Parte IV
LAS CLAVES DE UNA VERDADERA RENOVACIÓN
50. Nuestras comunidades necesitan mucho más que unos ajustes o retoques periféricos. El Señor nos está llamando a una renovación profunda. «Si alguien vive en Cristo es una nueva criatura; lo viejo ha pasado y ha aparecido algo nuevo» [64]. Desde ahora nos toca preparar «unos cielos nuevos y una nueva tierra en la que habite la justicia» [65].
Una renovación de esta envergadura está reclamando no una reducción, sino una concentración del cristianismo. Hemos de consagrar nuestro esfuerzo en lo esencial, en lo "fundamental cristiano". Hemos de ir al núcleo, al corazón de nuestra fe.
En este núcleo encontraremos las claves que orienten la renovación eclesial:
• una fe ungida por la experiencia,
• una fe trabajada por el seguimiento o discipulado,
• una fe vivida en comunidad,
• una fe urgida a la evangelización.
Tales claves no son únicamente dictadas por la situación presente. Pertenecen al meollo mismo de la vida y misión de la Iglesia. Pero los tiempos y circunstancias actuales nos urgen a marcar en cada una de ellas acentos especiales.
1. Una fe ungida por la experiencia
51. La fe heredada es un tesoro que nunca podemos agradecer suficientemente. Hoy esta fe necesita con mayor apremio ser interiorizada, personalizada, pasada por el corazón, impregnada por la experiencia creyente. Los creyentes hemos de ser más testigos que repetidores. Nosotros mismos necesitamos ser más pastores que gestores. No queremos suplir con la organización y el esfuerzo lo que sólo puede nacer de la sintonía vital con el Espíritu y de la adhesión sincera a la Iglesia.
1.1. Necesaria
Tal necesidad nace de la entraña misma del cristianismo que, antes de ser un conjunto de creencias, un determinado comportamiento moral, un culto comunitario, es fe viva, es decir, tocada por la experiencia. Nace asimismo de la vocación evangelizadora de la Iglesia. «A la crisis de Dios sólo responderemos con la pasión por Dios» (Metz). Sobre el vacío de la experiencia de Dios sólo se edifican estructuras vacías. Sin ella no hay auténticos cristianos. Y sin cristianos no hay enviados.
La necesidad de la experiencia de fe se acentúa en esta época en la que tantos creyentes están viviéndola no sólo con escasos apoyos eclesiales, sino en un clima social desfavorable. Las ciencias humanas certifican que la imagen peyorativa que la sociedad se forja sobre un grupo repercute, como una lluvia ácida, sobre la "moral colectiva" de éste. Si las convicciones no están "confirmadas" por la experiencia acaban rebajándose la estima por ella y el aprecio por el grupo que las profesa. En cambio cuando la experiencia es consistente el hombre «mantiene como inestimable tesoro algo que se ha convertido para él en fuente de vida, de sentido y de belleza y que otorga nuevo brillo al mundo y a la humanidad» [66].
1.2. ¿Qué experiencia?
52. Hemos dedicado nuestra Carta Pastoral colectiva de 2002 a esclarecer la entraña de la experiencia de la fe. Hoy subrayamos, ante quienes la minimizan como sentimiento periférico de personas inestables propensas a la sugestión, que la experiencia de la fe no es asunto de sentimientos, sino del corazón. Precisamente por esto implica no sólo el asentimiento de nuestra mente sino que compromete los afectos, los valores, la voluntad.
Muchos creyentes tienen un concepto "extraordinario" de la experiencia de la fe. No se trata en la inmensa mayoría de los mortales de fenómenos místicos de alta intensidad. Consiste en una afinidad connatural con el mundo de la fe, que sabe descubrir en la hondura de los acontecimientos cotidianos de nuestra existencia, leídos a la luz de la Escritura, la presencia discreta de Dios.
La experiencia de la fe es, pues, experiencia de Dios. Él se manifiesta, siempre en penumbra, en el corazón de nuestras experiencias humanas: en la vida familiar y laboral, en los acontecimientos alentadores y preocupantes, en la enfermedad y en la curación, en el estudio y la reflexión, en los gestos de solidaridad, en la celebración de nuestra fe. Es preciso afinar la vista y el oído de la fe para descubrir su presencia. La fidelidad a Dios y la apertura humilde de nuestro corazón a Él aquilatan esta experiencia.
1.3. Iniciar y reiniciar
53. ¿No es el déficit de experiencia de la fe una debilidad casi endémica de nuestras comunidades? Para reavivarla se vuelve urgente reforzar y actualizar una praxis eclesial que durante muchos siglos ha forjado generaciones y generaciones de creyentes: la iniciación cristiana. No sólo la necesitan los alejados que buscan o los practicantes ocasionales. También muchos practicantes habituales habríamos de someternos a una reiniciación a la fe y a la vida cristiana. Ciertas convicciones y actitudes muy básicas que damos por supuestas no están tan asentadas como parece. El edificio acabará cuarteándose si no le inyectamos cargas importantes en los mismos cimientos.
Una verdadera iniciación es algo mucho más rico que un simple adoctrinamiento mental. Iniciar es despertar a la experiencia de la fe y desde ella enriquecer sus contenidos, orientar la vida moral, familiarizar con la Palabra de Dios y con los grandes símbolos de la liturgia, cultivar el sentido comunitario, abrir la sensibilidad para servir a la sociedad.
No serán probablemente demasiados los que se decidan a someterse a un proceso semejante. Nos resulta extraño y doloroso que así sea cuando tantos y tantas se apuntan hoy a largas y exigentes sesiones de gimnasio, de adelgazamiento, de cursillos o actividades de aprendizaje diversos. No desistamos. Llegaremos hasta donde podamos. Debe preocuparnos más la calidad del proceso que el número de participantes.
1.4. Aprender a orar
54. Dentro del itinerario de la iniciación, aprender a orar es decisivo para la experiencia y práctica de la fe. La oración hace que Dios sea para nosotros "real", no un ser intermedio entre la realidad y la imaginación. Es lugar privilegiado para discernir acerca de nuestra vida a la luz de la fe y descubrir muchas veces entre sombras, lo que Dios pide de nosotros. Sin orar asiduamente el cristiano languidece y el apóstol desiste. Los sacerdotes hemos invitado reiteradamente a orar. No hemos puesto el mismo acento para enseñar a orar. El Espíritu Santo está suscitando hoy en nuestras Iglesias esta demanda. Queremos escucharla y secundarla.
2. Una fe trabajada por el seguimiento
55. En los tiempos que corren «sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial» [67]. Lamentablemente la llamada de Jesús al seguimiento discipular ha sido entendida durante siglos como exclusiva para personas consagradas. Hoy están disipadas las reticencias de algunos exegetas que estimaban que Jesús habría reducido dicha llamada al núcleo íntimo y estable de sus seguidores inmediatos. Las afirmaciones de la teología son inequívocas: la llamada al seguimiento es universal. El Concilio Vaticano II confirmó plenamente esta afirmación. «Todos los cristianos de cualquier estado o condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección en el amor. Esta santidad favorece también en la sociedad terrena un estilo de vida más humana. Alcanzarán dicha perfección siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre» [68]. Así como "Jesús es el Señor" [69]es la fórmula breve de la fe pascual, "seguir a Jesús" es la fórmula breve del comportamiento cristiano. Consiste en asumir como propias las opciones, los valores, las actitudes y los comportamientos de Jesús y actualizarlos en nuestra concreta situación de vida.
Seguir a Jesús es haber sido seducido por Él. Es depositar en Él una ilimitada confianza. Es sentirse envuelto en un amor incondicional hacia el Señor. Es identificarse con su escala de valores. Es decidirse a compartir su misión. Es adherirse a la comunidad de seguidores. Las capas afectiva, valorativa y decisoria de nuestra persona quedan centradas en la persona de Jesús, en el proyecto de Jesús y en la comunidad de Jesús.
Lejos de sentirse atrapado por Jesús, el seguidor vive una inexplicable experiencia de libertad y una inefable alegría. Jesús no promete a sus seguidores éxitos ni logros espectaculares. Sólo les promete libertad y alegría. Una libertad que no es indolora pues supone saber posponer, cuando es necesario, los bienes, las relaciones, los proyectos, las ambiciones, las pasiones, las aspiraciones, la propia familia. Tal desprendimiento produce sufrimiento pero no arrebata la alegría, una alegría incomparable con ninguna otra. Dicen que la alegría es un bien escaso. La alegría no es un bien escaso para los que siguen a Jesús. Quienes son escasos son los seguidores.
56. El seguimiento no es sólo un requerimiento del Señor. Es también una condición para ofrecer el Evangelio de manera creíble. La fuerza interpeladora de una comunidad cristiana que en su mayoría siguiera sinceramente a Jesús sería incalculable. La multiplicación de comunidades más reducidas, pero radicalmente evangélicas, dentro de la gran comunidad, daría otro color a ésta y suscitaría sorpresa, admiración y atractivo en bastantes alejados. La presencia capilar de una muchedumbre de cristianos verdaderamente seguidores sembrados en todos los entresijos de la sociedad haría pensar a muchos. Nuestra Iglesia se juega mucho en la calidad y cantidad de los seguidores.
El seguimiento de Jesucristo postulado en los Evangelios es tan radical que puede parecer utópico e irreal para nuestro tiempo. Indudablemente las condiciones de vida de Occidente no son clima propicio para practicarlo. Ésta es la razón principal que explica lo que algunos sociólogos han llamado "cristianismo light" como forma generalizada y corriente de la vida cristiana: un híbrido entre la adhesión a Jesucristo y otras lealtades incompatibles con ella. La biología nos enseña que los híbridos son infecundos. Tendríamos que preguntarnos si la Iglesia ha perdido fuerza interpeladora por exigir demasiado o demasiado poco. Tal vez tengamos muchos la inclinación a exigir demasiado en algunos aspectos y demasiado poco en otros.
El seguimiento es exigente, pero supone la fragilidad y es compatible con ella. Jesús dice: «para los hombres es imposible, pero para Dios nada hay imposible» [70]. Incluso admite que asumamos gradualmente sus requerimientos. Pero no es compatible con las "rebajas", la incoherencia crónica, la ambigüedad, y la doble vida.
NOTAS[64] 2 Cor 5,17. [65] 2 Pe 3,13. [66] C.G. JUNG, Psicología y Religión, Ed. Paidos (Barcelona 1987), p. 167. [67] Novo millennio ineunte, 31. [68] Lumen gentium, 40. [69] Hch 2,36. [70] Mt 19,26. |