces me levanté de la cama, y un agua comenzó a subir tapando unos diarios viejos (la vida anterior) desparramados por el suelo, y llegó a cubrirme hasta mis rodillas. Yo me sentía envuelto por una paz. El Padre Ricardo me iba a dar un manojo de llaves entre las cuales estaba la de la caja fuerte de la dirección de la escuela. Le dije: "Padre, yo ya las tengo". Se asombró. Fui y abrí la caja con tranquilidad. Quizás eran las llaves del Reino. Jesús me las había regalado en el monasterio: el amor.

Rubén Seifert (27)
Centro Flores Janer
Cristo Vive Aleluia!
Nº 41, p. 17 (1984)

© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia.