Sor Lúcia, vidente de Fátima

"En todos los monasterios, habrá un libro en el cual se escribirán los nombres y el perfil biográfico de las religiosas difuntas de la casa". "Al morir una religiosa, se comunicará la noticia al Prepósito General, al propio Ordinario y a los Monasterios con los cuales se está relacionado" (Const. Nº 101).

Y para cumplir este punto de las Constituciones escribo una breve nota biográfica de la Hermana María Lúcia de Jesús y del Corazón Inmaculado, cuyo nombre de bautismo era Lúcia Rosa Santos. Habrá quien, con talento para ello, se propondrá en el futuro escribir su biografía, con el esmero que se merece. Registraré, apenas, la memoria que de ella guardamos, de los años vividos bajo una misma Regla y bajo el mismo techo, compartiendo la belleza al mismo tiempo que la cruz de la vida comunitaria.

Puedo afirmar que vivimos al lado de una Santa-en-camino, como las demás hermanas, en el esfuerzo cotidiano de la búsqueda de la perfección, aceptando con humildad las pequeñas faltas que son inevitables en la vida. No era una santa canonizada y puesta en el altar. Como María de Nazaret, procuró convertir en gloria todo lo que había recibido por gracia. Y esto es la santidad -hacer rendir al máximo los talentos que Dios confió a cada uno y aceptar con humildad ser frágil y pecador.

La Hermana Lúcia recibió el encargo de entregar al mundo un Mensaje del Cielo. Y Dios sabe autentificar los recados que manda, no con la sabiduría y ciencia del mundo, pero sí con la fragilidad y la pequeñez de los instrumentos que usa. De este modo, vino la Señora del Mensaje a hablar a tres niños que ni siquiera sabían leer, ni sabían lo que pasaba por el mundo adelante. ¡Nunca habían oído el nombre de Rusia!... Por eso, al hablar entre sí, intrigados con la rareza de aquel nombre, Francisco dijo: "¿Será la burra de tío Joaquín?..." -¡se llamaba rusa!-, a lo que Lúcia, con razonamiento más elevado respondió: "Yo pienso que será una mujer muy mala!..." Así, con esta pureza de agua de manantial, con esta virginidad de elementos humanos, fue recibido y transmitido el Mensaje del Cielo.

No fue fácil su camino. Cuando alguien es escogido por Dios, debe contar siempre con la cruz, que su Sello, Su rúbrica. Nada más comenzar las Apariciones, la pequeña Lúcia ve alterado su ritmo de vida. Al oír de la boca del Párroco que aquello era obra del Demonio, decide no volver a la cita fijada, y decía a los primos: "¡No vuelvo allí! ¡Debe ser mismo cosa del Demonio! ¡Desde entonces nunca más hubo alegría en mi casa!...". Y Jacinta, para confortarla, le dice: "¡¡¡Pero el Demonio es muy feo y aquella Señora es tan hermosa!!!..." Jacinta fue el Ángel de Luz, en aquella oscuridad de la prima, que ayudó a vencer las dudas y acudir de nuevo a la cita.

¡Qué distinto era ahora el ambiente familiar, donde antes era la niña mimada por todos, siendo la más pequeña de los siete hijos!... Pasados muchos años, parece que la Hermana Lúcia sentía aún en el corazón el sufrimiento que la visitó como consecuencia de las Apariciones. Todos en casa sintieron las privaciones y las pruebas que ese acontecimiento les acarreó, pero Lúcia era señalada como la principal culpable. ¡Lo que más le dolía era que la tuviesen por mentirosa!

A esto se añadió el sufrimiento de la separación de la familia y de la casa paterna. La Madre pensó que, al alejarse la hija del hogar, "aquello" terminaría. Por lo que estaba dispuesta a dejarla ir para la casa de las señoras que se lo pedían. El padre la dejaba ir sólo por unos días: pero no definitivamente. Al fallecer el padre, la madre permitió que Lúcia fuese para Lisboa, donde estuvo por un tiempo en casa de la Señora D. Asunción Avelar, que quiso hacer de ella una niña de ciudad. La entregó al cuidado de una "Miss", para que la educase y le enseñase modales elegantes, bien diferentes de su modo de estar, tan a su aire junto a los niños de Serra d'Aire, o en el seno de la familia tan querida. Nos contaba, con mucha gracia, el apuro que le hizo pasar la tal "miss", un día que había visitas muy importantes en la casa. Tenía entonces trece años. Su cuerpo, acostumbrado a andar libre de ataduras, se vio de repente en un corsé que la ahogaba. La "Miss" la acicaló con esmero antes de que bajasen para el comedor. Al descender las escaleras, callada, iba pensando lo mismo que David cuando Saúl le vistió su propia armadura: "No podía andar con aquella impedimenta, a la que no estaba acostumbrado" (1 Sam 17,39).

Terminados los cumplidos de rigor, se sentaron a la mesa. Estaban, entre otros, el Señor Don José Alves, Obispo de Leiría y el Señor Canónigo Formigâo. ¡Sentada, se sentía peor! Aquel corsé no la dejaba respirar y ¿cómo pensar en comer?... Calladita, atenta a la vigilancia de la educadora y de los señores comensales, se fue deslizando por la silla y, disimuladamente, salió de la sala. Nadie la siguió, puesto que suponían que volvería, lo que sucedió.¡Sólo que apareció diferente! En el cuarto, a donde llegara jadeante, se despojó de aquella ropa elegante y del malhadado corsé y volvió a vestir las ropas que trajera de Fátima. Pues en la cabeza el pequeño sombrero de velludo, con plumas de colores, que su madre le comprara en Lisboa, y así reapareció, radiante, en el comedor. Con naturalidad, fue a sentarse en su sitio, bien dispuesta para comer. La "Miss", muy sorprendida y un tanto enfadada, le preguntó: "¿Qué fuiste a hacer?...". Respuesta pronta: "Señora mía, así no podía comer. ¡Tan apretada como estaba, sólo vi a madre apretar la silla de la burra!" Estalló una carcajada general. De allí regresó a casa de su madre, puesto que corría el rumor de que la habían hecho desparecer.

Pasado algún tiempo, a petición del Don José, obispo de Leiría, la madre consintió definitivamente que su hija ingresara en el Instituto Van Zeller, en Vilar, en Oporto, como estudiante. El Instituto estaba regenteado por las Hermanas Doroteas. Aquí comenzó a llamarse María de los Dolores, para no ser identificada. La Hermana Lúcia hablaba de este período con mucho cariño y guardaba de él gratos recuerdos. Por aquel entonces, varias alumnas sufrieron la epidemia de gripe, que puso en peligro sus vidas. A tanto llegó la enfermedad, que la Superiora de la Casa aconsejó que las residentes recibieran la Santa Unción, llamada por aquel entonces Extremaunción. Una de las compañeras de Lúcia no quería recibir ese Sacramento. La Superiora, entonces, con mucho cariño, le decía: "Maquelina, ¿tú no quieres ir para el Cielo?" si así fuere la voluntad de Dios. La pequeña contestó a gritos: "Quiero ir para el Cielo, ¡pero quiero ir viva!".

Y, del grupo, fue ésta la que falleció, mientras las demás mejoraron. Cuando se celebró el funeral, María de los Dolores ya se encontraba casi bien. Al pasar por la portería, se encontró con la madre de Maquelina llorando. Se acercó y procuró consolarla. La pobre madre, después de escuchar las palabras de consuelo, dijo: "Tengo muchas saudades de mi hija, pero ahora lloro porque no tengo dinero para regresar a mi casa". María de los Dolores, en un rasgo de caridad, quitó de las orejas las grandes argollas (así le llamaba) que había traído de casa y las entregó a la pobre señora, diciéndole: "Vaya a un joyero, véndalas y consiga dinero para el viaje". Sabemos cómo aquella mujer quedó siempre agradecida. Para la Hermana Lúcia este hecho significó mucho en sus recuerdos de juventud.

Fue su protectora la señora Dña. María de la Concepción, persona de total confianza del Señor Obispo de Leiría. En casa de esta señora, María de los Dolores conoció y trabó una gran amistad, amistad que perduraría a lo largo de toda la vida, con Dña. María Eugenia Pestana de Vasconcelos. Se traban como hermanas. Casi de la misma edad, pasaban juntas mucho tiempo, sobre todo durante las vacaciones en Braga, en la finca de Formigueira. Pasaban allí días de alegre convivencia, junto con otros jóvenes que a ellas se unían, cantando, jugando a las cartas o en amenas conversaciones. La Hermana Lúcia recordaba cómo eran edificantes las conversaciones del entonces joven Bernardo de Vasconcelos, que con ellas pasaba las vacaciones. Más tarde, entró en la Orden de san Benito, donde falleció en olor de santidad.

Nunca olvidó las subidas al Bom Jesús, subidas que hacían a caballo. María Eugenia tenía mucho miedo y escogía el borrico más pequeño, haciéndose acompañar por una criada. María de los Dolores montaba el caballo más fuerte y subía al galope, mientras la amiga quedaba atrás gritando: "¡Cuidado, que caes!" Cuando regresaba, la encontraba casi en el mismo lugar, y la llamaba miedosa, y partía de nuevo para una correría más.

Fue aquí, en la Capilla de la casa, que María de los Dolores recibió la Confirmación, el día 24 de agosto de 1925, administrado por Don José. Estuvo presente la madre y permaneció con ella unos días. La Hermana Lúcia nunca más volvió a Fátima. Fue entonces cuando la madre dio su consentimiento para que ingresara en la vida religiosa, después de una larga conversación con el Sr. Obispo. En Octubre de ese mismo año, María de los Dolores parte para Pontevedra, donde inicia el Postulantado.

Algunas veces nos contó que, sintiéndose muy afín a santa Teresita del Niño Jesús, deseó como ella ser carmelita. Pero los Carmelos de Portugal habían sido extinguidos a comienzos del siglo XX, junto con otras Órdenes religiosas. Se le ocurrió aún otra solución: aprender francés e ingresar en el Carmelo de Lisieux. ¡Pero en esa época no era fácil aprender un idioma! Como las Hermanas de la Congregación de Santa Dorotea se dedicaban a la enseñanza, pudieron permanecer en Portugal como "Maestras". Fue con ellas con quien María de los Dolores entró en contacto más directo, decidió tomar el hábito en dicha congregación, donde profesó y vivió durante 23 años, de los cuales 21 fueron los que pasó en España.

A España llegó desconociendo el español. Aunque vecinos, la lengua española tiene sus diferencias. Al principio esto dio lugar a confusiones, verdaderas anécdotas que ella contaba, pasado el tiempo, con mucha gracia. Ya postulante, la primera vez que fue a confesarse, como pudo fue confesando sus "pecaditos" al sacerdote que no la conocía. Oída la confesión -no sabemos si la entendió bien- le hizo la exhortación oportuna y, después de la absolución, la despidió muy afablemente diciéndole: "Vete en paz. Tus pecados quedan borrados" [1]. María de los Dolores salió del confesionario con las manos en la cara, para poder contener la risa. La Madre Maestra que estaba presente en la Capilla, quedó muy sorprendida con la actitud de ella y se acercó a preguntarle la causa de aquella risa, diciendo : "¡Vaya recogimiento después de la Confesión". La postulante, con alguna dificultad, explicó por qué se reía, ya que el confesor le había dicho algo muy extraño. La Maestra, entre la inevitable risa, procuró explicarle el significado de aquella última palabra, lo que no evitó que, durante toda la vida, recordase aquel acontecimiento y le provocase la risa.

Cierto día, mientras servía a la mesa, una de las alumnas del colegio le pidió "salsa". Inmediatamente fue a la cocina y volvió trayendo en la mano un ramo de perejil, lo que originó una gran risotada, puesto que lo que la niña había pedido era salsa. [2]

Y como éstas, otras muchas le sucedieron. Darían para escribir un libro.

Mucha gente quería verla y hablar con ella. Pero María de los Dolores evitaba estas ocasiones y se escondía como en tiempo de las Apariciones. Una vez, mientras iba por una calle, camino del Convento, se encontró con unas personas que le preguntaron dónde quedaba el Convento en el cual vivía la Vidente de Fátima. Con gran delicadeza, se lo indicó, pero les dijo que, a esa hora, no se encontraba en casa, pues había salido. Dichas personas, con la esperanza de encontrarla en la calle, le preguntaron cómo era: "Así como yo", respondió, y prosiguió el camino con toda naturalidad.

Durante su estancia en España volvió a contraer una grave enfermedad. Pensaron seriamente que no se curaría. La trató el Dr. Marescot, que la operó, haciéndole un drenaje que resultó eficaz. Siempre guardó un grato recuerdo de este médico, conservando hasta el fin de su vida una gran amistad con una hija del Doctor, que la visitaba anualmente.

La Hermana María de los Dolores pasó en España el terrible período de la guerra civil. Permanecieron con ella cuatro Hermanas más. Durante un tiempo vivieron en el sótano, custodiadas por soldados puesto que el Convento había sido ocupado por una guarnición militar. Era ella la que animaba e infundía confianza a sus compañeras. ¡Parecía que el miedo no anidaba en aquel corazón! No podían salir sin ser acompañadas por un soldado. La Hermana María de los Dolores, sin formalidad alguna, cuando necesitaba ir a la huerta a buscar lo necesario, decía al centinela: "Necesito ir a la huerta. Si quiere venir conmigo, venga, pero yo no tengo miedo". Y allá iba él, para cumplir ordenes.

Un día resolvió ir a Madrid para saber cómo estaban las Hermanas, de las que no tenía noticias. Con otra Hermana, aprovechó el viaje de un camión de soldados. La compañera no estaba muy resuelta a ir, pero ante la intrepidez de la Hermana María de los Dolores, no pudo resistirse. Ésta, durante el viaje, hizo que todos los soldados cantaran el "Rosario de la Aurora", hecho que hacía asomar a las ventanas a las personas medrosas y curiosas, para ver de qué se trataba. ¡Cosa increíble por aquel entonces!

Aquí, en Pontevedra y en Tuy, recibió nuevas visitas de Nuestra Señora y del Niño Jesús, completando el Mensaje de Fátima.

En 1946 regresó a Portugal, permaneciendo en el Colegio do Sardâo, en Vila Nova de Gaia. Después de todos estos años, hizo por primera vez un viaje a Fátima para identificar algunos lugares de las Apariciones.

Durante los dos años que permaneció allí, colaboró en el servicio del Colegio, siendo Maestra de Labores, para lo que gozaba de mucha ciencia y experiencia. Ayudaba también en la vigilancia durante los recreos. Nos contaba que, de vez en cuando, acostumbraba a dar un paseo con las alumnas, las cuales iban en formación hasta el Monte de la Virgen. Mientras iban por el camino, las incordiaban un grupo de jóvenes cantando: "Las Hermanas de la Caridad, pum, pum, pum. Viven en la casa amarilla, pum, pum, pum, etc, etc". La Hermana María de los Dolores no cantaba el final, por ser un tanto picante. Un día, convidó a otra Hermana para que la acompañara, a cruzar a la otra acera, quedando ella más cerca de los jóvencitos. Cuando la pandilla se aproximó, agarró a uno de ellos y le dio unas buenas bofetadas, siguiendo el compás de la canción que ellos cantaban. ¡Ese día se acabó la fiesta! De ahí en adelante, cuando se acercaban para comenzar la canción, e identificaban a la Hermana que les había sacudido el polvo, inmediatamente avisaban, diciendo: "¡No. Estas no son!".

De aquí salió para ingresar en el Carmelo de Santa Teresa, el día 25 de marzo de 1948. No fue fácil el traslado. Siempre, desde muy joven, éste había sido su deseo, pero ahora lo sentía con más fuerza -entrar en el Carmelo, que en Portugal estaba a renacer. No es fácil para una religiosa de votos perpetuos desvincularse del Instituto en el que profesó para siempre. ¡Y la hermana María de los Dolores no fue una excepción! No por mala voluntad de los superiores, sino porque muchas veces no pasa de una tentación y es necesario tener pruebas de que esa es la voluntad de Dios. Y la propia interesada no siempre tiene fácil el descubrirlo.

Después de algunas peticiones sin respuesta, la hermana María de los Dolores escribió al Papa Pío XII. Su Santidad comisionó al entonces Obispo de Oporto, D. Agustín de Jesús y Sosa, para que la autorizase a entrar en un Carmelo. Fue necesario un segundo recado del Papa para que el Sr. Obispo se decidiese a cumplir el encargo. Surgió la cuestión: ¿Para dónde? El Obispo de Oporto pensaba que debería quedar en Oporto; el Obispo de Leiría, D. José Alvez Correia da Silva, que debía ir para Fátima. La Hermana no quería ni un sitio ni el otro -Fátima estaba muy cerca del lugar de las Apariciones; Oporto estaba muy cerca de la casa donde vivió. La decisión quedaba en el aire. Ella se inclinaba por Viana do Castelo, donde había entrado como Hermana Dorotea. Un día que el Obispo de Coimbra estaba enfermo, los dos eclesiásticos antes referidos, fueron a visitarlo. Coincidió que hablaron sobre el asunto. Y el Obispo de Coimbra, don Antonio Antunes, hizo de juez: "No va ni para Oporto, ni para Fátima. Va para Coimbra que queda en mitad de camino". Se pusieron de acuerdo y la Hermana aceptó la solución.

EN EL CARMELO

Eran las cinco y media de la mañana del día 25 de marzo de 1948. Ingresa la Hermana María de los Dolores en la clausura del Monasterio de Santa Teresa, habiendo pernoctado en el Hogar Universitario de la Avenida Días da Silva. Pasó a llamarse, desde ese momento, Hermana María Lúcia de Jesús y del Inmaculado Corazón. Y su celda estuvo siempre dedicada al Inmaculado Corazón de María.

Ingresó, tan de madrugada, por dos razones: lo había pedido para evitar indiscreciones y estar presente en la ceremonia de la profesión solemne de la Hermana María de la Cruz, que tendría lugar a las seis horas de esa misma mañana. En esta época, la profesión era una ceremonia realizada en la intimidad de la comunidad, costumbre creada por santa Teresa de Jesús. Con el Concilio Vaticano II, pasó a ser un acto público celebrado en la Iglesia conventual.

La Hermana María Lúcia, por tener ya emitidos los votos perpetuos, no hizo el postulantado. Fijaron la toma de hábito de carmelita para el 13 de mayo, ceremonia que fue también celebrada en la intimidad, en su caso, pues era una ceremonia que se celebraba con gran solemnidad en aquella época. Vestía ahora lo mismo que la Señora cuando se le manifestara el día 13 de octubre de 1917: como Nuestra Señora del Carmen. Siempre manifestó un gran amor a este hábito.

La Hermana María Lúcia hizo un año de noviciado canónico, terminado el cual, el día 31 de mayo de 1949 hizo su profesión de votos solemnes, permaneciendo un año más en el noviciado, a fin de completar su formación de carmelita. Finalizado este período, pasó a ocupar, en la comunidad, la misma celda siempre, hasta que voló para el Cielo.

Cuando vino para el Carmelo, el Santo Padre Pío XII pidió a la marquesa de Cadaval, doña Olga María Ricolis di Robilant Álvares Pereira de Melo, que visitase con frecuencia a la hermana María Lúcia y comprobase si algo necesitaba. A dicha señora se le había concedido permiso para entrar en clausura y visitar la celda de la hermana, permiso que, por delicadeza, no usó de modo habitual. Esta petición de Pío XII tuvo su raíz en un rumor que decía que la Hermana Lúcia pasaba privaciones de pobreza.

La marquesa profesó a sor Lúcia siempre una amistad grande y delicada. Era servita y todos los días 13, terminado su servicio en Fátima, venía a visitar a sor Lúcia, trayéndole flores del anda de Nuestra, junto con correspondencia del extranjero que se encargaba de traducir. Este trabajo, fallecida la marquesa, pasó a ser desempeñado por la nieta, doña Teresa Schönborn, con idéntica dedicación. Esta señora y amiga, doña Teresa, fue la última persona que recibió en el Locutorio. Dicha señora vino sólo a interesarse por su salud. No quería que sor Lúcia se cansase. Mas ésta, con profundo agradecimiento, dijo: "¡Es un deber de gratitud! ¡Yo voy allá!".

Cuando la Hermana Lúcia ingresó, este Carmelo renacía. La Hermanas habían vuelto a habitarlo en 1947. Los trabajos de restauración discurrían lentamente, pues era grande su deterioro. Con su carácter emprendedor, y valiéndose de los conocimientos y amistades que tenía, la Hermana Lúcia consiguió muchas ayudas con este fin. Como resultaba difícil encontrar solución para la reconstrucción de los muros que cerraban el Convento, pues habían sido destruidos, pidió ayuda a Nuestra Señora para encontrar la solución, prometiendo erigir una imagen del Inmaculado Corazón de María en el jardín. Los muros fueron construidos y la imagen del Corazón Inmaculado de María está allí, con sus dos metros de altura, recibiendo nuestras visitas, con su sonrisa maternal. También recibió las de Sor Lúcia, mientras pudo, a pie, rezando el rosario o cantando; después, en silla de ruedas, ya con las manos desocupadas de la muleta, levantándolas para la Señora, en actitud de oración. En el pedestal de esta imagen, está ahora un azulejo que reproduce una fotografía de los tres Pastorcitos, sacada en tiempo de las Apariciones. Es el recuerdo de las Bodas de Oro de la Hermana Lúcia, 31 de mayo de 1999. Fue una sorpresa que le agradó mucho. Esta imagen es obra del escultor José Thedim, y es regalo de la marquesa de Cadaval.

Volviendo a la restauración de este Monasterio, las obras fueron coparticipadas por el Estado. Para ese fin, venía un arquitecto y un ingeniero, para dirigir la restauración. La Madre Priora se hacía acompañar por la Hermana Lúcia, para señalar los lugares que necesitaban reparación. La escalera principal tenía grandes agujeros. Consecuencia de ello, las Hermanas sufrían frecuentes caídas. Estando en lo alto de dicha escalera, la Hermana Lúcia indicó que necesitaban ser reparadas, porque representaban un serio peligro. El arquitecto pensó que todavía podían servir, dio el primer paso para bajar y ¡bajó más aprisa de lo que quería! Al terminar el descenso, en posición horizontal, se levantó y concluyó: "¡¡¡Ciertamente lo necesitan!!!" La Hermana Lúcia repetía no saber cómo contener la risa y mostrar pena por el accidente.

Como Carmelita, vivió una vida normal -una entre las demás- poniendo en práctica el lema "Por fuera como todas, por dentro como ninguna". No era de salud robusta, siempre la acompañó una anemia, pero como era de virtud fuerte, no se quejaba, ni dramatizaba la situación. Hasta el final, encaró estas deficiencias sin dramatismos y con buen humor. Con frecuencia, sufría mareos, pero sabía relativizar, diciendo que "la cabeza no tenía juicio" o "las piernas están tontas".

Fue médico de ella y de toda la comunidad, casi desde el comienzo de la restauración del Monasterio, el doctor Miguel Barata, de grata memoria. La Hermana Lúcia lo apreciaba mucho. Siempre estaba dispuesto ante cualquier llamada que le hicieran. Se decía padrino de la Hermana Lúcia, porque una vez que estuvo en el Sanatorio de Sofía, le puso el nombre de Clara (¡un nombre más!), a fin de que no la reconociesen. La asistió hasta que, siendo ya mayor, dejó este trabajo en manos de "nuestra" atentísima médica de familia, doctora Branca Paúl.

Llegó al Carmelo con 41 años, en lo mejor de la vida. Pasó por varios oficios, los cuales desempeñó con perfección. Fue Consejera desde 1954 hasta el año 2000, excepto un trienio. Varios años se ocupó de dirigir los trabajos de la huerta; cuidó con todo interés y hasta con mimo, las colmenas, teniendo al mismo tiempo el encargo de la despensa y de la ropería. Conseguía abarcar todos estos trabajos, por su gran capacidad de trabajo y mucho orden, por fuera y por dentro. Era edificante ver cómo acudía en socorro de alguna Hermana cuando se lo pedían. Con toda paz y sin mostrarse contrariada, dejaba lo que tenía entre manos y seguía a la Hermana para ayudarla en lo que le pedía. Esto lo hizo siempre mientras pudo caminar: Si estando en su celda escribiendo, le pedían algo de la oficina, inmediatamente se disponía a satisfacer el pedido que le había sido hecho.

Mostró siempre una gran perfección en todo y no perdía el tiempo. Era exigente, cuando era necesario. Mientras estuvo encargada de la despensa, y tenía que determinar las comidas con las cocineras, éstas se ponían nerviosas al recibir su visita en la cocina, pues exigía no hubiese ningún descuido en la preparación de los alimentos, como aconseja nuestra Madre Santa Teresa.

Disfrutaba enseñando, y tenía para ello una habilidad especial. Ponía en práctica el versículo del libro de la Sabiduría: "Lo aprendí sin engaño y lo comunico sin envidia" (Sab 7,13). Comprobé con qué gusto se disponía a enseñar a bordar en oro, trabajo en el que era eximia. En este sector, realizó trabajos maravillosos, arte que exige grandes dosis de paciencia y atención. Cuando supervisaba lo que otro hacía, sin desanimar nunca, llamaba la atención para lo que podía ser mejorado.

Fue ella quien nos enseñó a confeccionar rosarios y no era fácil que nos diese un aprobado a nuestro trabajo. Cuando comenzábamos, se los llevábamos para su aprobación. Y repasábamos la labor hasta que nos daba el "diploma". Este trabajo que ella hacía con tanto cariño, fue en el que quiso permanecer hasta el fin de sus días. Desde el mes de Marzo de 2004 hasta que falleció, ¡consiguió hacer tres misterios!... A veces nos metíamos con ella diciendo: "¡Hermana, ahí parada y sin trabajar!" Ella respondía: "No estoy faltando, puesto que la Santa Madre dice que, en el recreo, se tenga el trabajo entre manos"

Cierto día, era sábado por la noche, la Hermana Lúcia pidió a nuestra Madre que le diese carta blanca para preparar al día siguiente un pic-nic. En el verano, a veces, hacemos la comida en el jardín, como diversión. Nuestra Madre le dio permiso y Sor Lúcia dijo que no quería con ella a ninguna novicia. Yo era novicia y, con otra compañera, pedimos a la Madre que nos prestara velos negros para introducirnos, disfrazadas, en la tarea. Pero nos descubrió la muy pilla y nos echó esgrimiendo una cuchara de palo. Era el día 14 de setiembre de 1981, ¡Qué feliz se la veía porque iba a dar una sorpresa y llenar de contento a sus Hermanas! Fue su despedida. No volvió a ocuparse de la cocina.

Así vivió, metida con toda naturalidad en la vida en común, fiel al horario integral de la comunidad, mientras las fuerza se lo permitieron, participando con toda el alma de las alegrías sencillas, de las preocupaciones o problemas que visitaban la Comunidad. Apenas gozaba de una excepción: cuando la Comunidad era llamada al Locutorio, por medio de las acostumbradas nueve campanadas y el repique de una pequeña campana, la Hermana Lúcia no estaba obligada a comparecer, como todas las demás. Ella era la que decidía si debía acudir o no. Con ocasión de otras visitas, como cualquier otra Hermana, recibía a la familia y a las personas amigas o más íntimas. Ajenas a esta proximidad, quien pretendiera visitarla debía alcanzar permiso de la Santa Sede. Apreciaba mucho las visitas familiares y se interesaba por todos con mucho cariño.

Muy larga sería la lista de todos cuantos, a lo largo de casi 57 años de su vida, visitaron este Carmelo por su causa. La Hermana Lúcia siempre daba una explicación: "Es a causa de Nuestra Señora". Con la misma sencillez y sin nerviosismos, hablaba con un Cardenal, con un Príncipe o con nuestro jardinero, cuando, para suerte del mismo, se cruzaban en el jardín. Para ella todos eran hermanos, amados por el mismo Padre común. Si no estaba dispuesta a recibir a todos los que la reclamaban, era porque debía salvaguardar su vida contemplativa, que requiere soledad y silencio, vida de recogimiento, para estar a solas con Dios, intercediendo por todos los hermanos que, acaso sin saberlo, necesitan esa ayuda.

Volviendo a sus oficios, cuando era sacristana tenía el encargo de adornar y limpiar el oratorio interior, donde está reservado el Santísimo Sacramento. Para que no le faltasen flores, las cultivaba ella misma en tarros, que cuidaba en el pequeño claustro de la sacristía (nombre pomposo que ella daba a aquel reducido espacio). La recuerdo con un delantal a cuadros, toda desenvuelta, renovando la tierra de los tarros de los cíclames, que ella mimaba mucho. Se sentía muy feliz cuando le regalaban flores. Dejado este oficio, pedía para que se las colocasen a Nuestra Señora. Durante bastante tiempo, cuando ya no tenía obligaciones en la Comunidad, se encargó de adornar el pequeño nicho de la entrada de la enfermería, donde estaba colocada una imagen blanca de Nuestra Señora. Con qué amor y esmero hacía este trabajo, siempre llevando flores frescas. Ahora, cuando la llevamos en la silla de ruedas, siempre llevaba una flor en la mano para dársela a la Madre.

Cumplía su deber con mucha precisión y diligencia. Podría pensarse que, adornada con tantas y tan altas experiencias sobrenaturales que le fueron concedidas por el Cielo, viviese fuera de la vida corriente, fuera de nuestra órbita. no. Como carmelita vivía lo nuclear de la Regla, que nos manda "vivir entregadas a Jesucristo" y "meditar día y noche en la Ley del Señor", pero no por ello se dispensaba ni era menos diligente en hacer lo que tenía encargado. Cuando trabajaba, andaba recogida, en oración continua, con el corazón en Dios. Terminada su obligación, se retiraba a su celda, donde se entregaba a su muy personal Memorias. Cuando le regalaron la máquina de escribir electrónica, pasados ya los 70 años, no tuvo problema alguno en aprender a manejarla. Es una máquina computarizada, pero nunca estuvo conectada a Internet. Contrariamente a lo que se ha dicho, la Hermana Lúcia nunca trabajó con ordenador, ni visitó ningún "site".

Un día la llevamos a ver trabajar un ordenador. Estuvo muy atenta, hizo preguntas, pero al final concluyó: "Mi máquina es mejor que todo esto". Ya había cumplido los 94 años.

A los 80 fue operada de cataratas por los oftalmólogos doctor Moreira Pires y doctor Elías Cravo, médicos que siempre la atendieron con gran desvelo y mucho cariño. Ella los recordó siempre con mucha gratitud. A la muerte del Dr. Cravo, pasó a cuidar de sus ojos la Dra. Isabel Cravo. A la que queremos también manifestar nuestro reconocimiento por la total disponibilidad que manifestaba siempre, sin reparar en sacrificios para cuidarla, lo mismo que a las demás Hermanas de esta Comunidad.

Todos los días desde hace años, por prescripción médica, daba un paseo por el jardín, siempre que el tiempo lo permitía. Con este paseo cumplía dos obligaciones y una devoción: obedecía al médico, rezaba el rosario y hacía una visita a Nuestra Señora, que estaba al fondo del jardín. Y aún hacía otra cosa más, daba de comer a los pececitos, a los que llamaba "¡Lindos, lindos!". Y venían a la superficie del estanque a comer lo que les daba.

Desde el año 2000, para ahorrarle no forzar las piernas ya cansadas, la llevábamos en silla de ruedas, puesto que ya se cansaba mucho con este paseo. Fue a partir de mayo. Regresó de Fátima muy cansada, pero feliz, después de la beatificación de los Pastorcitos. Comenzó a quejarse de dolores en un pie. Como había andado mucho recorriendo los lugares de su infancia, para lo que pidió permiso al Santo Padre, pensó que había sufrido una torcedura, o fuese sólo cansancio. Visitó al ortopédico, profesor Joaquín Rodríguez da Fonseca, que le aconsejó usar durante un tiempo una faja, con el fin de que la aliviase. El dolor en el pie era provocado por un problema en la columna. Cuando le trajeron la faja, la Hermana Lúcia se sorprendió mucho y comentó: "¿Cómo es esto? ¿Me quejo de un pie y el médico me manda apretar la barriga?" Recordaba el asunto del corsé. Tardó medio año en recuperarse. Pasó a usar siempre la silla de ruedas en sus paseos por el jardín; en casa andaba apoyada en el brazo de una Hermana y usaba bastón que, como ella decía, de nada le valía: "Si lo dejo, cae inmediatamente al suelo. Soy yo quien lo debe amparar".

Hacía frecuentes análisis clínicos, prescritos por médico, para lo cual siempre se mostraba disponible el profesor Dr. Matos Beja, así como dos de sus auxiliares de laboratorio, siempre muy correctos y delicados. ¡Tantas fueron las visitas que hicimos! Que Dios se lo recompense. Más o menos, a no ser que la sospecha lo aconsejase, más o menos una vez al año, hacía un electrocardiograma. Cuando aún estaba bien, ella misma acudía a la clínica cardiológica del Dr. Monteiro, en los últimos años, por lo que estamos muy agradecidas, estos electros le eran practicados en el Convento. Así le ahorramos muchos sacrificios.

Siempre sabía restar importancia a las incomodidades o sufrimientos. Tenía para esto un gran sentido del humor. En los últimos adquirió una gran indiferencia, a medida que su cuerpo se tornaba más torpe por la falta de fuerzas. Parecía que los asuntos de esta vida ya no le importaban y, sin embargo, se interesaba por todo. Quería participar en todas las conversaciones durante el recreo o en las reuniones de Comunidad. Limitada por la pérdida de audición, quería estar siempre al lado de la Priora, para estar lo más cerca posible de la fuente de información.

Por esta época, comenzó a perder la memoria. Algo comprensible. Pero era curioso constatar que, en lo referente al Mensaje recibido del Cielo, su memoria permanecía fresca. Podía confundirse en algunas historias tantas veces contadas y que seguíamos oyendo con el mismo interés, gracias a la vivacidad que imprimía en el relato; pero acerca del Mensaje, nuca se confundía.

Con ocasión de las polémicas suscitadas por ciertos grupos descontentos con el texto de la tercera parte de Secreto, revelado en el año 2000, vino un enviado especial de la Santa Sede, para escuchar, de nuevo, de labios de la Hermana Lúcia la confirmación de nada más había que revelar. El enviado hizo una pregunta, cuya respuesta la Hermana Lúcia no consideró necesaria para el momento y respondió: "¡No estoy para confesarme!" Esto revela una gran lucidez y libertad y desmiente a quien afirma que la Hermana Lúcia "estaba comprada por el Santo Padre". ¡No! ¡La Hermana Lúcia tenía un carácter tan libre, que no se dejaba "comprar" por nadie, inclusive el Papa! Le producía mucha pena toda la especulación que se hacía en torno al Secreto. Antes de ser revelado, acostumbra a decir con cierta tristeza: "¡Si viviesen lo más importante, que ya se ha dicho! Sólo les importa lo que está por revelar, en lugar de cumplir lo que ya fue pedido, oración y penitencia". Revelado el secreto, comenzó la desconfianza sobre la veracidad del texto. Un día le dije: "Hermana Lúcia, dicen por ahí que hay otro secreto". Ella me respondió: "Si lo saben que lo digan. Yo no sé ninguno más. Hay personas que nunca están contentas. No se hace caso".

La beatificación de los Pastorcitos marcó una etapa importante en la vida de la Hermana Lúcia. Fue un día de fiesta para su corazón. A partir de esa fecha, comenzó a debilitarse, a hacerse más dependiente, evitando no molestar, haciendo lo que podía. Se despidió del Papa y de Fátima. Y parece que ambos acariciaban el sueño de volver. Era conmovedor, ya en el lecho de muerte, cuando pronunciábamos el nombre de Fátima, parecía revivir. ¡¡¡Este nombre le traía a la memoria tantos recuerdos!!!...

En 2001, comencé a abrirle las cartas, para ahorrarle trabajo. ¡Eran tantas! Poco después, comenzó a decir que tenía mucha pereza. Entonces, ella leía las cartas, decidía las que deberían ser contestadas y me las entregaba para que respondiese en un tarjetón suyo. Y así sucedió hasta el 21 de noviembre de 2004. A partir de esta fecha ya no se ocupó más de este trabajo. Comencé a leerle las cartas y ella me indicaba las que debía responder. En la última semana, ya ni las leía, le decía las intenciones al oído y ella asentía con la cabeza, gesto que manifestaba que todo lo ponía en manos del Señor.

El día 21 de octubre de 2003, con ocasión de la visita de nuestro Padre General Rvdo. Padre Luis Arfostegui Gamboa, celebramos en la intimidad una Eucaristía de acción de gracias con motivo de sus 75 años de vida consagrada al Señor en la vida religiosa, cuya profesión de votos temporales había emitido en Tuy en el año 1928. Como estábamos en obras, la Eucaristía se celebró en el Coro alto. Estaba muy feliz y apreció grandemente la presencia de nuestro Padre General, presencia que acontecía muy raramente. Al terminar la Santa Misa, fue "Madrina" en la bendición de una imagen del Niño Jesús que representaba la Aparición de Pontevedra. Cuando le preguntábamos si era así, sin decir palabra, se encogía de hombros. Quien vio la Realidad, nunca está contenta con lo que los hombres puedan hacer.

LOS ÚLTIMOS ONCE MESES

Precisamente en la semana de su aniversario, cuando iba a cumplir los 97 años, la Hermana Lúcia comenzó a quejarse de dolores muy fuertes en las piernas. A causa de esos dolores y porque no aguantaba mucho tiempo sentada, no era capaz de comer. El día 22 de marzo estaba programada la Misa para las 11:30 y a las 11 dudábamos todavía si ella conseguiría asistir. Una inyección fuerte le ayudó a pasar bien el resto del día. A partir de ahí permanecía más o menos igual, y cada vez más agarrada a la cama, donde no sentía dolor. Por broma, le llamábamos "dorminhoca", a lo que ella respondía que las "minhocas" andan bajo tierra. [3]

El día de Pascua, 11 de abril, estuvo muy bien. Pasamos el recreo del mediodía, muy alegres, en el jardín junto a la imagen de Nuestra Señora. Ese día la Hermana Lúcia se encontraba muy ágil, comunicando a todas una gran alegría.

Continuaron los dolores. Se procuró poner los medios para aliviarla. Se hicieron radiografías, pero no se encontró la causa de los mismos. Tenía, ciertamente, la columna muy deformada y esa podía ser la causa del sufrimiento. Para realizar estos exámenes contábamos con la pronta amabilidad, como ya quedó indicado más arriba, del Profesor Gil Agostinho, que nos atendía fuera de las horas de consulta, a fin de que pudiésemos llevar, de modo discreto, a la Hermana Lúcia. Quede aquí nuestra gratitud por todo el apoyo que recibimos.

En junio empeoró. Celebrábamos, por esos días, los 260 años de este Monasterio y la Hermana Lúcia ya no aguantaba casi nada sentada. Decidimos hacer la celebración en su celda. El día 17 de Junio, por la tarde, vino el Sr. Obispo de Coimbra, don Albino Cleto, quien celebró la Eucaristía en su celda. Coincidía con el aniversario de su salida de Fátima, 83 años antes. A la Hermana Lúcia le agradó la "fiesta" y lo agradeció.

A partir del día 15 de este mes, decidimos acompañarla durante las 24 horas de día. Para no molestar y, como aún se fiaba de sus piernas, no llamaba. Y, por tres veces, cayó. Por lo que decidimos permanecer junto a ella. Al principio, no le gustó nada la idea, sobre todo por la noche. Organizamos un calendario semanal, dividiendo las noches al medio, a fin de que cada Hermana tuviera unas horas de descanso.

Si había algún sacrificio por parte de quien la acompañaba, quedaba recompensado por la buena disposición que siempre manifestaba la Hermana Lúcia. Y nos la contagiaba. Alguna noche necesité levantarme para imponer silencio, pues ella provocaba la risa sobretodo de las más jóvenes. Siempre que se levantaba pedía agua, pero había de ser fría. Pero, cuando la temperatura comenzó a bajar, para que no la bebiese tan fría, intentábamos engañarla, mezclando la fría con un poco de agua caliente. Nada más probarla, devolvía el vaso y aplicaba la Sagrada Escritura: "Porque no eres frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca" (Ap 3,16). "Todo lo estropean". Decía esto con cara de pillería, pero con gran seriedad. Y no teníamos más remedio que darle el agua fría.

Al finalizar el recreo de la noche, al volver a la celda, preguntaba a la Hermana enfermera: "¿Quién queda esta noche?" Ante la respuesta, siempre hacía un pequeño comentario con cierto aire de malicia: "¡Mal servida voy!" Aún resuena en nuestros oídos su voz, ya un tanto ronca de los últimos meses: "¿Hay alguien por ahí?" Y acudíamos a socorrerla. Era como un niño pequeño que extiende los brazos, llenos de confianza, hacia la madre para que la saque de la cuna. Guardamos esa imagen llena de ternura, de su rostro sonriente, sin dientes, recordando la niña que fue hace muchos años. Sí, esa la sencillez que descubríamos en ella. No era infantilismo, pero sí hacerse de nuevo niña -"Si no vuelven a ser como niños" (Mt 18,3)- evangélicamente.

Al final de sus días vivía en un total abandono en las manos de Dios. No se lamentaba por estar impedida. Lo hallaba normal. Decía: "¡Nadie quiere morir, pero cuesta mucho ser vieja!" Algunas veces, sentada en la cama, o cuando la llevábamos al jardín delante del azulejo que representaba a los Pastorcitos, decía: "¡Mira los perillanes, se fueron al cielo y nunca más quisieron saber nada más de mí!" Y en octubre se desahogó conmigo: "Nuestra Señora me dijo que yo me quedaría aquí por más tiempo. ¡Pero ya está siendo demasiado!" Era la nostalgia de aquello que ya había sido dado ver y escuchar. Realmente ese "más tiempo" está agotándose.

Habíamos concretado la fecha del Retiro comunitario para el mes de noviembre, del 12 al 20, dirigido por D. Juan Bosco, obispo de Brasil. El año anterior, la Hermana Lúcia había programado conmigo el horario de dicho Retiro: Las conferencias las oigo desde la celda, hago aquí la oración y oigo la Misa; voy al comedor, y me quedo en el oratorio durante la hora de recreo del mediodía, dando, si fuera posible, un paseo por el jardín (en silla de ruedas)". Me sorprendió tanta precisión, a su edad, cuando ya estaba dispensada de todo. En el año 2004, no le agradó el Retiro. "¡Tantos días!". ¿Presentiría algo? Todos los días preguntaba cuántos quedaban para finalizar el retiro, con la mano cerrada, daba tres palmaditas en la frente y decía: "¿A quién se le ocurrió la idea de llamar a un obispo del Brasil para predicar el retiro?" Hasta que pude decirle: "El retiro acaba mañana". Levantando las manos al cielo, exclamó: "¡Gracias a Dios!".

El día 20 de noviembre, el retiro terminó con una Eucaristía cercano ya el mediodía. Terminada la comida, nos dirigimos al locutorio para despedir al Sr. Obispo. La Hermana Lúcia estaba muy bien, muy jovial, con su buen humor de siempre, tan característico de ella. A la noche, estábamos de nuevo disfrutando del recreo en comunidad. Todas la Hermanas sabían que, antes de comenzar el retiro, el Sr. Padre Cóndor nos había pedido que rezásemos e hiciésemos penitencia para que llegase a buen término el viaje a Roma, para entregar el Proceso del Milagro obrado por intercesión de los Pastorcitos. Durante este recreo, a cada hermana que llegaba, ella, sentada en su silla en el centro, preguntaba: "¿sabe la noticia?" La interrogada pensaba que la pregunta se refería a la canonización de los Pastorcitos y, con aire curioso, respondía negativamente. Entonces, la Hermana Lúcia, aplaudiendo, contestaba: "¡Acabó el Retiro!" Y todas se asociaban a la fiesta. Fue su despedida. Al día siguiente, durante la Misa, cerca de las nueve horas, sufrió un desvanecimiento que parecía anunciar el final. La Hermana que la acompañaba, se puso muy nerviosa, porque no podía pedir ayuda a esas horas. La dejó sola un momento y, echando a correr, bajó al coro a llamarme. Llamamos a la médico que acudió inmediatamente. Las Hermanas que permanecieron oyendo Misa se contagiaron del nerviosismo. No sabían qué pasaba, pero sospechaban que era algo grave. Desde ese día, decidimos colocar un teléfono en la celda, para llamar en caso de urgencia.

Fue el comienzo de una etapa dolorosa y difícil. La llegada al Calvario. Perdió mucho de su viveza y la voz como presa, y una mirada sin brillo. El sufrimiento se reflejaba en su rostro, pero sin angustia. Sufría con serenidad y paz. Comenzó a tener difultades a la hora de comer. Había perdido el apetito. Y ya nada de aquello que antes era una "tentación" para ella, por ser cosas que no podía comer debido a sus problemas de vesícula, ahora le resultaban indiferentes. Por lo que, en estos días, olvidamos todo lo que le era prohibido y ella se reía diciendo: "¡Cuando yo lo quería, no me lo daban!..." Sentíamos una gran felicidad cuando descubríamos algo con lo que conseguíamos que comiese. Le decía que comiese, porque estaba adelgazando mucho, pero ella respondía con gran sentido del humor: "Es para darle menos de comer a los gusanos".

La víspera de Navidad tuvo mejor suerte, cuando le dijo que nos habían traído unas filloas y bollitos de calabaza. La Hermana Lúcia, con espontaneidad, dijo: "¡Seguro que ya lo comieron todo y me quedo sin nada!" Quedó contenta y la enfermera fue rápidamente a buscar aquella golosina que había dejado para la merienda. Estaba ya con las viandas en la mesa, llega en ese momento el Señor Obispo para visitarla, visita que hacía con frecuencia en los últimos meses. Inmediatamente la Hermana Lúcia le ofreció de tan exquisito manjar. Aceptó de inmediato el Sr. Obispo lo que la hizo muy feliz. Después hacía partícipe a cada Hermana que la visitaba: "Sabe, hoy tuve el honor de merendar con el Señor Obispo".

Tenía siempre sumo gusto en que los demás participaran de su mesa, sobre todo aborrecido plátano, que era lo que más le costaba comer, y debía tomar uno cada día, por prescripción médica. ¡Aquella "medicina" era muy difícil de tomar! Cierto día llegué a su celda y la encontré muy nerviosa porque tenía que comerse un plátano demasiado grande. Me dio tanta pena que, de inmediato, me lo ofreció para que yo lo comiera. Enseguida entró una hermana que siente debilidad por dicha fruta. Y, pensé, voy a hacer dos personas felices. Recibí el plátano de manos de la Hermana Lúcia, que quedó feliz y cruzó las manos. Abrí el plátano y se lo di a la otra Hermana, que lo recibió muy agradecida. La Hermana Lúcia quedó a la expectativa; cuando vio que no repartían con ella, comenzó a aplaudir. Y convidó a la "ayudante" a que pasase todas las tardes a la hora de la merienda. ¡Y preguntó por qué la médica no recetaba el plátano a otra!

Pero no era sólo lo que no le agradaba lo que le gustaba dar. Era como una necesidad, algo que recibió desde la cuna, desprenderse con alegría de todo aquello que pudiese ser útil o simplemente complaciese a los demás. Cuando llegaba alguna cosa que le enviaban, fuera lo fuera, de inmediato estaba dispuesta a cederlo. No se le pegaban las cosas en las manos y, por tanto, tampoco en el corazón.

Cuando, a causa de alguna indisposición o gripe, tenía que guardar cama algunos día, apreciaba mucho que, al dirigirnos al recreo, la visitáramos. Pedía que le tuviesen algo de gusto en la celda para poder ofrecerlo a las visitas. Con qué alegría hacía partícipes a las demás de su "riqueza". Pero primero se hacía de rogar, guardando la sorpresa bien escondida. Así, siempre con la frescura de la Primavera, como si ella misma fuese una Flor de Primavera.

No puedo dejar de referir la alegría con que celebraba las fiestas de Navidad y Pascua. Muy teresiana y también como herencia de los años pasados en España, vivía la Navidad con verdadero entusiasmo y mucho le complacía la fiesta de Reyes. Para ello iba guardando regalos para repartir ese día. En los últimos años ya no podía asistir a la Misa de la Vigilia de Navidad, lo mismo que a la Vigilia de Pascua, lo que le producía gran pena. Por los altavoces de su celda seguía las ceremonias y quería que, al terminar, pasásemos todas por su celda, donde nos aguardaba para sorprendernos siempre con algún regalo para cada una. Y así celebrar la fiesta.

Por Navidad le llevábamos el Niño Jesús, que ella recibía con un cariño único, plena de ternura. Sentada en la cama, lo tomaba en brazos y todas cantábamos a coro, lo mismo que hacíamos ante el Belén después de la Vigilia. No tenía sueño. Este último año, por estar ya muy cansada, no hicimos esta visita, pero fuimos durante el día, para que el Niño Jesús no quedase privado de sus mimos. ¡Qué saudades en la noche de Pascua de este año!... ¡Ella ya no estaba en esta tierra!

Volviendo atrás, vamos a acompañarla en este "mais algum tempo"[4] que le queda. El día 27 de noviembre, terminadas las Vísperas, nos reunimos en el sala de recreo, que habíamos calentado, y que estaba junto a la celda de la Hermana Lúcia. Con el fin de que, una vez más, recibiera la Unción de los Enfermos. Estaba de buen humor, tomando parte de la ceremonia que oficiaba nuestro capellán, Rvdo. Canónigo Juan Labrador. Al día siguiente, a las 20:30 sufrió de nuevo una crisis. Nuestra solícita médica acudía a la primera llamada. Cierto día, la Hermana Lúcia comentó con sorpresa: "¡la señora doctora está siempre a mi lado cuando me pongo enferma!" Pasada la crisis, olvidaba el sufrimiento y el malestar, y, con su buen humor de siempre, rompía el ambiente de preocupación que nos embargaba. Siempre se metía con la doctora haciendo algún comentario sobre el peinado, los zapatos o la ropa. Sabía reirse con, sin reírse de.

El día 29, a las dos de la madrugada, se desmayó ligeramente. Estaba yo con ella. Llamé a la enfermera que dormía en la celda contigua, y entró. Pero ya no dormimos más. Al siguiente día, cerca de las veintidós horas, nuevo susto. Y el día uno de diciembre bien pensamos que era llegada la hora de su partida. Como no conseguimos contactar con el capellán, recurrimos al palacio episcopal. Acudió de inmediato el Sr. Obispo. Rezó con toda la comunidad, reunida en la celda de la Hermana Lúcia, mientras procurábamos aliviarla. Vomitó y mejoró. Quisimos preparar el oxígeno, pero nadie conseguía abrir la bombona. Aún no había sido utilizada. Y no sabíamos, que con el paso del tiempo, se va vaciando. Acudió rápidamente un repartidor de la compañía VitalAire con una bombona nueva. La Hermana Lúcia ya estaba mejor, cuando el repartidor entró. Aún así, lo vio y, de esta vez cara de pocos amigos, me decía: "¿Por qué dejó entrar aquí ese hombre?" Por tres veces me hizo la misma pregunta. A lo que le respondía que había venido a realizar un trabajo. ¡Y era que el empleado tenía barba y a ella le desagradaban las barbas!

Contaba que, cuando era jovencita y estaba de vacaciones en Braga, en casa de la Señora Doña Filomena Miranda, estando también allí el Sr. Don José Alves, Obispo de Leiría, dicha señora le pidió que preparase un refresco y se lo ofreciese al Sr. Obispo y a un misionero, que estaba de visita. María de los Dolores, mientras preparaba la bebida, iba viendo, a través de la ventana, la larga barba blanca del misionero. No perdía de vista ni al misionero ni a la bebida. Además la señora D. Filomena le había recomendado que aprovechase la oportunidad para confesarse con él, porque era muy santo. En determinado momento, comprobó que de la poblada barba salían unos bichitos, y venían a aprovecharse del fresco que corría. Le dio un escalofrío. Fue a llevar el refresco, y lo colocó sobre la mesa, y, sin detenerse a servir los vasos, escapó rápidamente, no fuera que a los bichos se les ocurriera cambiar de residencia. ¿Y confesarse? ¡Ni pensar en ello! Así que cuando veía barbas... ¡¡¡Santo Dios!!!

Quiero agradecer de todo corazón la prontitud de todos los funcionarios de este servicio, siempre dispuestos, a cualquier hora del día y de la noche, para acudir a la primera llamada. Lo hacían en el desempeño fiel de su deber, pues no sabían de qué Hermana se trataba.

Esta crisis pasó y fue la última más alarmante. Y fueron unos cuantos avisos muy serios. El día 8 de diciembre, para ser más discretos, acudimos a hacer un T.A.C. en el Laboratorio de Inmunología del profesor Vilaça Ramos, a quien agradecemos su entera disponibilidad y delicadeza con la que siempre estuvo pronto para hacer este examen, a fin de aclarar las causas de su inapetencia e indisposición, así como los desvanecimientos. No se encontró nada. Era el cuerpo que decía que ya estaba cansado. Hizo muy bien el viaje y hasta retó a la doctora Branca, quien nos llevó en su coche, a que diese una vuelta por Fátima.

Los días 27, 28 y 29 de diciembre no comió nada. Sólo quería agua fría. Después de tres días de riguroso ayuno, fui junto a ella. Sentada en la silla, y un poco aterida de frío, pues por más que calentásemos la celda y le pusiéramos más ropa, siempre sentía frío. Ella misma decía que ya no tenía calor natural. Sólo dejó de sentir frío cuando decidimos poner en su cama una manta eléctrica. Empecé a recordarle todo lo que a ella le gustaba para comer. A todo me respondía negando con la cabeza, con los ojos cerrados y haciendo gestos de desagrado con la cara. Por fin, con el repertorio agotado, me arriesgué: "Hermana Lúcia, ¿si fuesen altramuces?..." Levantó la cabeza, dibujó una amplia sonrisa y preguntó: "¿Dónde están?" Quedé desarmada, dar altramuces a quien no comía hacía tres días. Me dirigí a la Hermana encargada de la despensa para preguntarle si había altramuces en casa. ¡No había! Regresé a la celda para comunicárselo y me dijo: "Déme los dientes". Respondí: "Pero no tenemos altramuces en casa". Y, con cierto despecho, dijo: "¡Vaya! Ofrecen lo que no tienen". Hablé con la médica para saber si podía darle esa "medicina" y fue la propia doctora Branca quien se ocupó de traer los altramuces. Pasado un tiempo gozábamos al verla ingerir los tales comprimidos amarillos que lograron abrirle el apetito por algún tiempo.

Volvió a comer, no comidas normales, pero suficientes para su edad. Así continuó durante un mes, pasado el cual comenzó de nuevo a perder el apetito. El día 28 de enero fue el último que ingirió alimento sólido. Y, aun así, muy poco. El día 1 de febrero comenzó a recibir suero y, el día ocho, oxígeno. El día 3 recibió de nuevo la Unción de los Enfermos en un momento de gran postración. En la noche del 4 al 5 de febrero, estuvo muy mal y continuó así la mañana entera. Había recibido la víspera la visita del Señor Director de H.U.C., profesor Nascimento Costa y del director del Servicio de Urgencia y Reanimación, doctor Armando Rebelo. No abrió los ojos. ¿Estaría mejor atendida en el hospital? Estuvieron de acuerdo en que no.

Temimos que esa fuese el día de su partida. El Señor Obispo la visitó por la tarde. Lo miró con una mirada ya muy apagada, pero no le habló. Le besó la Cruz pectoral y se santiguó cuando la bendijo. Por la noche no parecía la misma. Pasamos el rato de recreo con ella, aunque no habló. Hizo muchas caricias a la imagen de nuestra Señora, que Juan Pablo II había enviado en diciembre de 2003. Y por varias veces se santiguó ante esa imagen. La invitamos a altramuces y ella afirmó con la cabeza que quería comer. Intentó con mucha insistencia colocar los dientes en la boca, pero no fue capaz. Tenía la lengua bastante lastimada. Le dijimos que lo intentase al día siguiente, y aceptó, aunque intentó comer un altramuz. Fue lo último que intentó comer.

El día 6 estuvo muy despierta. Fue necesario colocar de nuevo el suero, pues la vena estaba reventada. ¡Cómo costaba estar presente en estos momentos! ¡Y también sufría mucho quien hacía este trabajo! En este día fue particularmente doloroso. Sólo consiguieron poner la vía en el pie. Quedamos llorando, y llorando se fueron la doctora y la enfermera.

La noche del 7 al 8 fue extremadamente difícil. Debía sentirse con falta de aire. Durante toda la noche quería ver a la Hermana que le hacía compañía. Si se recostaba un momento para descansar y ella no la veía, se lamentaba diciendo: "¡Me abandonaron!" La Hermana se levantaba y, al verla, sonreía y le apretaba la mano con mucha fuerza. Después decía espaciadamente: "¡Nuestra Señora!... ¡Nuestra Señora!... ¡Angelitos!... ¡Angelitos!... ¡Corazón de Jesús!... ¡Corazón de Jesús!..."

En ese día la visitó el confesor. Con las manos en oración y muy sonriente, recibió la absolución y se santiguó. No habló. Afirmando con la cabeza consintió en enviar un "recado" para Nuestra Señora de la Capillita de las Apariciones. A la noche se desmayó. Toda la comunidad se reunió a rezar, mientras la médica la asistía con cariño casi maternal. Mejoró y la comunidad comenzó a retirarse. En este momento, la Hermana Lúcia, que permanecía con los ojos cerrados, los abrió y sonrió a las Hermanas. Fue una sonrisa llena de gratitud y cariño para con esta familia a la que le unía una estrecha y profunda amistad, amistad que nace de la fe y que se recibe de Dios. ¡Los Hermanos son siempre un DON de Dios!

La noche la pasó sin dormir y con los ojos abiertos. Cuando la acompañante, que permanecía de rodillas al lado derecho, se adormecía, la Hermana Lúcia le daba unas palmaditas en la frente, para que no se durmiese y la miraba con ojos pillos, pero llenos de ternura. Era una forma muy delicada de ayudar a la Hermana a cumplir con su deber en aquel momento. Ese día comulgó por última vez. La garganta se le cerró. Ni siquiera el agua pasaba. Los días siguientes, cuando iba a llevar la Comunión a otras hermanas enfermas, pasaba por la celda donde nuestra querida pastorcita consumaba su sacrificio y, durante unos momentos, colocaba sobre su pecho la teca que guardaba a nuestro Señor, quedando en adoración. Era una forma de comulgar espiritualmente. ¡Ahora comulga en el Cielo!

Cierto día hablando con la Hermana Lúcia sobre el hecho de ser yo la encargada de llevarle la Comunión, le decía: "Hermana Lúcia, ya comulgó de manos de un ángel, y ahora soy yo quien le traigo la Comunión". Y ella, dándome una lección maravillosa, me respondió: "Deje. De las manos de un Ángel o de las manos de un pecador, es siempre el mismo Señor".

De vez en cuando, le recordábamos la enfermedad del Santo Padre Juan Pablo II. Ella levantaba las manos y repetía: "¡Por el Santo Padre!". ¡Era tan grande su amor por el Papa! Era visible su estremecimiento ante el recuerdo de ese nombre para ella tan querido. Amor que le fue inculcado en el corazón por la Señora que, bajando del Cielo, un día se le había aparecido en Cova da Íria.

Desde marzo del año pasado, nunca dejó el rosario que Su Santidad le había mandado con motivo de su cumpleaños. Cuando el Padre Droszdek anunció que venía a Coimbra, el Santo Padre quitó el rosario que usaba del bolsillo y se lo mandó a la Hermana Lúcia. Lo tuvo con ella hasta que cerró sus ojos a este mundo. El mismo sacerdote devolvió dicho rosario a Juan Pablo II, después del funeral de la Hermana Lúcia. Mucho nos habría gustado quedarnos con él, mas sabiendo la amistad que unía a ambos, pensamos que ese rosario sería portador de un cariño especial para el Santo Padre.

Siempre le agradaba recibir noticias relacionadas con el Santo Padre. Aprovechaba las visitas que le hacían los cardenales o el obispo para saber cómo estaba. Nada más llegar L'Osservatore Romano, quería leerlo, pues la lectura que se hacía en el Comedor se le escapaba por falta de oído. El día 10, la Hermana que la acompañaba, le preguntó:

- ¿Sufre mucho por estar así?

- Sufro.

- ¿Ofrece ese sufrimiento por el Santo Padre?

- Lo ofrezco por el Santo Padre. Por el Santo Padre. Por el Santo Padre.

No volvió a hablar. Alguna vez quiso decirnos algo, pero no lo consiguió. El día 11, acarició con mucha ternura el Crucifijo que habitualmente usaba en el hábito. Lo besó varias veces y quiso colocarlo sobre su corazón. ¡Era su lugar! A la tarde, llegó un Padre Carmelita desde Italia y le trajo algo que la hizo regresar a sus tiempos de infancia: un corderito de lana. Aún le hizo algún mimo, aunque ya estaba muy abatida y casi no podía abrir los ojos. Poco tiempo restaba para ir, por fin, a gozar de la compañía del Cordero de Dios.

Siguió una noche impresionante. Pude acompañarla. Fue doloroso verla sufrir tanto, sin poder aliviarla. Se agudizó la tos crónica que padecía desde hacía muchos años, y que, de noche, se oía por todo el convento. Pero ya no era una tos seca, sino profunda, pero ya sin fuerzas para expectorar. Pasó la noche sentada en la cama articulada. Cuando sobrevenía un ataque de tos más violento, levantaba más los brazos, lo que la aliviaba un poco. La cambiábamos de posición con frecuencia. Notaba un ligero descanso. Nos veía con un mirar profundo, de sufrimiento y gratitud, transido de paz, la paz de Jesucristo en la Cruz. De madrugada, se serenó un poco.

El sábado, día 1, estuvo muy postrada. El corazón comenzó a dar síntomas de arritmia. Lentamente iba "diciendo" que estaba cansado y quería "partir". Por la tarde, recogió el rosario en su mano y lo puso en la mía, tal queriéndome decir: "¡Rézalo tú ahora, que yo ya no puedo!". Viéndome llorar, levantó los brazos e hizo un gesto que nunca pude imaginar en ella, me empujó para junto a sí y me dio un beso. En seguida sonrió.

La doctora Branca vino esa noche con una colega suya, la doctora Celia y la enfermera Dália, para poner de nuevo el suero que había dejado de fluir. Los pies y las piernas estaban congelados y ya con nada conseguíamos calentarlos, por más esfuerzos que hiciéramos. Parece que ya no tenía sensibilidad, pues no reaccionaba ante los pinchazos. Fue muy doloroso. Por fin consiguieron poner el suero en la mano izquierda. Las tres señoras y nosotros salimos llorando. Queremos dejar constancia de nuestro agradecimiento por toda la dedicación de la doctora Branca y la enfermera Dálisa, quienes tan solícitamente estaban siempre dispuestas, a cualquier hora del día y de la noche, a prestar la asistencia necesaria. En estos días, no tenían ni fines de semana, ni horarios. Era sólo llamar e, inmediatamente acudían. La Hermana Lúcia, que no era ajena a toda esta dedicación, siempre mostraba su agradecimiento, mismo cuando ya no podía expresarse con palabras. Con una mirada dulce, hacía un gesto que lo decía todo.

La Hermana que la acompañaba en la primera parte de esa noche, a la media noche le acercó una imagen de Nuestra Señora de Fátima, que ella besó, otra unión con el Santo Padre, él la había enviado en noviembre de 2003. Fue su último beso bien dado. Fue el saludo a Nuestra Señora, al entrar en el día en que, por fin, iban a verse de nuevo. El resto de la noche, mientras quien la acompañaba rezaba el rosario, ella iba pasando las cuentas de su rosario.

Poco descansaba. Si dormía, era un dormir muy leve. Esta madrugada tenía la piel toda húmeda y también las manos estaban frías, lo mismo que la cara. Ya no soportaba un gesto que antes agradecía, cuando llegaba con las manos calientes y ella tenía el rostro frío, y le envolvía la cara con las manos. Ahora no quería. La ropa de la cama, que antes pujaba para arrebujarse hasta cubrir la nariz, ahora la bajaba hasta la cintura. Es verdad que la celda estaba caliente, pero no siempre era así.

DÍA TRECE DE FEBRERO

Finalizada la misa, por consejo médico, le retiramos el suero que parecía no fluir. Quedó con las manos libres. En estos días se santiguaba con mucha frecuencia. Era un hábito que tenía muy arraigado. Aunque fuese al beber un vaso de agua, nunca lo hacía sin santiguarse. Esta mañana estaba mucho más despierta y con los ojos abiertos, parecía no sufrir. Con el dedo índice apunté para el Cielo, a lo que ella respondió con un gesto de cabeza afirmativo. Coloqué mi crucifijo a una distancia de unos 30 centímetros de sus ojos. La Hermana Lúcia lo miró fijamente, muy fijamente, haciendo gestos con las cejas, como quien habla con calma. En seguida, llevó el dedo índice a la boca, mirándome, pidiéndome que le acercara el crucifijo. Así lo hice. Ya no consiguió dar el beso, pero cómo habrá sido el beso del corazón.

Me avisaron que estaba el obispo. Bajé al locutorio. Don Albino venía para entregarme un mensaje y la bendición del Santo Padre para la Hermana Lúcia. El Papa lo había mandado a través de la Nunciatura. Pregunté al obispo si quería pasar a ver la enferma. Me dijo que tenía prisa, y que volvería a las cinco de la tarde. Nos despedimos y subí a la celda, donde se consumaba el sacrificio de aquella vida tan preciosa, centro de atención de toda la comunidad. Mantenía los ojos abiertos, como hacía tiempo que no sucedía. Le leí el texto al oído. Pero ella extendió la mano y quiso coger la hoja que apoyó en la ropa de la cama que tenía recogida a la altura de la cintura. Le puse las gafas y vi cómo fijaba el texto, no con mirada parada, sino siguiendo cada línea. En este momento obtuve una bella fotografía, testimonio de esta lectura. Fue ella misma quien, pasado el tiempo necesario para leerla, me devolvió la hoja con el texto. Hasta medio día se mantuvo así bien dispuesta. Intentó hablar, pero sin lograrlo. La doctora pasó por allí esa mañana y marcó consulta con la enfermera para las cinco de la tarde.

A partir del mediodía, comenzó a "marcharse". Cada vez más postrada; la respiración más difícil, pareciendo que los pulmones ya no querían recibir más oxígeno. Esta situación se fue agravando y, cuando llegó la doctora, un poco antes de las cinco de la tarde, pidió que no la clavase más. La doctora me respondió: "¡Yo tengo la obligación de hacer todo hasta el final!" Estuve de acuerdo, pero le pedí que dejase esa responsabilidad a mi conciencia. Llegó la enfermera y enseguida -todos puntuales a las cinco de la tarde- llegó el obispo. Al entrar, le comuniqué que nuestra Hermana estaba a punto de partir. ¡No tenía la menor duda! Se llamó a la comunidad. Todas reunidas en la pequeña celda, el obispo después de asegurarse por la médica que estábamos en la agonía -agonía serena- comenzó las oraciones del Ritual. La emoción fue creciendo, al ver que nos separábamos de aquel Tesoro. Terminadas las oraciones del Ritual, el obispo comenzó a rezar jaculatorias espontáneas, que nosotros repetíamos:

- Recíbate Jesucristo a quien entregaste tu vida.

- Recíbate la Señora más brillante que el sol, que se te apareció.

- Recíbate el Ángel de Portugal, que se te apareció.

- Recíbate el beato Francisco, que contigo vio a la Virgen María.

- Recíbate la beata Jacinta, que contigo vio a la Virgen María. - etc.etc.

Imposible describir la atmósfera de paz que se vivía en aquella hora. Si, en aquel momento, su mirada se cerraba para esta vida, se abría para la Luz Eterna de Dios. En un determinado momento, inesperadamente, aquellos ojos que tantas veces contemplaran lo Invisible, se abrieron. Miró a todas las Hermanas. Después se volvió a la derecha y fijó los míos. ¡No consigo describir la profundidad de esa mirada! Fue impresionante. Coloqué el crucifijo en esa dirección y enseguida volvió a cerrarlos. Fue la despedida. La Hermana Lúcia dejó sus despojos mortales para, con la agilidad de la eterna juventud, seguir al Cordero adonde quiera que el vaya, cantando el Cántico Nuevo." Se reunieron en el Cielo los tres pastorcitos. Eran las 17:25 de la tarde del día 13 de febrero.

Apetecía quedar allí en oración, en aquella celda que durante ocho meses pasó a ser la celda de todas, aquella celda que fue testigo de una vida entregada, de sacrificio, de oblación por el mundo. Aquella celda fue el pequeño santuario de sus intimidades con la Madre, con el Esposo. La celda de una carmelita guarda secretos que sólo en el Cielo sabremos.

Quien veía a la Hermana Lúcia, en su gran sencillez, no imaginaba el fuego que ardía dentro de aquel cuerpo pequeño y débil. Nunca se exhibió como Vidente. Y, por su voluntad, nunca hubiera dicho nada. Decía que fue Jacinta quien habló... ¿Cuántas veces la Señora pasó por ahí?... Nada sabemos aún. Pero un día fui testigo de algo que me hizo ver con la sencillez que ella tocaba lo sobrenatural y la vida normal. Fue en 2003, el día 26 de mayo. Fui con ella al coro bajo, para sacarle una fotografía, con la Imagen del Inmaculado Corazón de María, que poco hacía nos habían regalado. Una vez acabada de sacar la fotografía, la Hermana Lúcia permaneció con la mirada fija en la Imagen. No la perturbé. Volviéndose para mi, dijo con angustia: "¡¡¡Nuestra Señora está llorando!!!". Es de una sencilla pureza su ingenuidad en este momento. Ella que fue beneficiada con tantas visiones que nadie más veía, juzgaba que yo también lo estaba viendo. Y yo, pensando que la afirmación fuese una pregunta, respondí que no. Noté que quedó como sorprendida in fraganti, con la confusión de quien es sorprendido por la madre con las manos en la masa. Respeté el momento. Me pareció oportuno no hacer preguntas. Guardé este secreto conmigo hasta ahora. Y quise que esa imagen velase, con su mirada materna, los restos mortales hasta que fuesen trasladados a la Catedral de Coimbra.

La hermana Lúcia nació un Jueves Santo después de que la madre había comulgado. (Solía decir que había hecho la primera Comunión antes de nacer). Falleció en el año de la Eucaristía y reposa a pocos metros de nuestro Sagrario interno, bajo la mirada de la imagen de Nuestra Señora de Fátima y de los beatos Francisco y Jacinta. Ocupa la sepultura nº 3 -una sepultura nueva como la de Jesús.

Después de la manifestación de fe que fue su funeral, la llegada de flores y de velas no paró. El correo continúa trayendo cartas para ella. Allí está una cesta para colocarlas sobre su tumba.

Y ahora nuestro recuerdo va para dos amigos -el Papa Juan Pablo II y la Hermana María Lúcias. ¡Que en la Fiesta Eterna velen por nosotros!

En cada recanto permanece una soudade, un recuerdo de su paso, ligero o ya cansado por el desgaste de la vida. Permanece el eco de su voz, cantando sus amores a Nuestra Señora, canciones que cantaba de pequeña, mientras guardaba los rebaños o en familia. Permanece la resonancia de sus Ave-Marías que rezaba, silenciosamente, como pétalos de rosa, lanzados amorosamente al Corazón Inmaculado de la Madre, que bien temprano la cautivó. Queda su celda, sin la presencia física, pero repleta de recuerdos.

Allí, en ese espacio solitario, donde tantas cosas pasan en la intimidad con Dios, cuántas páginas escribió en el Libro de la Vida y que sólo en el Cielo conoceremos. Allí cuántas gracias alcanzó para el mundo, por su sacrificio y por su oración. Allí la vimos en los últimos meses de su vida, que compartimos con tanto amor, subir los últimos peldaños de la Escalera de la Perfección, la Senda de la Nada del Monte Carmelo. Sí, completamente despojada, incluso de su voluntad, quedó la Niña, en las manos de Dios, abandonada a su querer. Allí la vimos apagarse suavemente, casi de modo imperceptible, como silenciosamente se eleva la columna de humo del incienso. Allí quedó: un rastro luminoso con mucha historia, una historia siempre de Amor.

Coimbra, Carmelo de Santa Teresa, 13 de mayo de 2005

[1] En portugués: ¡Vai em paz. Os teus pecados ficam todos apagados!

[2] En portugués "salsa" es perejil. Y "salsa" en portugués se dice "molho". De ahí la confusión.

[3] Juego de palabras que, traducidas, pierden su sentido. "Dorminhoca" se traduce por dormilona. Y "minhoca" por miñoca. Por eso conservamos las palabras originales entrecomilladas.

[4] "Mais algum tempo": expresión que hace referencia a lo que la Virgen le había dicho en la primera Aparición.

Oración

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Por Jesucristo, tu Hijo y nuestro Señor.

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