La Cuaresma
es recuperar
la centralidad
de la vida de Dios
en nosotros,
la riqueza
de nuestra vida
Orar es recuperar
a Dios como Centro
de la vida ordenándola
junto con
sus cosas y circunstancias desde el querer santo de Dios
El amor a Dios
en la oración,
y el amor a sí mismo en el ayuno
se completa con
el amor al prójimo en la ayuda fraterna
Podemos considerar la Cuaresma como un tiempo especial. En la Iglesia tenemos ese tiempo litúrgico como previo a la Pascua. Él nos recuerda la conversión inicial, la gracia de la vida nueva en la Pascua sacramental del bautismo, que tal vez hemos recibido cuando éramos muy niños (cf. Rom 6,4).
I . El Evangelio nos ubica desde Jesús que, bautizado en el Jordán e impulsado por el Espíritu, se retira al desierto para enfrentarse con Satanás, espíritu del mal en este mundo. Lo podemos leer más abreviadamente en Mc 1,9-13.
Este comienzo de la vida pública de Jesús es medio sorprendente. En lugar de comenzar por los hombres anunciándoles el Reino de Dios, se retira al desierto en un tiempo de oración, ayuno y lucha con el Tentador. Esto señala la importancia que Él le atribuye a Satanás en la vida del pecado y del alejamiento humano de Dios (cf. Ap 20,3).
• Jesús lo va a llamar «Príncipe de este mundo» (cf. Jn 16,11).
• También cuando los apóstoles le piden que les enseñe a orar, lo hace presente en esa oración: «no nos dejes caer en su tentación» (cf. Lc 11,4).
• Y también en la oración de alianza que tiene inmediatamente antes de su pasión. «No te pido que los saques del mundo sino que los preserves del Maligno» (Jn 17).
Por otro lado para el Espíritu Santo que inspira la revelación de la Escritura, Satanás es el «seductor del mundo entero» (cf. Ap 12,9). Es el que seduce —en lenguaje legal y delictivo es el "autor intelectual"— inspirando una cultura de pecado, en nuestro tiempo a través de una concepción materialista de la vida. Ella está disfrazada de antropología intrascendente, de civilización científico-técnica mal orientada y de democracia liberal. Pero los frutos engañosos de esta inspiración en una sociedad paganizada o alejada de Dios no son de vida sino de deshumanización, desevangelización y de muerte temporal y eterna. Juan Pablo II la ha denominado como «cultura de muerte».
La Cuaresma desemboca en la Pascua, donde renovamos la renuncia al diablo y a la falta de amor en el pecado para ser así liberados de la muerte por la entrega de Jesús. La primera fórmula del acto penitencial del tiempo de Cuaresma exclama:
Tú que fuiste tentado por el espíritu del mal,
Tú que venciste la tentación con la Palabra de Dios,
Tú que nos llamas a compartir tu victoria,
ten piedad de nosotros.
(Misal de la Conferencia Episcopal Argentina).
II . La Cuaresma nos llama a la renovación del «amor del comienzo», del amor joven y fiel a Dios (cf. Ap 2,4). También tiene un aspecto de reparación por el pecado y la falta de amor a Dios. La Iglesia nos propone tres medios prácticos para el tiempo purificador de la Cuaresma: la oración, el ayuno y la ayuda al necesitado.
¿Qué sentido tiene cada una de estas tres propuestas en orden a resguardar o recuperar —según los casos— lo que es la verdadera y profunda riqueza trascendente de la vida humana? ¿Son simples prácticas piadosas o tocan las raíces profundas de la vida?
Tiene por finalidad mantener, recuperar cuando se ha perdido o profundizar la centralidad de la vida en Dios en nosotros. Orar es desplazar al propio yo del centro de la vida como se va dando a través de las ocupaciones, proyectos, búsquedas y necesidades, que muchas veces se van haciendo centro práctico de ella. Orar es desprenderse de sí mismo para ser tomado por el amor de Dios (cf. Jn 14,23).
Entonces la oración crea un vínculo trascendente y absoluto donde la persona busca la presencia de Dios y se entrega a ella. Orar es recuperar a Dios como Centro de la vida ordenándola junto con sus cosas y circunstancias desde el querer santo de Dios. Y la Iglesia quiere, pide y espera que uno le dedique un tiempo más particular que en otros momentos.
En la oración, la persona entra en una actitud de sinceridad y reconocimiento humilde de sus límites y pecados. «Yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces», dirá en el Salmo. Y añade: «Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu Santo Espíritu» (S. 50).
En la oración humilde, el cristiano se reconoce y relaciona con Dios como un hijo con su padre, de acuerdo a la parábola del hijo pródigo o derrochador de la vida (cf. Lc 15,11-24). La oración le recuerda y actualiza esa gracia como vínculo fundante de su existencia y de su vida presente y futura. Es el vínculo establecido por el amor del Padre Dios al crearnos y amarnos desde el principio de nuestro existir. Dios nos amó primero (cf. 1ª Jn 4,10). Y en el amor de esa vinculación está la plenitud de la Vida eterna. Al mismo tiempo, el cultivo de la oración lleva a un desprendimiento de lo centrado en sí mismo, con el que el yo vive su vida. De ese modo puede abrirse humildemente y así recuperar la capacidad de amar en Dios, que como persona tiene.
Puede surgirnos la pregunta sobre qué vinculación hay entre el ayuno y la oración para darle tanta importancia. ¿O es simplemente para imitar el ayuno cuaresmal de Jesús?
El ayuno se relaciona en primer lugar con el cuerpo que es un signo del espíritu porque la persona se expresa por su cuerpo. Con las palabras y los gestos corporales nos expresamos, comunicamos y vinculamos. Ahora bien, así como el espíritu humano puede vivir para sí en el egocentrismo, también el cuerpo puede vivir para sí en el afán desordenado de sus gustos, comidas, bebidas e impulsos instintivos. A veces no nos damos cuenta de cómo el cuerpo también se hace centro de nuestra vida en el sentido en que no es un cuerpo ordenado al espíritu y al espíritu ordenado a Dios. Vivimos para el cuerpo al cubrir desordenadamente sus necesidades.
En ese "egocentrismo corporal", el cuerpo vive para sí adormeciendo la vida del espíritu en el camino práctico de la santidad. Tal desorden lleva, muchas veces, a reemplazar la "evangelización de la alimentación" por el sometimiento a regímenes para adelgazar que cuidan el mero aspecto exterior del cuerpo. El cuerpo no puede quedar al margen del Amor de Dios en la persona y del camino de la santidad: hay que descubrir esta vinculación. La persona que vive para sí en el cuerpo se somete al desorden de sus impulsos instintivos en la alimentación y en la vida sexual (cf. Col 3,5; 1 Pe 4,1-3). La persona pierde, entonces, el señorío sobre su cuerpo. Esto es parte del sentido de acompañar la oración con el ayuno. San Pedro dirá: «Tengan la moderación y la sobriedad necesarias para poder orar» (1 Pe 4,7).
El ayuno lleva a sacar al cuerpo de estar centrado en sus necesidades y desórdenes biológicos. En este sentido el ayuno lleva a la persona a una experiencia de pobreza para su cuerpo. Porque así como el cuerpo se enriquece al comer, también se empobrece al no comer lo suficiente. Y en este sentido, la Cuaresma es un tiempo en el cual uno ejercita al cuerpo en una opción por la pobreza en la alimentación, señalando la prioridad del espíritu en el amor a Dios, a los demás y a sí mismo. ¡Cuántas veces no comemos lo necesario sino con superfluidad lo innecesario! Por el ayuno, el cuerpo une su pobreza en el despojo de sí mismo para unirse al despojo del amor propio de la persona en la oración y poder encontrarse hondamente con Dios. Es importante, antropológicamente, esta vinculación que la Iglesia establece entre la oración y el ayuno.
Podríamos decir que el ayuno es como la oración del cuerpo. Por él, la persona ordena los impulsos y necesidades más vitales del cuerpo a la vida de su espíritu. En la pobreza de la alimentación y de sus fuerzas físicas, por el ofrecimiento de la persona (cf. Rom 12,1), el cuerpo recupera o afianza su dignidad trascendente de ser «templo del Espíritu Santo» (cf. 1 Cor 6,19). Porque en la relación con Dios y en la gracia del Señor, el cuerpo no es una cosa secundaria de la persona; es expresión de ella. Y así como la persona es templo de la Trinidad (cf. Jn 14,23), el cuerpo ordenado al Espíritu se hace templo de Dios. Así también el cuerpo humano «crece y se edifica en el amor» (cf. Ef 4,16b).
Lleva al hombre no sólo a ayunar de sí mismo en la oración y el ayuno, sino también en sus cosas, en sus bienes. El amor a Dios en la oración, y el amor a sí mismo en el ayuno se completa con el amor al prójimo en la ayuda fraterna.
Vamos descubriendo por qué están vinculadas estas tres cosas como camino cuaresmal. Ellas nos permiten recuperar la Centralidad de Dios y del Amor en relación a las cosas y a los bienes que poseemos. Es un signo de que todo le pertenece a Dios y que el cristiano es llamado a vivir en la pobreza evangélica de lo necesario, de la no superfluidad y de querer amar al prójimo, al menos como a sí mismo.
La ofrenda económica es un vínculo con Dios en el hermano y en el prójimo (cf. Mt 25,35ss). Ella le permite a la persona, disminuir la seguridad y el poder que naturalmente esconden los bienes y el dinero para la vida y así compartirlos con el necesitado.
Al mismo tiempo, entonces, esto se transforma en la posibilidad de una providencia de Dios para todos los seres humanos. Es también la posibilidad de transformar en amor, el poder y la utilidad con que el dinero nos asegura la vida. En su mensaje cuaresmal, Juan Pablo II nos recuerda la frase de los Hechos de los Apóstoles: «Hay más felicidad en dar que en recibir» (20,35).
La Cuaresma —a través de la oración, el ayuno y la ayuda al necesitado— se revela así como un camino para restaurar la vida más profunda del hombre.
De este modo, la gracia de la Cuaresma lleva a que desplacemos las tres seudoafirmaciones de nosotros mismos: el egocentrismo del amor propio, el egocentrismo del cuerpo en el desorden de los impulsos instintivos de conservación de la vida, y la centralidad de las cosas en la seguridad que brinda el dinero y los bienes materiales (cf. Lc 16,19ss).
III . La Cuaresma desemboca en la Pascua. Por ella Jesús quiere entrar triunfante en la Jerusalén de nuestra vida para dejarnos el amor a su Palabra, el llamado del Espíritu a la vida comunitaria y la celebración pascual de la Eucaristía como sustento de una vida misionera, testimonial y evangelizadora del mundo globalizado.
Decíamos que la Cuaresma era recuperar la riqueza de la vida. Y la riqueza del hombre es Dios. Por eso el hombre vende todo para comprar ese campo, según la parábola (cf. Mt 13,44). Y Dios como Padre se entrega y se reparte en el amor de su Hijo eterno y en el amor fraterno entre sus hijos adoptivos. Esto es la riqueza de Dios para nosotros.
Tanto ama Dios a los hombres que nos hace hijos suyos para amar en nosotros a su Hijo Jesús. No nos ama de otra manera. Por medio del Espíritu nos identifica con Él para poder amarnos con el amor con que lo ama a su Hijo. Esto es parte del pedido de Jesús a su Padre en su oración de alianza antes de su pasión: «que el amor con que tú me amaste esté en ellos y yo también esté en ellos» (Jn 17,26b).
Que María, la Madre de Jesús y de su Cuerpo místico eclesial, nos entregue al Padre en esta Cuaresma, con el amor con que entregó a Jesús a los pies de la cruz. Para que así nosotros también seamos riqueza de Dios para salvación de los que hoy ignoran el sentido eterno de sus vidas.
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© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |