En todo nacimiento se unen el misterio de la vida y de la muerte. Cuando se da luz a un hijo, es mucho lo que se ofrece, no sólo su existencia sino también la disponibilidad de su partida. Aquí, esta mamá habla de ese ofrecimiento.
Mi nombre es Miriam y estoy casada con Ruben hace 19 años. Hasta el año pasado teníamos tres hijos: Leandro (17), Fernando (14) y Federico (10). Luego de hacer la Convivencia Mariana, sentí cómo el Señor a través de la maternidad de María me pedía que le entregara mi disponibilidad a tener otro hijo. Más adelante, en enero de 2003 me enteré de un nuevo embarazo; una mezcla de sentimientos me abrazó: alegría, confusión, miedo. Pero tenía la seguridad de que era querido por Dios y existía un amor especial derramado en este nuevo bebé. Por otro lado reconocía que este embarazo iba a ser difícil por algunas de mis limitaciones físicas y además por nuestra precaria situación económica.
Los inconvenientes durante el embarazo no tardaron en hacerse presentes: hipertensión, asma, diabetes gestacional, entre otras cosas. Las circunstancias generaron en nosotros una oración constante por el cuidado de mi salud y la del bebé.
A las 27 semanas y media de gestación me internaron. Durante ese tiempo tuve presente el lema del retiro de Pascua de ese año: «En medio de muchas dificultades con la alegría del Espíritu Santo». Yo casi no podía orar ni leer, pero mi corazón estaba en paz por la oración de tantos hermanos que me acompañaban muy cercanamente.
El 1 de Julio estaba orando y al abrir el Evangelio en Hechos 27,9-26, descubrí que el Señor me hablaba de la tempestad que se avecinaba: «pero el Espíritu le dijo a Pablo "no tengas miedo, Dios te concede la vida de todos los que navegan contigo"». Realmente se desató una verdadera tempestad, mi presión no bajaba. Los médicos estaban preocupados. Después de una ecografía con doppler, decidieron hacerme una cesárea urgente. No hubo tiempo de avisar a la familia, pero me sentía acompañada por María. Sólo ella sabe lo que es correr en la dificultad y sostener al necesitado. Mi entrada al quirófano fue disponerme para que Dios obrara como quisiera. Estábamos en sus manos, sólo Él sabía lo que era mejor.
Martín nació a las 11 horas con 1.220 g. La cesárea fue muy dolorosa ya que la anestesia no era mucha, por mí y por mi bebé; con los brazos extendidos en cruz en la camilla por un rato compartí la cruz del Señor… Más tarde, mientras me recuperaba, Martín luchaba por su vida. Las primeras horas fueron sumamente críticas y difíciles, necesitó respirador en valores muy altos. Mi oración a María era insistente para que no se apartara de su lado.
La llegada de Martín a nuestra vida fue una caricia de amor de Dios a nuestro corazón. Esta persona tan chiquita nos enseñaba algo nuevo de la presencia de Dios en la vida de los hombres, y su lucha constante por la vida nos hacía más fuertes en la oración.
Pocos días después, cuando pudimos tocarlo, le acercamos el agua del socorro ("el bautismo") con agua que había llegado de El Cajas, y leímos frente a él la palabra del bautismo de Jesús. Al otro día tenía una leve mejoría y esto nos daba más esperanza.
Las jornadas transcurrían con mejoras de salud y con complicaciones. La displasia pulmonar no permitía sacarle el respirador y era difícil alimentarlo. Las esperanzas estaban, pero nos preguntábamos: ¿Qué quería Dios? ¿Cuál era su voluntad para la vida de Martín? La naturaleza humana empezaba a hacer lo suyo en mi corazón y la voz del tentador giraba a mi alrededor. La lucha fue muy fuerte y me sorprendían momentos de angustia, enojo y soledad.
La oración, el ayuno, la entrega y la compañía de los hermanos de comunidad, familia y hermanos del Centro, y todos los corazones que el Señor movilizaba en los servicios de intercesión de otros lugares, fueron la calma en la tempestad que arrasaba mi corazón. El amor del Padre nunca nos había dejado solos y estaba presente en cada hermano, en cada llamada por teléfono, en cada Palabra que nos acercaban, en cada caricia o gestos que nos daba nuestra familia, nuestros hijos y sobre todo, en cada oración comunitaria que se convirtió en oxígeno para nuestra vida.
Un día después de ver a Martín, me abrazó una angustia de muerte que me asfixiaba y fui a pedir ayuda pastoral. El padre José María me alivió el corazón, y me dio luz al ver que el milagro ya estaba dado y que era la vida misma de mi hijo: había llegado a nacer porque Dios así lo había querido y cuidado en todo momento. Entendí que en ese tiempo estaba compartiendo la cruz con Jesús, con su inocencia, con la corona de espinas que se transformaban en agujas para él, con llagas en sus brazos. A partir de allí nació en mí la convicción de que el Señor decidía llevarlo con él. Martín nos estaba mostrando el camino a la santidad.
Después de tres meses y medio de idas y vueltas, nos comunicaron que un virus estaba alojado en su corazón y que provocaba infecciones reiteradas, y su falta de defensas hacía imposible combatirlo solamente con antibióticos. Su vida estaba en manos de Dios.
Partió hacia la casa del Padre el 25 de octubre, y se llevó con él el afecto y el amor que le brindaron los que lo atendieron y lucharon desde la ciencia por su vida, y el corazón de todos los que oramos por él. Lo despedimos como pueblo del Señor: familia, amigos, vecinos, hermanos, en una celebración con cantos y oración. Martín ya gozaba de estar en los brazos de María junto al Señor.
Un año después, nuestro corazón no es el mismo. Ahora agradecemos al Señor por el santo que nos regaló en nuestra familia. Que su entrega y la nuestra sean por la conversión de todos los corazones.
Miriam Cornejo de Meloschik |
© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |