Nunca pensé que íbamos a vivir algo tan doloroso con tanto gozo. El Señor ha hecho en mi madre y en mí su Pascua, en la muerte de mi padre. Jesús dice: "Estoy a la puerta y llamo, si me abren entraré y cenaremos juntos", y así fue, Jesús hizo su fiesta entre nosotros. Hace doce años, coincidiendo con la semana de mi casamiento, le diagnosticaron a mi papá vejez prematura, producto de una combinación de arteriosclerosis y mal de Parkinson. En noviembre de 1988 hizo una primera neumonía que repitió en Navidad y se recuperó bastante bien hasta el 12 de mayo de 1999, reinfectándose dos veces más. La última provocó su deceso el 14 de junio. En todos esos años yo, al ser hija única y considerar a mis padres como insustituibles, agradecía cada día su enfermedad prolongada porque sentía que era el modo en que el Señor nos preparaba y purificaba a los tres. A pesar de algunas quejas propias de las circunstancias, mi padre llevó su enfermedad con absoluta entereza, apostando permanentemente a la vida y recuperando su vínculo pleno con Jesús. Fueron innumerables los signos del amor de Dios entre nosotros. El lunes 5 de junio, al volver en sí de un estado de confusión propio de su enfermedad, pidió confesarse y comulgar. Días atrás había recibido la unción de los enfermos. |
Toda la familia vivía una mezcla de esperanza de sobrevida y resignación, pero yo particularmente, aunque tantas veces había orado por otros enfermos, no podía dejar partir a mi papá. La mañana de su muerte, al levantarme, le expresé a Dios en una oración muy sencilla, esta contradicción que sentía mi corazón y le pedí que liberara en mí la oración que mi papá necesitaba, que yo pudiera renunciar a mí misma para orar sólo por él. El Señor me respondió con la Palabra de Marcos 4,26-29: "La semilla que crece por sí sola". Se hizo en mí entonces la oración: "Señor, cosechá ya este fruto que está maduro", frase que se fue ahondando en mi corazón a lo largo de ese día. A las 22:30 llamaron del sanatorio para avisarnos de su fallecimiento y a partir de ese momento me invadió una hermosa paz. Sentí a cada paso, en cada acción posterior, con absoluta claridad, la mano de Jesús conduciéndonos. Después de los trámites correspondientes y de ordenar algunas cosas en casa (como buscar quien cuidara a los niños) llegamos con mi esposo al velatorio y al entrar, y contemplar el rostro de mi padre tan hermoso y en paz, a pesar de tanto sufrimiento en su último tiempo, confirmé la vida eterna. |
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