Parte III
LECTURA CREYENTE DE NUESTRA SITUACIÓN ECLESIAL
36. Describir una situación e identificar sus causas es necesario, pero insuficiente. Los hechos humanos no son simplemente como los hechos físicos que se explican describiendo sus causas y enumerando sus efectos. Necesitan ser interpretados. Es preciso descubrir su significación.
Al contemplar ante ustedes la realidad de nuestras diócesis, debemos y queremos interpretarlas guiados por la luz de la fe. Queremos descubrir, ante todo, qué nos enseña Dios a través de nuestra situación y qué nos pide que hagamos ante ella. El Concilio Vaticano II nos recuerda el deber de «escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio» [39]. Es evidente para nuestra fe que el Espíritu quiere decir algo a su Iglesia en estas circunstancias. Queremos escucharle con suma atención y responderle con activa docilidad.
A) ALGUNAS CLAVES DE LECTURA
1. Una prueba dolorosa
La situación descrita y explicada nos produce sufrimiento porque retrata el fuerte declive de las comunidades cristianas en toda Europa occidental y entre nosotros. Es duro comprobar la apatía religiosa de muchos creyentes, el rechazo de numerosos increyentes y los problemas que unos y otros tienen con la Iglesia. Es difícil asimilar que la fe católica ha pasado de ser un hecho sociológicamente compartido y culturalmente protegido a una situación nueva en la que ser creyentes es, en muchos ambientes, un hecho "contracultural" que hemos de vivir a "contracorriente". Es costoso comprobar que la Iglesia «busca su lugar en una sociedad secularizada y pluralista y no acaba de encontrarlo. Tiene dificultades para acertar con la palabra adecuada a su mensaje y con el tono indicado para decirlo. Antes de encontrarlos deberá realizar una travesía en el desierto y vivir la crisis en profundidad» [40] porque su interlocutor (el hombre y la mujer de nuestro tiempo) ha cambiado no en su estructura más profunda, pero sí en su sensibilidad, sus criterios, sus actitudes, su escala de valores. Es penoso comprobar que nadie sabe con claridad qué es lo que tenemos que hacer ni exactamente cómo se genera, en las actuales circunstancias socioculturales, un cristiano. Es incómodo dejar viejos caminos e incómodo buscar nuevas rutas evangelizadoras. Es triste "ir muriendo" en muchos ambientes.
La llamada de Dios contenida en este sufrimiento consiste en percibir en su seno la Cruz del Señor y adoptar ante ella la actitud propia de los creyentes. Ésta es hoy una de las cruces con la que los cristianos nos identificamos con el Señor y actualizamos su Pasión [41]. Es preciso reconocerla como tal, llevarla con paciente mansedumbre y recordar que, porque va vinculada al Redentor, participa de su fuerza salvadora. Es preciso, al mismo tiempo, reconocer que el único Inocente que llevó su Cruz es el Señor. A nosotros se nos pide asumir con humildad y con paz la parte que nos corresponde de responsabilidad y de pecado en la situación existente.
2. Un desafío colosal
37. Por primera vez en la historia a partir del s. IV, la Iglesia católica y las demás Iglesias cristianas viven en muchas regiones de Europa una situación de minoría, cada vez más próxima a la diáspora al estilo de las minorías judías presentes por doquiera en el mundo gentil. Con riesgo de desdibujarse en una sociedad que va dejando de ser cristiana. Con la posibilidad y misión de mantener, purificar y ofrecer su fe. Algunos analistas apuntan que el rápido avance de la increencia y de la desafección religiosa en nuestra tierra pone en cuestión la propia supervivencia y persistencia de estas Iglesias como realidad públicamente relevante en el futuro. No sucedería por primera vez en la historia que Iglesias florecientes hubieran quedado marginadas, casi en situación residual. El caso de Asia Menor y del Norte de África serían reveladores.
Jesús ha prometido que su Iglesia será perenne hasta el final de los tiempos. Es cierto que esta promesa del Señor no incluye necesariamente el vigor de nuestra Iglesia ni su presencia sociológicamente sólida entre nosotros. Pero es también verdad que «el futuro de la Iglesia y del cristianismo depende primariamente de Dios y no del hombre. Dios puede, por tanto, confundir las mejores y más fundadas predicciones, como ha sucedido frecuentemente en la historia» (Van der Pol). Lo innegable es que en nuestra tierra el vigor evangélico y la influencia apostólica y humanizadora de la Iglesia se están debilitando sensiblemente.
Dos valores de importancia vital se están jugando en el presente de cara a un futuro ya próximo. Digámoslo en forma de pregunta: ¿será significativa la fe cristiana de mañana en la sociedad europea en la que estamos cada vez más plenamente inmersos? ¿Será creíble nuestra Iglesia como forma colectiva y visible de existencia de tal modo que pueda efectivamente ser mediación acreditada de la fe en Jesucristo? De la respuesta a estas dos preguntas dependerá que en el futuro próximo seamos "un resto" o un "residuo". Un resto en el sentido bíblico [42] es un brote de vida con promesa de futuro florecimiento. Un residuo es un pálido recuerdo de un pasado más vigoroso. Según teólogos valiosos el que pueda prosperar una u otra alternativa dependerá de que el Espíritu suscite, con nuestra colaboración, una nueva manera histórica de ser cristiano, que encarnando todos sus elementos esenciales, sintonice con ese hombre y mujer diferentes que ha generado nuestra cultura. «Lo que está desapareciendo no es el cristianismo, sino una forma histórica de ser cristianos» [43]. Asistir y participar en su alumbramiento será nuestra tarea y nuestra dicha.
3. "Derribados, pero no abatidos"
38. Las amenazas y riesgos del presente pueden ser entendidos, bien como desestabilizadores, bien como ocasión y punto de partida de una renovación. No existe un determinismo que conduzca a nuestras Iglesias a una situación residual. Nada justifica nuestra desesperanza. Ni antes estábamos tan bien ni ahora estamos tan mal. Los tiempos actuales no son menos favorables para el anuncio del Evangelio que los tiempos de nuestra historia pasada. Esta fase de nuestra historia, con todo lo crítico, inhóspito y poco permeable que lleva consigo, es para nosotros un tiempo de gracia y de conversión. Juan Pablo II nos ha dicho: «La historia presente no está cerrada en sí misma, sino abierta al Reino de Dios. No se justifican, por tanto, ni la desesperación, ni el pesimismo ni la pasividad» [44]. Nos resistimos con fundamento a pensar que tantos seres humanos puedan instalarse de forma permanente en la trivialidad. En algún momento pueden llegar a descubrir que los sucedáneos del consumo y la diversión que se les ofrecen como el contenido más valioso de su vida no tienen capacidad para colmar sus más profundos anhelos.
Determinados indicadores que hemos ido apuntando en los capítulos precedentes nos orientan en esa dirección. Bastantes otros permiten e insinúan una doble lectura.
• El descrédito de la institución eclesial nos preocupa, pero puede conducirnos a un amor a la Iglesia más purificado de adhesiones casi absolutas.
• La severa disminución de los sacerdotes es un gran mal, pero acelera por contrapartida la formación y promoción del laicado y "cura" a nuestra Iglesia del clericalismo.
• La apatía religiosa de los creyentes puede desanimar a muchos, pero puede motivar en otros creyentes una entrega más auténtica al Evangelio.
• La extensión de la increencia nos aflige, pero puede conducirnos a purificar la imagen que tenemos de Dios.
• Las dificultades de la evangelización nos frustran, pero pueden estimularnos a encontrar experiencias humanas significativas para nuestros interlocutores (p.ej., la experiencia del amor o de la solidaridad) y a afinar nuestra pedagogía para propiciar su encuentro con el Dios que está al fondo de dichas experiencias.
• La misma experiencia de despojo y de impotencia que sentimos en la Iglesia puede abatirnos, pero puede también llevarnos a poner nuestro apoyo existencial básico sólo en Él, a comprender mejor que sólo Dios salva y a respetar sus caminos misteriosos para acercarse a los humanos.
En suma, nuestra experiencia humana de desvalimiento puede y debe ser el espacio en el que, por el Espíritu, acontezca una experiencia de Dios.
En tiempos como los nuestros resuenan y confortan especialmente palabras como éstas del Apóstol: «Nos acosan por todas partes, pero no estamos abatidos; nos encontramos en apuros, pero no desesperados; somos perseguidos, pero no quedamos a merced del peligro; nos derriban, pero no llegan a rematarnos. Por todas partes vamos llevando en el cuerpo la muerte de Jesús… para que en ustedes en cambio, actúe la vida» [45]. O aquellas otras: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?… Dios que nos ama hará que salgamos victoriosos de todas estas pruebas. Y estoy seguro de que ni muerte, ni vida, ni ángeles ni otras fuerzas sobrehumanas, ni lo presente, ni lo futuro ni poder de cualquier clase, ni lo de arriba, ni lo de abajo ni cualquiera otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» [46].
4. La religión pervive
39. Hoy por hoy la Iglesia vive momentos de apretura. Pero -lo apuntábamos más atrás- la religión pervive y adquiere renovado vigor. Durante mucho tiempo los teóricos de la religión han dado por sentado que la secularización o emancipación de la economía, el saber, la política, la vida social de la tutela y el control de la Iglesia iba a traer irremisiblemente la desaparición de las religiones como fenómeno de relieve social. Nunca examinaron con rigor su propia convicción. La experiencia ha venido a desmentirla. Los expertos afirman sólidamente que la religión va a pervivir en el mundo secularizado en varias formas diferentes. Las antiguas tradiciones religiosas, entre ellas el cristianismo, seguirán convocando grandes multitudes de fieles. Todo un mundo de "nuevos movimientos religiosos" está mostrando una vitalidad increíble, aunque surcada por muchas ambigüedades y adulteraciones. Están alimentadas al mismo tiempo por una innegable necesidad religiosa (un vacío de Dios) y por otras motivaciones como la inseguridad provocada por los cambios sociales, la voluntad de huir del anonimato y de la masificación, el temor de mucha gente a perder su identidad personal, la resistencia ante el individualismo.
Los especialistas añaden que, en vez de la anunciada desaparición social de las religiones, se está operando en el ámbito de la cultura moderna una transformación profunda, una verdadera mutación religiosa. Estaríamos en una fase de tránsito de la secularización a las "religiones de lo sagrado". Pero lo sagrado venerado por estas "religiones" no es el Dios trascendente, anterior y superior al hombre que irrumpe en él y le conduce a un reconocimiento admirativo y fascinado y a un cambio de "centro de gravedad" en su vida. Lo sagrado es simplemente ese fondo interior de la persona que está más adentro que las ocupaciones profesionales, las preocupaciones económicas, los cuidados de la salud, la actividad exterior, lo medible y lo palpable. Es ese espacio interior en el que el hombre o la mujer toma conciencia de su yo, de su dignidad y gusto por la belleza y la contemplación. Es esa zona intocable, inviolable, íntimamente íntima. Esa intimidad es sagrada. Buscarla y cultivarla es practicar "la religión de lo sagrado". La revista Esprit (1997) la llama "religión sin Dios".
Podemos preguntarnos si hay religión donde no hay Otro al que dirigirse, adorar, entregarse. Podemos por tanto considerar que este desplazamiento de lo sagrado desde Dios hasta la intimidad humana es una descomposición de la religión, e incluso una idolatría. Los expertos son más comedidos. En la experiencia religiosa Dios es al mismo tiempo trascendente e inmanente. En otras palabras: es Alguien distinto de mí a quien me entrego y es al mismo tiempo «más íntimo que mi propia intimidad» (san Agustín). Los grandes místicos han vivido simultáneamente estas dos dimensiones. En una cultura alérgica a la imagen de un Dios que irrumpe desde fuera y recorta la autonomía del hombre, la repulsa a vivir atrapado por las urgencias del diario quehacer y la aceptación del propio misterio interior podría suponer un paso hacia la religión. Tal vez profundizando en esa dirección podrían acceder a abrirse al Dios Trascendente.
5. El Espíritu actúa en el mundo y guía a la Iglesia
40. La deriva de nuestra sociedad hacia la desafección religiosa y la creciente debilidad de nuestra fe puede y suele despertar en nosotros un movimiento espontáneo de responsabilidad desmedida y, por ello mismo, nerviosa. Llevados por este movimiento podemos dedicarnos a multiplicar un tanto frenéticamente nuestros planes y tareas. La hiper-responsabilidad conduce a la hiperactividad y a la impaciencia. Debajo de esta reacción subyace un déficit de nuestra fe. Parecemos olvidar que el Protagonista de la salvación y el Guía de la Iglesia es el Espíritu Santo que, con la discreción propia de Dios, está activamente presente entre los hilos de la historia y los entresijos de la Iglesia y contempla al mundo y a la comunidad cristiana con una mirada mucho más larga y más serena que la nuestra.
Es verdad que la historia humana está escrita por dos libertades: la de Dios y la de los hombres. Es cierto que el mundo y la misma Iglesia están trabajados por fuerzas capaces de hacerle perder verdadera humanidad y sensibilidad religiosa. Pero es igualmente cierto que, por la Muerte y Resurrección del Señor la suerte de la historia está echada [47]. Dios Padre no ha desistido de su voluntad salvadora universal y eficaz. Por caminos que no conocemos ni serían probablemente los que nosotros elegiríamos si estuvieran sólo en nuestras manos, Él continúa actualizando su salvación. Es necesario que esta convicción de nuestra fe se convierta en persuasión profunda, sentida, capaz de pacificar nuestras alarmas excesivas y de devolvernos la alegría de ser lo que somos.
El Espíritu Santo conduce a su Iglesia, espacio y camino para la salvación. Él nos precede. "No somos conquistadores ni salvadores, sino sus colaboradores". Él cumple en la Iglesia su triple misión: universalizar, actualizar, interiorizar. Universaliza a la Iglesia, liberándola de visiones estrechas que la confinen en sí misma, la preocupen en exceso por su propia conservación y la hagan insensible a las necesidades y expectativas del mundo. Actualiza en la Iglesia la perpetua novedad de Jesucristo.
«Sin el Espíritu Santo, Cristo pertenece al pasado;
la Escritura es letra muerta;
la Iglesia, simple organización;
la autoridad, pura dominación;
la acción evangelizadora, pura propaganda;
la liturgia, mera evocación mágica
y la moral evangélica, una ética para esclavos.
Pero en el Espíritu,
Cristo Resucitado está vivo y operante,
el Evangelio es fuerza que da vida,
la Iglesia significa la comunión trinitaria,
la autoridad es un servicio liberador,
la misión un Pentecostés continuado,
la liturgia es memorial y anticipación de la salvación»
(I. Hazim).
El Espíritu, en fin, interioriza: hace que la persona de Jesucristo, el mensaje de la fe y los valores evangélicos (la pobreza, la oración, la caridad) se nos hagan familiares y connaturales.
Reconocer al Espíritu, descubrir los signos de su presencia y colaborar con Él con docilidad, fidelidad y humildad es mucho más saludable que agobiarnos y responsabilizarnos en exceso.
6. Tiempo de conversión
41. Analizar a la luz de la fe la situación en nuestras Iglesias y las posiciones de nuestra sociedad ante la religión está reclamando de la comunidad cristiana una actitud básica: la conversión. Renovación y conversión son dos expresiones que se remiten mutuamente. Como a las Iglesias del Apocalipsis [48], el Espíritu nos llama enérgicamente a la conversión. También nuestras comunidades y sus responsables somos invitados a preguntarnos si «hemos dejado enfriar el amor del comienzo» [49] o nos merecemos la interpelación de Jesucristo, el Testigo fiel y veraz: «Eres sólo tibio: ni caliente ni frío» [50]. ¿Nos sentimos retratados en estas enérgicas expresiones?
Pasar de la mediocridad al fervor y hasta a un cierto entusiasmo es para muchos de nosotros una asignatura pendiente. Ante todo y sobre todo, hemos de convertirnos no a la sociedad, a los tiempos modernos, a la verdad, a la justicia, al bien. Ni siquiera a los pobres. Hemos de convertirnos a Dios. No hay verdadera conversión cristiana sin un encuentro personal y comunitario con Dios, cuyo rostro resplandece en su plenitud en Jesucristo. La conversión no es una simple reforma de costumbres y actitudes. Es un «volverse a Dios» [51]. Ésta es la relación fundamental que ha de restañarse en nosotros. Si ella se regenera y se refuerza, todas las demás se consolidarán. «El que sube a este Dios, baja a este mundo».
La atmósfera de nuestro tiempo frena en nosotros el movimiento de la conversión. «La gran tentación del futuro que viene -decía Teilhard de Chardin- consistirá en encontrar el mundo de la ciencia, de la técnica y del arte más vivo, más atractivo y más fascinante que el Dios de la Escritura». A esta conversión nos está llamando incesantemente el Espíritu en la coyuntura presente anticipándose al movimiento de nuestro corazón. Porque es el mismo Dios quien nos convierte. Pablo nos lo recuerda con precisión: «déjense reconciliar con Dios» [52]. Pascal pone en boca de Jesucristo unas palabras significativas dirigidas a cada uno de nosotros: «Tú no me buscarías si yo no te hubiera encontrado primero». La misericordia de Dios Padre precede y acompaña siempre el proceso de nuestra conversión.
Vueltos al Dios de Jesucristo, nos volveremos a la comunidad cristiana y la asumiremos tal cual es, para contribuir a que sea tal como Dios la quiere. Nos volveremos a la sociedad para amarla como la ama el Señor, reconocer sus valores y ofrecerle también el humilde y sincero servicio de nuestra colaboración y nuestra crítica. Nos volveremos especialmente a los pobres. La solidaridad con ellos es hoy una de las formas de decir "Dios".
Deseamos ardientemente que la celebración de la Penitencia, sacramento de la conversión, tenga en la Cuaresma que iniciamos, un especial relieve y profundidad y una esmerada preparación. La confesión íntegra de nuestros pecados y la absolución individual preceptuadas por la Iglesia asegurarán y reforzarán la sinceridad de nuestra conversión.
NOTAS[39] Gaudium et spes, 4. [40] J. KEZEL, "Annoncer l'Evangile aujourd'hui", en Nouvelle Revue Théologique, 126 (2004), pp. 3-15. Extractado en Selecciones de Teología (2004), pp. 288 ss. [41] Cf. Col 1,24. [42] Zac 13,8-55. [43] J.M. TILLARD, "Nosaltres som els darrers cristians?", en Qüestions de Vida Cristiana 190 (1998). [44] Sollicitudo rei socialis, 47. [45] 2 Cor 4,8-12. [46] Rom 8,35-39. [47] Jn 12,31s. [48] Cf. Ap 2 y 3. [49] Ap 2,4. [50] Ap 3,16. [51] Lam 3,40. [52] 2 Cor 5,20. |