Capítulo I
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6. El testimonio que el Señor da de Sí mismo y que san Lucas ha recogido en su Evangelio, («también a las otras ciudades debo anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios», Lc 4,43), tiene sin duda un gran alcance, ya que define en una sola frase toda la misión de Jesús: «porque para eso he sido enviado» (ibidem). Estas palabras alcanzan todo su significado cuando se las considera a la luz de los versículos anteriores en los que Cristo se aplica a Sí mismo las palabras del Profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres» (Lc 4,18; cf. Is 61,1).
Proclamar de ciudad en ciudad, sobre todo a los más pobres, con frecuencia los más dispuestos, el gozoso anuncio del cumplimiento de las promesas y de la Alianza propuestas por Dios, tal es la misión para la que Jesús se declara enviado por el Padre; todos los aspectos de su Misterio -la misma Encarnación, los milagros, las enseñanzas, la convocación de sus discípulos, el envío de los Doce, la cruz y la resurrección, la continuidad de su presencia en medio de los suyos- forman parte de su actividad evangelizadora. [ volver ]
7. Durante el Sínodo, los obispos han recordado con frecuencia esta verdad: Jesús mismo, Evangelio de Dios (cf. Mc 1,1; Rom 1-3), ha sido el primero y el más grande evangelizador. Lo ha sido hasta el final, hasta la perfección, hasta el sacrificio de su existencia terrena.
Evangelizar: ¿Qué significado ha tenido esta palabra para Cristo? Ciertamente no es fácil expresar en una síntesis completa el sentido, el contenido, las formas de evangelización tal como Jesús lo concibió y lo puso en práctica. Por otra parte, esta síntesis nunca podrá ser concluida. Bástenos aquí recordar algunos aspectos esenciales. [ volver ]
8. Cristo, en cuanto evangelizador, anuncia ante todo un reino, el Reino de Dios, tan importante que, en relación a él, todo se convierte en «lo demás», que es dado por añadidura (cf. Mt 6,33). Solamente el Reino es, pues, absoluto y todo el resto es relativo. El Señor se complacerá en describir de muy diversas maneras la dicha de pertenecer a ese Reino, una dicha paradójica hecha de cosas que el mundo rechaza (cf. Mt 5,3-12), las exigencias del Reino y su carta magna (cf. Mt 5-7), los heraldos del Reino (cf. Mt 10), los misterios del mismo (cf. Mt 13), sus hijos (cf. Mt 18), la vigilancia y fidelidad requeridas a quien espera su llegada definitiva (cf. Mt 24-25). [ volver ]
9. Como núcleo y centro de su Buena Nueva, Jesús anuncia la salvación, ese gran don de Dios que es liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es sobre todo liberación del pecado y del maligno, dentro de la alegría de conocer a Dios y de ser conocido por Él, de verlo, de entregarse a Él. Todo esto tiene su arranque durante la vida de Cristo, y se logra de manera definitiva por su muerte y resurrección; pero debe ser continuado pacientemente a través de la historia hasta ser plenamente realizado el día de la venida final del mismo Cristo, cosa que nadie sabe cuándo tendrá lugar, a excepción del Padre (cf. Mt 24, 36; Hch 1,7; 1ª Tes 5,1-2). [ volver ]
10. Este Reino y esta salvación -palabras clave en la evangelización de Jesucristo- pueden ser recibidos por todo hombre, como gracia y misericordia; pero a la vez cada uno debe conquistarlos con la fuerza, («el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo», dice el Señor, cf. Mt 11,12), con la fatiga y el sufrimiento, con una vida conforme al Evangelio, con la renuncia y la cruz, con el espíritu de las bienaventuranzas. Pero, ante todo, cada uno los consigue mediante un total cambio interior, que el Evangelio designa con el nombre de metánoia, una conversión radical, una transformación profunda de la mente y del corazón (cf. Mt 4,17). [ volver ]
11. Cristo llevó a cabo esta proclamación del Reino de Dios, mediante la predicación infatigable de una palabra, de la que se dirá que no admite parangón con ninguna otra: «¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad!» (Mc 1,27); «Todos daban testimonio a favor de Él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca» (Lc 4,22); «Nadie habló jamás como este hombre» (Jn 7,46). Sus palabras desvelan el secreto de Dios, su designio y su promesa, y por eso cambian el corazón del hombre y su destino. [ volver ]
12. Pero Él realiza también esta proclamación de la salvación por medio de innumerables signos que provocan estupor en las muchedumbres y que al mismo tiempo las arrastran hacia Él para verlo, escucharlo y dejarse transformar por Él: enfermos curados, agua convertida en vino, pan multiplicado, muertos que vuelven a la vida y, sobre todo, su propia resurrección. Y al centro de todo, el signo al que Él atribuye una gran importancia: los pequeños, los pobres son evangelizados, se convierten en discípulos suyos, se reúnen "en su nombre" en la gran comunidad de los que creen en Él.
Porque el Jesús que declara: «también a las otras ciudades debo anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado» (Lc 4,43), es el mismo Jesús de quien Juan el Evangelista decía que había venido y debía morir «para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). Así termina su revelación, completándola y confirmándola con la manifestación hecha de Sí mismo, con palabras y obras, con señales y milagros, y de manera particular con su muerte, su resurrección y el envío del Espíritu de Verdad (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dog. Dei Verbum, 4: AAS 58 (1966), pp. 818-819). [ volver ]
13. Quienes acogen con sinceridad la Buena Nueva, mediante tal acogida y la participación en la fe, se reúnen pues en el nombre de Jesús para buscar juntos el Reino, construirlo, vivirlo. Ellos constituyen una comunidad que es a la vez evangelizadora. La orden dada a los Doce: «Vayan y proclamen la Buena Nueva», vale también, aunque de manera diversa, para todos los cristianos. Por esto Pedro los define «pueblo adquirido para anunciar las maravillas de Aquél que los llamó de la tinieblas a su admirable luz» (cf. 1ª Pe 2,9). Éstas son las maravillas que cada uno ha podido escuchar en su propia lengua (cf. Hch 2,11). Por lo demás, la Buena Nueva del Reino que llega y que ya ha comenzado, es para todos los hombres de todos los tiempos. Aquellos que ya la han recibido y que están reunidos en la comunidad de salvación, pueden y deben comunicarla y difundirla. [ volver ]
14. La Iglesia lo sabe. Ella tiene viva conciencia de que las palabras del Salvador: «también a las otras ciudades debo anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios» (Lc 4,43), se aplican con toda verdad a ella misma. Y por su parte ella añade de buen grado, siguiendo a San Pablo: «Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1ª Cor 9,16).
Con gran gozo y consuelo hemos escuchado Nos, al final de la Asamblea de octubre de 1974, estas palabras luminosas: «Nosotros queremos confirmar una vez más que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia» (cf. Declaración de los padres sinodales, nº4: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 3 de noviembre de 1974, pág. 8); una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más urgentes. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa. [ volver ]
15. Quien lee en el Nuevo Testamento los orígenes de la Iglesia y sigue paso a paso su historia, quien la ve vivir y actuar, se da cuenta de que ella está vinculada a la evangelización de la manera más íntima:
16. Existe por tanto un nexo íntimo entre Cristo, la Iglesia y la evangelización. Mientras dure este tiempo de la Iglesia, es ella la que tiene a su cargo la tarea de evangelizar. Una tarea que no se cumple sin ella, ni mucho menos contra ella.
En verdad, es conveniente recordar esto en un momento como el actual, en que no sin dolor podemos encontrar personas, que queremos juzgar bien intencionadas pero que en realidad están desorientadas en su espíritu, las cuales van repitiendo que su aspiración es amar a Cristo pero sin la Iglesia, escuchar a Cristo pero no a la Iglesia, estar en Cristo pero al margen de la Iglesia. Lo absurdo de esta dicotomía se muestra con toda claridad en estas palabras del Evangelio: «el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí» (Lc 10,16. Cf. S. Cipriano, De unitate Eclessiae, 14: PL 4,527; S. Agustín, Enarrat. 88, Sermo, 2,14: PL 37,1140; S. Juan Crisóstomo, Hom. de capto Eutropio, 6: PG 52,402). ¿Cómo va a ser posible amar a Cristo sin amar a la Iglesia, siendo así que el más hermoso testimonio dado en favor de Cristo es el de san Pablo: «amó a la Iglesia y se entregó por ella»? (Ef 5,25). [ volver ]
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