El dinero
y lo que tengo
deben ser
una expresión
del amor
a Dios
y al prójimo
La mala ubicación del hombre frente
a la riqueza, y el mal uso del dinero,
nos han llevado
a crear una civilización artificial del dinero
Si el hombre vive para sí mismo en el uso de sus bienes, engendrará
una
civilización
de muerte y deshumanización
Si somos fieles
en la evangelización de nuestros bienes
y en los aportes
al Capital del Señor,
se nos entregará
la gracia de gestar una nueva
civilización
desde nuestra participación comunitaria
Pidamos al Señor
generar una nueva evangelización desde el testimonio
económico y discipular de la comunidad
Una de las experiencias básicas y cotidianas del hombre es la del dinero. ¿Llevo para viajar? ¿Tengo dinero en el bolsillo o la cartera? ¿Me alcanza el sueldo hasta fin de mes? ¿Puedo ahorrar? ¿Tengo para salir de vacaciones? ¿Con qué cubro una emergencia o enfermedad?
Descubro que el hombre está vinculado necesariamente al dinero. No se puede prescindir de él. El que no lo tiene, socialmente es un pobre o vive en la miseria.
El dinero es algo que representa un valor. El dinero vale en alguna medida. Tener dinero sirve, me da valor; con él puedo comprar, adquirir lo que necesito. El dinero es, también, un medio de intercambio entre los hombres. Y consiguientemente, engendra poder. Quien más tiene, aparentemente, más puede. De ahí la tentación del dinero: creer que soy en la medida que tengo porque teniendo puedo.
¿Qué dice Dios del dinero? Dios no condena al dinero sino al mal uso de él. El dinero es un medio para vivir y convivir. No es algo absoluto, no se debe vivir para él. La búsqueda de la riqueza es darle culto al dinero y engendra la avaricia y la usura. «La avaricia es una forma de idolatría» (Col 3,5). A los ojos de Dios el dinero enaltece o envilece al hombre. «Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas» (Lc 12,15).
Siendo el hombre imagen y semejanza de Dios, el dinero debe ser una expresión del amor. El tener es para dar, para distribuir. No es un modo de opresión personal y social sino de liberación.
Con el dinero, la persona puede tener tres actitudes. Dicho de otra manera, la economía personal puede ser de tres formas:
• Una economía personal liberal: Con mi dinero hago lo que quiero. Me pertenece y lo uso como me parece. Es la propiedad privada sin dimensión social. Es el individualismo económico a nivel personal. En occidente al menos, es el uso más común del dinero. A veces se es ateo en el uso de los bienes.
• Una economía personal materialista: Con el dinero me doy los gustos que quiero; vivo bien, cómodo, que nada me falte. Vivo del tener sin dimensión de trascendencia ni eternidad. Los demás no me interesan. Los bienes están al servicio del bienestar y el consumo.
• Una economía personal evangélica: El dinero y lo que tengo deben ser una expresión del amor a Dios y al prójimo. «Vendan sus bienes y denlos como limosna —dice Jesús—. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro inagotable en el Cielo, donde no se acerca el ladrón ni destruye la polilla. Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón» (Lc 12,33-34). El dinero está vinculado a la vida del espíritu y su uso está sometido al discernimiento. Lo que tengo es para compartirlo. Amar al prójimo y al Cuerpo de Jesús es compartir los bienes (cf. Hch 4,34-35). Esto surge de la Experiencia de Dios y de su Amor en el Espíritu Santo derramado en la comunidad cristiana.
La mala ubicación del hombre frente a la riqueza y el mal uso del dinero nos ha llevado a crear una civilización artificial del dinero: a hacer de la riqueza económica, la riqueza del hombre.
Ésta es realmente una tentación propuesta social y culturalmente al hombre: es necesario tener para ser; la vida es competencia con el otro y explotación del otro; no me interesa sino en la medida en que puedo servirme de él. Se lo ha llamado sistema capitalista.
La vida del hombre es la oculta idolatría del dinero. El que tiene es como un dios: todo lo puede. El secreto de la riqueza es la acumulación: cuanto más tengo, más quiero tener y menos quiero dar. Es el pecado de la codicia que «es la raíz de todos los males» (1 Tim 6,10).
De la acumulación nace el capital como poder económico y social. El capital engendra, en una primera etapa, una civilización individualista de la competencia llamada economía liberal. En una segunda etapa, la economía liberal se transforma en economía materialista de producción y consumo. El hombre es como un animal que trabaja para producir y comer.
El instrumento de esta civilización intrascendente y deshumanizadora, en nuestra hora actual, está constituido por las empresas internacionales y los mercados. Hoy, vivir la idolatría del dinero y la omnipotencia de la riqueza acumulada, de los megacapitales, es estar sometidos a la tiranía de los mercados. Es la tiranía del tener por tener, que engendra la frustración laboral de la desocupación y la miseria social en millones de hombres y naciones. Al mercado no le interesa el hombre sino la ganancia.
La información pública nos da estos datos: del Informe anual del Banco Mundial, el 20% de la población mundial vive con menos de un dólar por día, y casi la mitad del mundo (2.800 millones de personas) vive con menos de dos dólares por día.
Consecuencia de esto: diez millones de niños pobres, menores de cinco años, murieron en 1999, la mayoría por enfermedades evitables. Y más de 113 millones de niños pobres no asisten a la escuela (cf. Diario Clarín, 30/4/2001, Sec. Economía, p. 9 y 13/9/2000, p. 30).
Sobre nuestra situación histórica, Jesús hizo una enseñanza divina y fundamental: el hombre no puede servir a dos señores: a Dios y al dinero (cf. Mt 6,24).
Con esto está queriendo decir que el dinero tiene el poder de someter la vida del hombre. Puede vivir para ganar, tener y acumular riqueza. El ser humano puede hacerse un esclavo del dinero y hacer de la vida, un negocio. Puede vender la riqueza eterna de su vida que es el Amor de Dios, al poder, la seguridad, el gozar y la apariencia que puede dar el dinero. Esa es la tragedia del rico glotón en la parábola del Evangelio (cf. Lc 16,19-31).
Jesús hace gráfica esa situación de culto al dinero con una enseñanza que vale la pena recordar: es la parábola de la insensatez lucrativa tan propia de la economía llamada "neoliberal" de nuestros días. «Les dijo entonces una parábola: 'Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: ¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha. Después pensó: 'Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida'. Pero Dios le dijo: 'Insensato, esta misma noche vas a morir, ¿y para quién será lo que has amontonado?'. Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios» (Lc 12,16-21).
La humanidad históricamente debe aprender que, si el hombre vive para sí mismo en el uso de sus bienes, engendrará una civilización de muerte y deshumanización. El destino de la riqueza vacía de Dios es un destino de condenación a los ojos del Dios revelado: una civilización de apariencia tecnológica, una vida social mezquina en algunos y miserable para muchos, y una eternidad vacía de amor y de vida.
Y en esto los cristianos no debemos disculparnos. Debemos hacer una seria revisión de nuestra fe si queremos los frutos de una nueva evangelización y de una civilización también nueva.
La fe convencional ofrece una ambivalencia de vida frente al dinero y al uso de los bienes. No se es ni frío ni caliente. «Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca. Tú andas diciendo: Soy rico, estoy lleno de bienes y no me falta nada. Y no sabes que eres desdichado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3,15-17).
En el uso habitual de los bienes se expresa la codicia de dar lo menos posible y a eso a veces se le llama "limosna"; cuando más, dar lo justo para cumplir con la conciencia. El cristiano común se ha conformado con dar "limosnas" que no evangelizan ni civilizan. Sólo sirven para no sentirse culpable frente al prójimo o justificarse en el templo.
El cristiano evangelizado descubre que los bienes, como la vida, deben estar vinculados a Dios como Señor de ellos y al hombre como administrador fiel (cf. Mt 25,14-30). Convertirse es convertir también el sentido de los bienes en la vida del hombre. Si se sirve a Dios, la persona descubrirá el valor de la pobreza evangélica y vivirá el amor del compartir. Desde aquí sí se puede proyectar una Civilización del Amor, con proyectos de una economía nueva nacida del Amor y del Espíritu.
El discípulo de Jesús es el que lo sigue, entregándole la vida y los bienes. Esto Jesús lo enseñó y repitió con claridad (cf. Lc 14,25-35). Para Dios, amar es estar libre, es decir, desprendido de sí mismo y de los bienes. A veces, el no querer entregar los bienes que tengo puede mostrarme que, en realidad, tampoco le he entregado la vida sino sólo algún aspecto de ella. Es el caso del joven rico del Evangelio… (cf. Mt 19,16-22).
Tener una fe discipular es hacer a Jesús Señor de la vida y de las cosas propias. Es vivir bajo la Providencia de Dios (cf. Mt 6,25-34), la enseñanza de Jesús y la vida del Espíritu Santo. Es administrar los bienes propios desde los criterios del Señor.
Para nosotros en El Movimiento de la Palabra de Dios, la entrega de los bienes al Señorío de Jesús coincide con la gracia del primer Cursillo de Evangelización (1976). De allí surgió nuestra identidad como movimiento y el Capital del Señor: es una expresión de nuestro carisma, y se ocupa de administrar los aportes de los miembros de la Obra.
Podríamos recordar muchos pasajes de la Palabra de Dios sobre los bienes. Mencionemos, además del joven rico, a Zaqueo, a Mateo, y ya en el tiempo de la Iglesia, a Bernabé (cf. Hch 4,36-37) y el caso trágico de Ananías y Zafira (cf. Hch 5,1-11).
El discípulo de Jesús tiene principios y criterios económicos propios del Reino de Dios. Ese es nuestro caso. Vamos a mencionar tres principios de la economía discipular:
Hay que gastar de acuerdo a lo necesario y evitar lo superfluo. Frente al dinero son necesarios la oración y el discernimiento. Hay que cuidarse de la propia naturaleza que busca crearse "necesidades superfluas".
El principio de necesidad está vinculado con la Providencia de Dios. «El Padre sabe dar las cosas que ustedes necesitan. Busquen más bien el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se les dará por añadidura». Y añade Jesús: «No temas pequeño Rebaño, porque a ustedes el Padre ha querido darles el Reino» (Lc 12,30-31).
Dios crea y adopta un Pueblo suyo de entre toda la humanidad. Este Pueblo hace un signo económico de su pertenencia al Pueblo discipular de Dios: el diezmo, el aporte, la ofrenda. «Glorifica al Señor con generosidad y no mezquines las primicias de tus manos. Da siempre con el rostro radiante y consagra el diezmo con alegría. Da al Altísimo según lo que Él te dio y con generosidad, conforme a tus recursos, porque el Señor sabe retribuir y te dará siete veces más» (Eclo 35,7-10).
El Pueblo discipular (cf. Mt 28,19-20) es el Pueblo pastoral con un laicado surgido de una nueva evangelización. Si se organiza comunitariamente y es fiel a la enseñanza del Evangelio, puede generar una nueva Civilización en el mundo.
Hay que tener para ayudar. Es la ayuda al Jesús necesitado en la urgencia del prójimo. La miseria social es parte del pecado del mundo y hay que socorrer integralmente al hermano que está en esa situación: «Sé como un padre para los huérfanos… y serás como el Hijo del Altísimo» (Eclo 4,10).
Las comunidades, con su estilo de vida en la alianza del mandamiento de Jesús, son una prevención de la enfermedad social y el desarrollo de un tejido social sano.
Esta segunda parte de la charla nos plantea dos preguntas de madurez eclesial: ¿Valoramos el criterio de la pobreza evangélica en nuestra vida personal y familiar? ¿Estamos comprometidos pastoralmente con el Capital del Señor o tenemos restos de una economía personal liberal y discutimos con la gracia de Dios en nuestro carisma?
«Sepan que el que siembra mezquinamente, tendrá una cosecha muy pobre; en cambio el que siembra con generosidad, cosechará abundantemente. Que cada uno dé conforme a lo que ha resuelto en su corazón, no de mala gana o por la fuerza, porque Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9,6-7).
Si somos fieles en lo poco, se nos entregará mucho. Si somos fieles en la evangelización de nuestros bienes y en los aportes al Capital del Señor, se nos entregará la gracia de gestar una nueva civilización desde nuestra participación comunitaria.
El que entrega sus riquezas «recibirá cien veces más y obtendrá como herencia la vida eterna» (Mt 19,29b).
El Espíritu Santo es un Espíritu Creador y Civilizador. Debemos pedir al Padre que apure la hora de un derramamiento universal del Espíritu Santo. Él es el Fuego que vino a traer Jesús para que la Tierra arda en el amor de una Fraternidad Universal.
En tanto, nosotros debemos crecer en la santidad del amor y madurar en nuestra pertenencia eclesial al Pueblo de Dios. Ir viviendo los pasos de gracia que cada año nos regala el Señor. En el año 2001, la madurez eclesial de nuestro discipulado en las Comunidades de Vida. Y también el desarrollo de la Diaconía Familiar en los retiros de novios y matrimonios y otras realidades pastorales al respecto.
En este tiempo es bueno recordar que en las Convivencias del año 1987, el Señor nos dio la gracia de tener los "Principios de una Economía del Amor" (cf. Poniendo en Común N° 29).
A ellos podemos añadir los tres principios que hemos enunciado recién y los otros dos que daremos ahora, porque el Señor prepara los tiempos nuevos para que haya sobre la Tierra una civilización propia y digna de los hijos de Dios.
Es organizar la economía desde el amor y como servicio al hombre. Ese es el sentido de la Doctrina Social de la Iglesia y de tantos documentos de los últimos Papas.
Se ha dicho —y lo estamos experimentando— que "el dinero es un buen sirviente pero un mal amo". Porque el dinero, hecho amo del hombre, se alimenta de la ganancia y no del servicio al bien común.
El principio de una Civilización nueva nos dice que el tener es para producir, desarrollarse y distribuir. La inteligencia y el corazón deben estar puestos al servicio de proyectos civilizadores nuevos.
El dinero vale en la medida en que está al servicio del bien y del amor al prójimo. De otro modo es motivo de purgatorio o de condenación (cf. Lc 12,15). El dinero es un llamado al testimonio de que la única riqueza del hombre es el amor de Dios. Esa es la enseñanza de la vida de Jesús que siendo rico se hizo pobre para salvarnos (cf. 2 Cor 8,9) de nuestras alienaciones. Y la del dinero es una de ellas.
De esta vida sólo nos llevaremos el amor con que hayamos vivido y no los bienes y riquezas que hayamos tenido. Lo que no tiene sentido de eternidad, no tiene verdadero sentido de realización del hombre. Por eso la Palabra nos enseña a hacernos un tesoro en el cielo. «Vendan sus bienes y denlos como limosna. Háganse bolsas que no se desgastan y acumulen un tesoro inagotable en el Cielo, donde no se acerca el ladrón ni destruye la polilla» (Lc 12,33-34).
Que al final de esta trabajosa vida, el Señor no nos diga:
Tuviste pero no amaste.
Buscaste tu seguridad y no el bien de tu prójimo.
Dijiste creer y no hiciste de la comunidad una imagen evangélica de Iglesia y
de nueva civilización.
Más bien que pueda decirnos:
«Servidor bueno y fiel, porque fuiste fiel en la administración de lo poco, entra ahora en el gozo eterno de tu Señor» (Mt 25,21). Amén.
Pidamos al Señor, generar una nueva evangelización desde el testimonio económico y discipular de la comunidad. Este es un tiempo para revisar la evangelización de nuestros bienes y la participación en el Capital del Señor.
Como solidaridad es bueno que cada Centro Pastoral de la Obra tenga la Despensa y el Ropero con que se ayude a la emergencia de los necesitados en el Movimiento o fuera de él. Debemos hacer nuestro, como experiencia de vida, el espíritu de la colecta de Jerusalén que san Pablo narra y describe en su segunda carta a los corintios (cap. 8 y 9).
Como miembros de una Comunidad de Vida del Movimiento, debemos hacer una auténtica administración discipular de nuestro dinero y nuestros aportes. No hagamos como Ananías y nos guardemos parte del dinero que debemos poner a disposición pastoral de los apóstoles (cf. Hch 5,1-3). Con nuestras razones no vamos a convencer al Espíritu Santo; nos vamos a engañar a nosotros mismos y vamos a debilitar el Cuerpo. Obremos con una responsabilidad discipular de comunión adulta, en esta realidad.
Si queremos un Mundo Nuevo, debemos desarrollar una economía pastoral en los Carismas del Pueblo de Dios; y una economía del amor para proyectos de una civilización verdaderamente humana.
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© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |