Nunca creí haber comprendido, hasta hoy, la expresión de Pablo cuando dice que Jesús se «anonadó a sí mismo» (Flp 2,7). Mientras leía un comentario de la parábola del mercader y la perla, descubría al Señor como el mercader que vendía todo para comprarme a mí, su perla. Contemplaba esta imagen cuando el Espíritu tomó mi imaginación y mis sentimientos y me llevó a otro paisaje interior.
Me encontré en medio de un río manso, en un bote para dos, remando. Jesús iba al frente y yo de espaldas hacia el lugar al que nos dirigíamos. Alrededor nuestro pasaba el paisaje, los sauces y las flores.
El ritmo del remar era un poco lento para mi gusto y yo notaba que cada vez que intentaba imponer mi ritmo nos salíamos del cauce y teníamos que enderezar el bote.
Jesús me miraba y yo de cara a él, volvía a escuchar sus indicaciones. Otras veces, intentaba mirar hacia donde íbamos y daba vuelta la cabeza. Nuevamente el bote se desestabilizaba y teníamos que hacer esfuerzos por recuperar lo perdido.
Jesús seguía remando. Cansada de tanto remar, le pregunté al Señor por qué no sacaba un motor, por qué tanto esfuerzo, tanta lentitud. Si Él podía, con una sola palabra salvar la situación y resolverlo.
Jesús me miró y sentí que me decía: «Yo puedo sacar un motor pero vos no. Y yo elijo ser como vos, para que vos puedas ser como yo. Puede ser que en algún momento te dé un motor, pero la mayor parte del tiempo vamos a remar juntos. Necesito tu constancia, tu confianza en mi voz para seguir mis indicaciones, tu voluntad para remar cuando sentís que ya no tenés fuerzas. Mirame a mí, que frente tuyo estoy remando».
Me indicó que parara de remar y tomándome de los hombros me hizo dar vuelta y quedé frente al paisaje. El horizonte se presentaba maravilloso, inabarcable, bellísimo. Sentía a mi corazón latir con fuerza y poco a poco el amor de Jesús me iba tomando, abrazando, cautivando. Como si mi corazón y el suyo fueran una sola cosa. Por momentos cerraba los ojos porque no podía contener al mismo tiempo lo que veía y el amor que me abrazaba. Estuvimos así largo rato.
Poco a poco, mi corazón fue volviendo a su ritmo habitual y el Señor me indicó que volviera a mi sitio, nuevamente de espaldas al horizonte. Continuamos remando.
Comprendí entonces que lo que veía pasar junto a mí, a medida que avanzábamos, era mi propia vida. No me tocaba a mí conocer hacia dónde, cómo o cuando quería llevarme el Señor. Sólo mirarlo y remar. Él se encargaba de todo lo demás…
Reconocí que a lo largo de mi historia nunca me había abandonado. Que su amor por mí estuvo siempre presente en los signos de su Providencia, en los hermanos, los pastores, la oración… Tuve que reconocer también que el camino recorrido era muy distinto al que me había imaginado en un principio. Y sin embargo, había sido perfecto en su amor y para mi santidad y la de tantos hermanos.
Me di cuenta también que yo lo amo y que frente a esta certeza interior todo lo demás era pasajero. Y por encima de todo, Él me ama y se "anonadó" a sí mismo haciéndose remero, sólo para que yo pudiera transitar la Plenitud de la vida, a la que me ha llamado desde ahora y para siempre.
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© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |