Jean Delibes, un niño de 9 años afectado por una meningitis cerebroespinal purulenta, es hospitalizado por su médico aquel jueves 28 de mayo de 1936, temiendo un desenlace fatal. El viernes por la tarde, el estado del enfermo había empeorado aún más. Tras esa visita, sin que nadie lo sepa, el doctor Pradel ora al P. José María Cassant (1878-1903) para que pida la curación del pequeño Jean. Imprevistamente, el sábado por la mañana, Jean siente desaparecer la rigidez de la nuca y de los miembros y se le va el dolor de cabeza. Los doctores no pueden hacer otra cosa más que constatar el hecho: «El niño está en un estado excelente, los signos meníngeos han desaparecido y la fiebre ha bajado de golpe» (declaración del doctor Calvet). En cuanto al doctor Pradel, al regresar el sábado por la tarde para revisar a su pequeño paciente, se queda completamente asombrado al comprobar una mejoría tan rápida y completa. Dice más tarde a la madre del niño: «Aquí hay una fuerza superior a la medicina». Jean vive aún y tiene buena salud. José María Cassant es el segundo hijo de una familia de agricultores de Casseneuil, en el Lot-et-Garonne (diócesis de Agen, Francia), donde nace el 6 de marzo de 1878. Estudia en el internado de los hermanos de San Juan Bautista de la Salle de Casseneuil. Sorprende a los hermanos por la espiritualidad despierta, el gusto por la oración, la atracción por la liturgia, y el amor por la Eucaristía. Poco a poco, crece en él el deseo profundo de ser sacerdote, así que su párroco lo ayuda en sus estudios, pero la falta de memoria del joven —un problema que ha experimentado ya en el internado— se convierte en un obstáculo para su ingreso en el seminario menor. Mientras tanto, el adolescente va introduciéndose en el silencio, el recogimiento y la oración. El párroco sugiere a José María que se dirija a la Trapa, y él acepta sin dudarlo. A los 16 años entra en la abadía cisterciense de Santa María del Desierto (diócesis de Toulouse) el 5 de diciembre de 1894. El maestro de novicios, el padre André Mallet, sabe captar las necesidades interiores y responder a ellas con humanidad. «¡Confía! Yo te ayudaré a amar a Jesús», le dice al recién llegado. Contemplando frecuentemente a Jesús en su pasión y en la cruz, el joven monje se impregna del amor a Cristo. El «camino del Corazón de Jesús», que le enseña el P. Mallet, es una llamada incesante a vivir el instante presente con paciencia, esperanza y amor. Consciente de sus carencias, el hermano José María se entrega cada vez más a Jesús, que es su fuerza. Quiere entregarse totalmente a Cristo. «Todo por Jesús, todo por María» es su lema. Es admitido a pronunciar sus votos definitivos el 24 de mayo del 1900, en la fiesta de la Ascensión. Entonces comienza su preparación al sacerdocio, algo que el futuro beato desea sobre todo en función de la Eucaristía: la realidad presente y viviente de Jesús, el Salvador entregado totalmente a los hombres, cuyo corazón traspasado en la cruz acoge con ternura a los que acuden a Él con confianza. En todas las contradicciones el hermano José María se apoya en Cristo presente en la Eucaristía, «la única felicidad en la tierra», y confía su sufrimiento al padre Mallet, quien lo reconforta. Tras aprobar los exámenes correspondientes, el joven monje recibe la ordenación sacerdotal el 12 de octubre de 1902. Enseguida se le diagnostica tuberculosis en estado avanzado. A pesar de pasar siete semanas con su familia, a petición del abad, sus fuerzas caen cada vez más. A su regreso al monasterio, es enviado a la enfermería, donde tiene una nueva ocasión de ofrecer por Cristo y la Iglesia sus sufrimientos físicos —cada vez más intolerables—, agravados por las negligencias de su enfermero. |
Más que nunca, el P. Mallet lo escucha, aconseja y sostiene. El padre José María le dice: «Cuando no pueda celebrar más la Misa, Jesús podrá retirarme de este mundo». El 17 de junio de 1903, después de comulgar, fallece; tiene 25 años.
El mensaje del padre José María es muy actual: en un mundo de desconfianza, a menudo víctima de la desesperación, pero sediento de amor y de ternura, su vida puede ser una respuesta, sobre todo para los jóvenes que buscan un sentido a la propia vida. Y es que José María fue un adolescente sin relieve ni valor a los ojos de los hombres, pero debe el acierto de su vida al encuentro impresionante con Jesús. Supo seguirle en una comunidad de hermanos, con el apoyo de un padre espiritual que fue al mismo tiempo testimonio de Cristo y capaz de acoger y comprender. José María es para los pequeños y humildes un magnífico modelo. Les enseña cómo vivir, día tras día, para Cristo, con amor, energía y fidelidad, aceptando ser ayudados por un hermano o una hermana experimentados, capaces de conducirlos tras las huellas de Jesús. Un enamorado de Jesús, un joven monje que se dejó guiar, alguien que sabía buscar la paz, un sacerdote de Cristo que se inmoló en el altar: así lo describe el abad de Santa María del Desierto. Demuestra hoy la importancia de contar con una comunidad de vida y de dejarse orientar para enfrentar las dificultades. Según el testimonio de su maestro de novicios, la trama de esta vida se parece a la trama de muchas vidas. Nada de extraordinario, excepto el modo extraordinario en que hacía las cosas ordinarias; nada grande, excepto la grandeza con la que hacía las cosas pequeñas, en el ardor de su amor por Cristo. Como cuenta el abad P. Jean-Marie Couvreur, José María responde a las fuertes expectativas de los jóvenes y de los menos jóvenes de hoy. Humanamente tenía pocos recursos. No tenía nada de joven agraciado, fuerte, brillante, capaz de gustar y de atraer. Su «gracia» fue la de confiar y acoger la mano extendida y el corazón amante de guías seguras, primero de su párroco en Casseneuil, y después sobre todo del padre André Mallet. Sin este sacerdote, sin la orientación espiritual de la abadía, frente a sus limitaciones personales para afrontar la vida humana y la de un monasterio cisterciense, ciertamente se habría desalentado. Más que nunca, los jóvenes tienen necesidad de los adultos, de personas espirituales que les ayuden a aceptarse y a afrontar la vida, cualquiera que sea, sin desanimarse. Además, el hermano José María se benefició de una comunidad de vida. En un mundo profundamente marcado por el individualismo, los jóvenes necesitan encontrar un grupo, una comunidad que les dé el valor de afrontar el día a día, en el gozo de una vida compartida. ¡Que hoy podamos construir esas comunidades y ser esas ayudas espirituales que los hombres y mujeres necesitan! |
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