El Espíritu, Conciencia de la humanidad
La Voz de Dios
Popularmente, la conciencia ha sido definida y descrita con una imagen divina: es la Voz de Dios en el corazón.
Esta expresión reconoce la necesidad que el hombre tiene de recurrir a su interior y encontrar allí la seguridad existencial de su vida. Una certeza que le asegure el buen rumbo de su vida a través de sus actos, actitudes, motivaciones y opciones.
La conciencia aparece como la capacidad interior de buscar, de oír la verdad, y de reconocer la realidad en la que el hombre se mueve y convive. Es la respuesta a la pregunta fundamental y cotidiana: ¿qué debo hacer, cómo debo vivir y obrar?
Revelando el origen trascendente de la persona humana, la Biblia nos habla de esta realidad en el capítulo 3 del Génesis. Allí el hombre reconoce la Voz de Dios internalizada en un mandato de comunión con su Creador: «No coman del árbol que está en medio del jardín porque quedarán sujetos a la muerte» (Gn 3,3).
La Vida está en la Voz y el mandato de Dios. Amar y obedecer es asumir libremente la orientación de tu vida proyectada por Dios. La rebeldía y la muerte están en la negación del mandato realizador de Dios. Negar el mandato de Dios es negar la comunión y dejar de asumir la realidad del proyecto divino que es el hombre.
La libertad se transforma en instrumento de realización de la persona cuando ésta comienza por asumir su propia condición de ser creado por Dios y proyectado para una Vida eterna junto a Él. El primer acto de la libertad no es elegir sino asumir la realidad. El Génesis nos sigue mostrando que si no se asume la realidad, no puede elegirse ni vivir bien. Y el hombre puede equivocarse; el hombre no puede ser "dios de sí mismo". «Porque comiste del árbol que Yo te prohibí … ganarás el pan con el sudor de tu frente hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste sacado. ¡Porque eres polvo y al polvo volverás!» (Gn 3,17-19).
La "conciencia recta", en términos católicos, es la que le permite a la persona vivir y obrar con amor y responsabilidad ante Dios. Porque la conciencia, iluminada por la Palabra de Dios, es expresión de la Verdad misma.
Aquí adquiere especial relieve la revelación que Jesús hace de sí mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). En este sentido, convertirse y evangelizarse es transformar en conciencia personal a Jesús como Verdad de Dios y tomar su Evangelio como estilo de vida.
¡Cómo resuenan entonces de novedosas estas palabras del Maestro!: «Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos: conocerán la verdad y la verdad los hará libres» (Jn 8,31-32).
Conciencia egónoma
El hombre es limitado. Esa limitación aparece también en la posibilidad de que su conciencia pueda equivocarse y errar, si no es iluminada por la Palabra de Dios, custodiada por la Iglesia. Es más, el hombre puede deformar su conciencia y creer que el bien está en el mal y viceversa. Esto es trágico pero es real.
Así como la conciencia puede ser Voz de Dios, puede ser también voz de sí mismo. Ésta es la conciencia egónoma. Es la conciencia que quiere lo que le parece bien al propio yo absolutizado. El yo se absolutiza cuando prescinde de Dios y cree que puede crear su propia realidad moral: «cuando ustedes coman de ese árbol serán como dioses, creadores del bien y del mal» (cf. Gn 3,4).
La conciencia egónoma es la conciencia de la persona que se da a sí misma la norma de su obrar. No busca ser iluminada por Dios, por la Verdad. No reconoce en su interior la Voz de Dios sino la voz de sí misma: "hago lo que me parece bien y vivo como quiero. No hago mal a nadie" (según su propio parecer).
El hombre, como persona, está llamado a no tener una vida de dependencia, de "heteronomía" que despersonaliza y pone el bien en una conducta de mero cumplimiento externo de normas y preceptos. Está llamado a una vida de autonomía. Pero esta autonomía debe ser personal y no egónoma. En esto último hay un engaño y una equivocación, como se ve en el Génesis (3,4-5).
La autonomía personal comienza por la actitud responsable de la persona que se concreta en asumir la realidad creada por Dios para desenvolver en ella una vida de comunión con Dios y de solidaridad universal con los semejantes.
En este sentido la conciencia personal es "teónoma", es decir, centrada en Dios, porque expresa el mandato de Dios. Y desde Jesús y Pentecostés esta teonomía debe entenderse desde «el Amor del Padre derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (cf. Rom 5,5). La norma de vida y comportamiento se expresa en el mandamiento de la vida nueva de Jesús; es un mandato de alianza: «ámense los unos a los otros como yo los he amado» (cf. Jn 14,15-17).
La Pascua, la Sangre de Jesús y su Resurrección, hacen posible una conciencia santa, fiel a Dios, por el Espíritu del Amor y de la Verdad recibidos en el bautismo. «El que me ama será fiel a mi palabra y mi Padre lo amará; vendremos a él y habitaremos en él» (Jn 14,23).
Esta comunión de la persona humana con el misterio trinitario de Dios habitando en su corazón profundo es consecuencia de una libertad ejercida en la responsabilidad del amor y la fidelidad: «si asumen mis mandamientos permanecerán en mi amor, como yo asumí los mandatos de mi Padre y permanezco en su amor» (cf. Jn 15,8).
La conciencia egónoma tiende a cambiar la justificación divina por la propia comprensión psicológica surgida del sentir y parecer meramente subjetivo. Ser libre sería vivir como uno quiera. Esta deformación moral y cultural ha sido favorecida en nuestro tiempo por la civilización del secularismo.
La cultura relativista del secularismo encierra al hombre en el desvío de sus propios impulsos y tendencias (cf. Ef 4,17-19). Llega al extremo de generar lo que Juan Pablo II caracteriza como una «cultura de muerte» (Evangelium Vitae). Las consecuencias de esta actitud "egónoma" son graves, están a la vista, y afectan a toda la realidad humana a escala crecientemente universal.
En palabras del Episcopado argentino, «el fenómeno actual del secularismo, que independiza de Dios al hombre, hace que diversas formas de corrupción destruyan las conciencias y el mismo tejido social. Mientras haya desprecio, ignorancia o rechazo a Dios, seguiremos soportando injusticias sociales y corrupciones privadas y públicas, cuyas principales víctimas serán la familia y la misma sociedad» (LXVIII Asamblea, nov 1994).
Una Conciencia de la humanidad
Un escritor francés convertido al catolicismo confesaba haber descubierto a la Iglesia como Conciencia de la humanidad. Por la Iglesia, Dios se hace presente en el mundo a través del misterio de Cristo; es «el Pueblo de Dios en medio de las naciones» (Juan Pablo II).
No es casualidad el modo del surgimiento de la Iglesia a través del Pueblo de Israel como lo narra el libro de los Hechos en su segundo capítulo y lo explica san Pedro en su primer Anuncio después de Pentecostés (Hch 2,1-36).
La Iglesia, después de que el Cordero de Dios fuera pascualmente inmolado y resucitado para nuestra justificación, nace en Pentecostés. El Señor derrama en ella el Espíritu de la Verdad divina. El Espíritu Santo tiene la función de orientar y de juzgar las acciones del mundo y la dirección de la historia humana (cf. Jn 14,17; 16,8-11).
De este modo, el Pueblo de Dios, asistido por el Espíritu Santo obra, a través del testimonio, la evangelización y la enseñanza magisterial, como conciencia de la humanidad. La Iglesia y el Evangelio iluminan la conciencia de las personas llamándolas a la conversión de su conciencia egónoma. Exhortan a los pueblos y sus culturas favoreciendo el bien común y la fraternidad universal, en la Paternidad también universal de Dios.
Éste es el sentido de la voz magisterial de la Iglesia frente a muchos y graves problemas que afectan hoy el sentido de la vida humana. Es una voz que va más allá del propio credo y se dirige al hombre como creación de Dios. «Compete siempre y en todo lugar» —dice Juan Pablo II citando el Catecismo— «a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas» (CIC 747, en Veritatis Splendor 27).
En ese sentido, por ejemplo, y con ocasión de la problemática familiar desatada en estos tiempos de cultura neopagana, decía el Papa Juan Pablo: «En realidad, el matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer que se comprometen a entregarse recíprocamente y se abren a la generación de la vida, no es sólo un valor cristiano sino también un valor originario de la creación. Perder esta verdad no sólo es un problema para los creyentes, sino también un peligro para toda la humanidad». La Iglesia habla, desde el misterio de Cristo, no sólo para el cristiano sino también para todo hombre "de buena voluntad"; que busca la verdad para vivir en ella.
La realidad de Dios Padre que juzga el sentido con que el hombre vive el proyecto humano, que es de Dios mismo, hace que la historia humana concluya en un juicio sobre el amor que ha habido en ella (cf. Mt 25,31-46). «Luego vi a otro ángel que volaba en lo más alto del cielo llevando una Buena Noticia, la eterna, la que debía anunciar a los habitantes de la Tierra, a toda nación, familia, lengua y pueblo. Él proclamaba con voz potente: Teman a Dios y glorifíquenlo porque ha llegado la hora de su Juicio: adoren a Aquél que hizo el cielo, la tierra, el mar y los manantiales» (Ap 14,6-7). «La salvación, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos» (Ap 19,1).
Por eso la Palabra de Dios concluye dejándonos una exhortación profética para nuestra vida y obrar: «Que el hombre justo siga practicando la justicia y el santo siga santificándose. Pronto regresaré trayendo mi recompensa para dar a cada uno según sus obras» (Ap 22,11-12). Y en las palabras eclesiales de Pedro: «¡Qué santa y piadosa debe ser la conducta de ustedes, esperando y acelerando la venida del Señor!» (2 Pe 3,11-12).
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© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |