Introducción |
La enseñanza bíblica |
El enemigo oculto que siembra errores |
Presencia de la acción del maligno |
La defensa del cristiano |
«Una de las mayores necesidades de la Iglesia es la defensa de aquel mal
que llamamos el diablo»
«El mal no es solamente
una deficiencia,
sino una eficiencia,
un ser vivo, espiritual, pervertido
y pervertidor»
«El problema del mal sigue siendo uno de los
más grandes y permanentes para
el espíritu humano, incluso después
de
la victoriosa respuesta que le da
Jesucristo»
¿Cuáles son hoy las mayores necesidades de la Iglesia?
No les asombre como simplista, o más aún, como supersticiosa e irreal, nuestra respuesta: una de las mayores necesidades es la defensa de aquel mal que llamamos el demonio o diablo.
Antes de aclarar nuestro pensamiento les invitamos a abrir el suyo a la luz de la fe sobre la visión de la vida humana, visión que desde tal punto de observación se extiende inmensamente y penetra hasta singulares profundidades. A decir verdad, el cuadro que somos invitados a contemplar con realismo global es muy bello. Es el cuadro de la Creación, la obra de Dios, que Dios mismo, como espejo exterior de su sabiduría y su poder, admiró en su belleza sustancial (cf. Gn 1,10ss).
Es también muy interesante el cuadro de la dramática historia de la humanidad, de la cual emerge la historia de la
Redención, la historia de Cristo, de nuestra salvación, con sus magníficos tesoros de revelación, de profecía, de santidad, de vida elevada al nivel sobrenatural, de promesas eternas (cf. Ef 1,10). Si se sabe contemplar bien este cuadro es imposible no quedar fascinados (cf. san Agustín, Soliloquios): todo tiene un sentido, todo tiene un fin, todo tiene un orden y todo deja entrever una Presencia-Trascendencia, un Pensamiento, una Vida, y finalmente un Amor, de tal modo que el universo, por lo que es y por lo que no es, se nos presenta como una preparación entusiasmante y embriagadora de algo mucho más bello y mucho más perfecto (cf. 1 Cor 2,9; 13,12; Rom 8,19-23). La visión cristiana del cosmos y de la vida es, pues, triunfalmente optimista; y esta visión justifica nuestra alegría y nuestro reconocimiento de vivir; por eso, cantamos nuestra felicidad celebrando la Gloria de Dios (cf. el Gloria de la Misa).
Pero, ¿es completa esta visión? ¿Es exacta? ¿No nos importan nada las deficiencias que existen en el mundo, las disfunciones de las cosas respecto a nuestra existencia, el dolor, la muerte, la malicia, la crueldad, el pecado, en una palabra, el mal? ¿No vemos cuánto mal hay en el mundo? Especialmente cuánto mal moral: un mal que es, al mismo tiempo, aunque de forma diversa, contra el hombre y contra Dios. ¿No es quizás un triste espectáculo, un misterio inexplicable? ¿Y no somos nosotros, precisamente, los que damos culto al Verbo, los cantores del Bien, los creyentes, los más sensibles, los más turbados por la observación y la experiencia del mal? Lo encontramos en el reino de la naturaleza, donde tantas de sus manifestaciones nos parecen denunciar un desorden. Lo hallamos en el ámbito humano, donde encontramos la debilidad, la fragilidad, el dolor, la muerte, y algo todavía peor: una doble ley en conflicto continuo: la que querría el bien y la que está dirigida al mal, tormento que san Pablo pone en humillante evidencia para demostrar la necesidad y la fortuna de una gracia salvadora, de la salvación traída por Cristo (cf. Rom 7); ya el poeta pagano había denunciado este conflicto interior en el corazón mismo del hombre: «video meliora proboque, deteriora sequor», «veo lo mejor, sin embargo, sigo lo peor» (Ovidio; Met, 7,19). Hallamos el pecado, perversión de la libertad humana, y causa profunda de la muerte, porque es una separación de Dios, fuente de la vida (Rom 5,12), y después, a su vez, ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en nuestro mundo de un agente oscuro y enemigo: el diablo. El mal ya no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa.
Quien rehúsa reconocer su existencia, se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica; como se sale también quien hace de ella un principio autónomo, algo que no tiene su origen, como toda criatura, en Dios; o quien la explica como una seudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias. El problema del mal, visto en toda su complejidad y su carácter absurdo respecto a nuestra racio-
nalidad unilateral, se hace obsesionante. Constituye la dificultad más fuerte para nuestra inteligencia religiosa del cosmos. Con razón san Agustín sufrió por ello durante años: «Quaerebam unde malum, et non erat exitus», «buscaba de dónde provenía el mal, y no encontraba explicación » (Confesiones VII, 5,7,11, etc.; PL 32,736,739).
He aquí pues, la importancia que asume el tomar conciencia del mal para nuestra correcta concepción cristiana del mundo, de la vida, de la salvación. Cristo mismo nos ha hecho advertir esta importancia. En primer lugar, en el desarrollo de la historia evangélica, al principio de su vida pública, ¿quién no recuerda la página densísima de significados de la triple tentación de Cristo? ¿Más tarde, en tantos episodios evangélicos en los que el diablo se cruza en el camino del Señor y aparece en sus enseñanzas? (cf. Mt 12,43). Y ¿cómo no recordar que Cristo, refiriéndose tres veces al diablo como adversario suyo, lo califica de «príncipe de este mundo»? (Jn 12,31; 14,30; 16,11). La realidad invasora de esta nefasta presencia aparece señalada en muchísimos pasajes del Nuevo Testamento. San Pablo lo llama el «dios de este mundo» (2 Cor 4,4), y nos pone sobre aviso sobre la lucha en la oscuridad que nosotros los cristianos debemos sostener no con un sólo demonio, sino con una terrible pluralidad de ellos: «Revístanse —dice el Apóstol— de la armadura de Dios, para que puedan resistir a las insidias del diablo, porque nuestra lucha no es contra la sangre y la carne (solamente) sino contra los principados y las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos del aire» (Ef 6,11-12).
Y que no se trata de un solo demonio, sino de muchos, nos lo indican diversos pasajes evangélicos (Lc 11,21; Mc 5,9); pero el principal es uno: Satanás, que quiere decir el adversario, el enemigo; y con él muchos, todos criaturas de Dios, pero degradadas, pues han sido rebeldes y condenados (cf. Denz.-Sch. 800-428); todo un mundo misterioso, trastornado por un drama infelicísimo del que conocemos bien poco.
Conocemos, sin embargo, muchas cosas de este mundo diabólico, que atañen a nuestra vida y a toda la historia humana. El diablo está en el origen de la primera desgracia de la humanidad; fue el tentador falaz y fatal del primer pecado, el pecado original (Gen 3; Sab 1,24). Desde aquella caída de Adán, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, del que sólo la redención de Cristo nos puede liberar. Es historia que dura todavía: recordemos los exorcismos del bautismo y las frecuentes referencias de la Sagrada Escritura y de la Liturgia al agresivo y opresor «poder de las tinieblas» (cf. Lc 22,53; Col 1,13). Es el enemigo número uno, el Tentador por excelencia. Sabemos así que este ser oscuro y turbador existe realmente, y que actúa todavía con traicionera astucia; es el enemigo oculto que siembra errores y desventuras en la historia humana.
Debemos recordar la reveladora parábola evangélica del trigo y la cizaña, síntesis y explicación del carácter ilógico que parece presidir nuestras contrastantes vicisitudes: «inimicus homo hoc fecit», «esto lo ha hecho el enemigo del hombre» (Mt 13,28). Es el «homicida desde el principio… y padre de la mentira», como lo define Cristo (cf. Jn 8,44-45); es el que insidia con sofismas el equilibrio moral del hombre. Es el encantador pérfido y astuto, que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica, o de contactos sociales desordenados en el juego de nuestro obrar, para introducir en ello desviaciones, tan nocivas como conformes en apariencia con nuestras estructuras físicas o psíquicas, o con nuestras aspiraciones instintivas y profundas.
Este tema de los demonios y del influjo que pueden ejercer, lo mismo en cada persona que en comunidades y sociedades enteras, o en los acontecimientos, será un capítulo muy importante de la doctrina católica que habría
que estudiar de nuevo, mientras que hoy se estudia poco. Algunos piensan que van a encontrar en los estudios psicoanalíticos y psiquiátricos o en experiencias espiritistas —hoy por desgracia tan difundidas en algunos países— una compensación suficiente. Se teme recaer en viejas teorías maniqueas, o en terribles divagaciones fantásticas y supersticiosas. Hoy se prefiere mostrarse fuerte y desprejuiciado, adoptar una actitud positivista, aunque después se dé crédito a tantas gratuitas ideas supersticiosas mágicas o populares, o, aún peor, se abra la propia alma, ¡la propia alma bautizada, visitada tantas veces por la presencia eucarística y habitada por el Espíritu Santo!, a las experiencias licenciosas de los sentidos, a aquellas deletéreas de los estupefacientes, o también a las seducciones ideológicas de los errores de moda, fisuras éstas a través de las cuales el maligno puede fácilmente penetrar y alterar la mente humana.
No decimos que todo pecado se deba directamente a la acción diabólica (cf. Summa Theol. 1,104,3); pero sin embargo, es cierto que quien no vigila sobre sí mismo con cierto rigor moral (cf. Mt 12,45; Ef 6,11), se expone al influjo del «mysterium iniquitatis», el «misterio de la iniquidad» al que san Pablo se refiere (2 Tes 2,3-12) y que hace problemática la posibilidad de nuestra salvación.
Nuestra doctrina se vuelve incierta, oscurecida como está por las mismas tinieblas que circundan al diablo. Pero nuestra curiosidad, excitada por la certeza de su múltiple existencia, se hace legítima con dos preguntas:
• ¿Existen signos, y cuáles, de la presencia de la acción diabólica?
• ¿Cuáles son los medios de defensa contra tan insidioso peligro?
La respuesta a la primera pregunta impone mucha cautela, aunque los signos del maligno parecen a veces evidentes (cf. Tertuliano, Apol 23). Podremos suponer su siniestra acción allí:
• donde la negación de Dios es radical, sutil y absurda,
• donde la mentira se afirma, hipócrita y potente, contra la verdad evidente,
• donde el amor queda apagado por un egoísmo frío y cruel,
• donde el Nombre de Cristo se impugna con un odio consciente y rebelde (cf. 1 Cor 16,22; 12,3),
• donde el espíritu del Evangelio es adulterado y desmentido,
• donde la desesperación se afirma como última palabra, etc.
Pero es un diagnóstico demasiado amplio y difícil, que no osamos ahora profundizar y dar por auténtico, pero que sin embargo no carece de dramático interés para todos, y al cual la literatura moderna ha dedicado también páginas famosas (cf. por ejemplo las obras de Bernanos, estudiadas por Ch. Moeller, Littérature du XX Siècle, I, págs. 397 ss.; P. Macchi, Il volto del male in Bernanos; cf. además Satán, Études Carmélitaines, DDB, 1948). El problema del mal sigue siendo uno de los más grandes y permanentes para el espíritu humano, incluso después de la victoriosa respuesta que le da Jesucristo: «Nosotros sabemos, escribe el evangelista san Juan, que somos (nacidos) de Dios, y que el mundo entero está bajo el maligno» (1 Jn 5,19).
A la segunda pregunta: ¿Qué defensa, qué remedio oponer a la acción demoníaca?, la respuesta es más fácil de formular, aunque sea difícil de poner en práctica. Podríamos decir: todo lo que nos defiende del pecado nos separa, por eso mismo, del enemigo invisible. La gracia es la defensa decisiva. La inocencia asume un aspecto de fortaleza.
Y todos recordamos además en qué gran medida la pedagogía apostólica ha simbolizado en la armadura de un soldado las virtudes que pueden hacer invulnerable al cristiano (cf. Rom 13,12; Ef 6,11-14.17; 1 Tes 5,8). El cristiano debe ser militante; debe vigilar y ser fuerte (1 Pe 5,8), y a veces debe recurrir a algún ejercicio ascético espe-
cial para alejar determinadas incursiones diabólicas; Jesús nos lo enseña indicando como remedio «la oración y el ayuno» (Mc 9,29). Y el Apóstol sugiere la línea maestra a seguir: «No te dejes vencer por el mal, antes vence al mal con el bien» (Rom 12,21; Mt 13,29).
Con conciencia, pues, de las adversidades presentes en las que hoy se encuentran las almas, la Iglesia, el mundo, intentaremos dar sentido y eficacia a la acostumbrada invocación de nuestra principal oración:
¡Padre nuestro… líbranos del mal!
Que a ello ayude también nuestra bendición apostólica.
PAULUS PP. VI
Publicado en L'Osservatore Romano del 19 de noviembre de 1972. Versión comparada con www.vatican.va/holy_father/ paul_vi/audiences/1972/documents/hf_p-vi_aud_19721115_it. Este documento se ofrece instar manuscripti para su divulgación. Es una copia de trabajo para uso interno de El Movimiento de la Palabra de Dios, y ha sido depurada dentro de lo posible de errores de tipeo o traducción. Para facilitar su lectura latinoamericana las citas bíblicas se tomaron de El Libro del Pueblo de Dios. |