«La primera tarea será siempre la de
hacerse dóciles
al obrar gratuito
del Espíritu
del Resucitado, que acompaña a cuantos son portadores
del Evangelio
y abre el corazón de quienes escuchan»









«Para proclamar
de modo fecundo
la Palabra
del Evangelio,
se requiere
ante todo
que se haga
una profunda experiencia de Dios»


«La misión evangelizadora, continuación de
la obra querida
por el Señor Jesús, es para la Iglesia necesaria e insustituible,
y expresión de su misma naturaleza»

Ubicumque et semper (Siempre y en todas partes)

La Iglesia tiene el deber de anunciar siempre y en todas partes el Evangelio de Jesucristo. Él, el primer y supremo evangelizador, en el día de su ascensión al Padre mandó a los Apóstoles: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado» (Mt 28,19-20). Fiel a este mandato, la Iglesia, pueblo que Dios se adquirió para que proclame sus admirables obras (cf. 1 Pe 2,9), desde el día de Pentecostés, en que recibió el don del Espíritu Santo (cf. Hch 2,14), nunca se ha cansado de dar a conocer al mundo entero la belleza del Evangelio, anunciando a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, el mismo «ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8), que con su muerte y resurrección realizó la salvación, llevando a cumplimiento la antigua promesa. Por eso, la misión evangelizadora, continuación de la obra querida por el Señor Jesús, es para la Iglesia necesaria e insustituible, y expresión de su misma naturaleza.

Esta misión ha asumido en la historia formas y modalidades siempre nuevas según los lugares, las situaciones y los momentos históricos. En nuestro tiempo, uno de sus rasgos singulares ha sido el enfrentarse con el fenómeno del alejamiento de la fe, manifestado progresivamente en sociedades y culturas que desde hacía siglos parecían impregnadas del Evangelio. Las transformaciones sociales a las cuales hemos asistido en las últimas décadas tienen causas complejas, que hunden sus raíces en tiempos lejanos y que han modificado profundamente la percepción de nuestro mundo. Piénsese en los gigantescos progresos de la ciencia y de la técnica, en la ampliación de las posibilidades de vida y de los espacios de libertad individual, en los profundos cambios en el campo económico, en el proceso de mezcla de etnias y culturas causado por fenómenos migratorios masivos, en la creciente interdependencia entre los pueblos. Todo ello no ha sucedido sin consecuencias también para la dimensión religiosa de la vida humana. Y si por un lado la humanidad ha conocido los innegables beneficios de estas transformaciones y la Iglesia ha recibido ulteriores estímulos para dar razón de la esperanza que lleva (cf. 1 Pe 3,15), por otro lado se ha verificado una preocupante pérdida del sentido de lo sagrado, llegando incluso a poner en cuestión aquellos fundamentos que parecían indiscutibles, como la fe en un Dios creador y providente, la revelación de Jesucristo único Salvador, y la común comprensión de las experiencias humanas fundamentales como el nacer, el morir, el vivir en una familia, la referencia a una ley moral natural.

Aunque todo esto fue saludado por algunos como una liberación, bien pronto se ha notado el desierto interior que nace allí donde el hombre, queriendo ser el único artífice de su propia naturaleza y su propio destino, se encuentra privado de lo que constituye el fundamento de todas las cosas.

Ya el Concilio Ecuménico Vaticano II asumió entre las temáticas centrales la cuestión de la relación entre la Iglesia y este mundo contemporáneo. Tras las huellas de la enseñanza conciliar, mis predecesores han reflexionado ulteriormente sobre la necesidad de encontrar formas adecuadas para permitir a nuestros contemporáneos el escuchar aún la Palabra viva y eterna del Señor.

Con visión de futuro, el siervo de Dios Pablo VI observaba que el compromiso de la evangelización «se está volviendo cada vez más necesario, a causa de las situaciones de descristianización frecuentes en nuestros días, para gran número de personas que recibieron el bautismo, pero viven al margen de toda vida cristiana; para la gente sencilla que tiene una cierta fe pero conoce poco sus fundamentos; para los intelectuales que sienten la necesidad de conocer a Jesucristo bajo una luz distinta de la enseñanza recibida en su infancia, y para muchos otros» (Evangelii Nuntiandi, 52). Y, con el pensamiento dirigido a los alejados de la fe, añadía que la acción evangelizadora de la Iglesia «debe buscar constantemente los medios y el lenguaje adecuados para proponerles la revelación de Dios y la fe en Jesucristo» (Ibid., 56). El venerable siervo de Dios Juan Pablo II hizo de esta comprometida tarea uno de los puntos cardinales de su vasto Magisterio, sintetizando en el concepto de "nueva evangelización", que profundizara sistemáticamente en numerosas intervenciones, la tarea que espera hoy a la Iglesia, en particular en las regiones de antigua cristianización.

Una tarea que, si bien se refiere directamente a su forma de relacionarse hacia el exterior, presupone sin embargo ante todo una constante renovación interior, un continuo pasar, por así decirlo, de evangelizada a evangelizadora. Baste recordar lo que se afirmaba en la exhortación postsinodal Christifideles Laici: «Países y naciones enteros, en los que en un tiempo la religión y la vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operante, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son radicalmente transformados por la continua difusión del indiferentismo, secularismo y ateísmo. Se trata, en concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el que el bienestar económico y el consumismo —si bien entremezclado con espantosas situaciones de pobreza y miseria— inspiran y sostienen una existencia vivida "como si no hubiera Dios". Ahora bien, el indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para resolver los problemas, incluso graves, de la vida, no son menos preocupantes y desoladores que el ateísmo declarado. Y también la fe cristiana —aunque sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y ceremoniales— tiende a ser arrancada de cuajo de los momentos más significativos de la existencia humana, como son los momentos del nacer, del sufrir y del morir. […] En cambio, en otras regiones o naciones todavía se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana; pero este patrimonio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado bajo el impacto de múltiples procesos, entre los que se destacan la secularización y la difusión de las sectas. Sólo una nueva evangelización puede asegurar el crecimiento de una fe límpida y profunda, capaz de hacer de estas tradiciones una fuerza de auténtica libertad. Ciertamente urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana. Pero la condición es que se rehaga el tejido cristiano de las mismas comunidades eclesiales que viven en estos países y naciones» (n. 34).

Por lo tanto, haciéndome cargo de la preocupación de mis venerados predecesores, considero oportuno ofrecer respuestas adecuadas para que la Iglesia entera, dejándose regenerar por la fuerza del Espíritu Santo, se presente al mundo contemporáneo con un empuje misionero capaz de promover una nueva evangelización. Ésta hace referencia sobre todo a las Iglesias de antigua fundación, que sin embargo viven realidades muy diferenciadas, a las que corresponden necesidades diversas, que esperan impulsos de evangelización distintos: en algunos territorios, de hecho, a pesar del progreso del fenómeno de la secularización, la práctica cristiana todavía manifiesta una buena vitalidad y un profundo arraigo en el alma de poblaciones enteras; en otras regiones, en cambio, se nota una más clara toma de distancia de la sociedad en su conjunto hacia la fe, con un tejido eclesial más débil, aunque no privado de elementos de vivacidad, que el Espíritu no deja de suscitar; conocemos también, por desgracia, zonas que aparecen completamente descristianizadas, en las que la luz de la fe está confiada al testimonio de pequeñas comunidades: estas tierras, que necesitan un renovado primer anuncio del Evangelio, parecen ser particularmente refractarias a muchos aspectos del mensaje cristiano.

La diversidad de situaciones exige un atento discernimiento; hablar de "nueva evangelización" no significa, de hecho, que se deba elaborar una única fórmula igual para todas las circunstancias. Y sin embargo, no es difícil darse cuenta de que todas las Iglesias que viven en territorios tradicionalmente cristianos tienen necesidad de un renovado empuje misionero, expresión de una nueva y generosa apertura al don de la gracia. De hecho, no podemos olvidar que la primera tarea será siempre la de hacerse dóciles al obrar gratuito del Espíritu del Resucitado, que acompaña a cuantos son portadores del Evangelio y abre el corazón de quienes escuchan. Para proclamar de modo fecundo la Palabra del Evangelio, se requiere ante todo que se haga una profunda experiencia de Dios.

Como he afirmado en mi primera Encíclica Deus caritas est: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (n. 1). De forma similar, en la raíz de toda evangelización no hay un proyecto humano de expansión, sino el deseo de compartir el don inestimable que Dios ha querido hacernos, participándonos de su misma vida.

Por lo tanto, a la luz de estas reflexiones, tras haber examinado todo con cuidado y haber pedido el parecer de personas expertas, establezco y decreto cuanto sigue:

Art. 1

§ 1. Se constituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, como Dicasterio de la Curia Romana, en el sentido de la constitución apostólica Pastor Bonus.

§ 2. El Consejo persigue su propia finalidad ya sea estimulando la reflexión sobre temas de la nueva evangelización, como individualizando y promoviendo las formas y los instrumentos adecuados para realizarla.

Art. 2

La acción del Consejo, que se desarrolla en colaboración con los demás Dicasterios y Organismos de la Curia Romana, en el respeto de sus relativas competencias, está al servicio de las Iglesias particulares, especialmente en aquellos territorios de tradición cristiana donde se manifiesta el fenómeno de la secularización con mayor evidencia.

Art. 3

Entre las tareas específicas del Consejo se señalan:

1) Profundizar el significado teológico y pastoral de la nueva evangelización;

2) Promover y favorecer, en estrecha colaboración con las Conferencias Episcopales interesadas, que podrán tener un organismo ad hoc, el estudio, la difusión y la realización del Magisterio pontificio relativo a las temáticas conexas con la nueva evangelización;

3) Hacer conocer y sostener las iniciativas ligadas a la nueva evangelización ya en acto en las diversas Iglesias particulares, y promover nuevamente su realización, implicando activamente también los recursos presentes en los Institutos de Vida Consagrada y en las Sociedades de Vida Apostólica, como también en las asociaciones de fieles y en las nuevas comunidades;

4) Estudiar y favorecer la utilización de las modernas formas de comunicación, como instrumentos para la nueva evangelización;

5) Promover el uso del Catecismo de la Iglesia Católica, como formulación esencial y completa del contenido de la fe para los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Art.4

§ 1. El Consejo está dirigido por un Arzobispo presidente, coadyuvado por un Secretario, un Subsecretario y un adecuado número de oficiales, según las normas establecidas en la constitución apostólica Pastor Bonus y en el Reglamento General de la Curia Romana.

§ 2. El Consejo tendrá miembros propios y puede disponer de consultores propios.

Todo lo que ha sido deliberado con el presente Motu proprio, ordeno que tenga valor pleno y estable, a pesar de cualquier cosa contraria, aunque sea digna de mención particular, y establezco que sea promulgado mediante la publicación en el diario L'Osservatore Romano y que entre en vigor el día de la promulgación.

Dado en Castel Gandolfo, el día 21 de septiembre de 2010,
fiesta de san Mateo, Apóstol y Evangelista, año sexto de mi Pontificado.


Este documento se ofrece instar manuscripti para su divulgación. Es una copia de trabajo para uso interno de El Movimiento de la Palabra de Dios, y ha sido depurada dentro de lo posible de errores de tipeo o traducción. Para facilitar su lectura las citas bíblicas se tomaron de El Libro del Pueblo de Dios.