Quisiera contarles una experiencia que el Señor y María me regalaron. Con compañeros de un grupo con el que acostumbramos a ir de trabajo misionero al sur de Córdoba, debíamos acampar dos días en las "Sierras Grandes". El colectivo nos dejó en la ruta a más de quince kilómetros de cualquier poblado. Luego nos internamos en plena serranía con una caminata de cinco horas. El frío característico de la zona y el calor de la marcha me produjeron un fuerte enfriamiento.
Al llegar al lugar que buscábamos empecé a sentirme mal, con cansancio muscular y dolor de cabeza. Le pedí permiso al sacerdote que nos acompañaba y me fui a la carpa. Cada vez me encontraba peor. Ahora ni con dos bolsas de dormir dejaba de temblar. Medio mareado (creo que con fiebre) oraba pidiéndole al Señor que me mostrase qué sería más acertado hacer. En el grupo no había médico, teníamos cinco horas hasta la ruta (la cual no es muy transitada) y de allí estábamos lejísimo de cualquier poblado.
¿Avisar y preocupar sin remedio a los chicos? ¿Qué hacer? Comencé a respirar cada vez menos a causa de unas puntadas en el tórax. Sólo podía respirar de manera entrecortada.
Alcancé a pedir una aspirina a una chica del grupo. Aquí llegó lo peor: casi no podía respirar, temblaba como una hoja. Lejos de todos, me sentía tremendamente desamparado… Me sentía solo e impotente, tremendamente solo e impotente. Nada más podía pensar en el Señor. Pero ¿qué haría sin médico o medicamentos?
Entonces comencé a sentir una tranquilidad que llenaba de paz mi espíritu. ¡Sin darme cuenta estaba clamando por mamá, mi otra Mamá!
La presencia de María comenzó a ser real, real y tangible. Completamente tranquilizado, pude respirar, con dificultad, pero mejor. Así me quedé dormido. Cuando desperté, el silencio era total en las sierras y mis compañeros dormían a mi lado.
Ya respiraba normalmente y temblaba muy poco. Eran las cuatro de la madrugada. Con plena presencia de María me destapé completamente y me asomé a tomar aire fresco. Me arropé en mi bolsa de dormir y me volví a dormir sin dejar que mi mente analizara que el frío podría hacerme mal.
A la mañana siguiente, un poco incrédulo aún, respiré profundamente y —para mi sorpresa— ni la más leve pizca de dolor. Salí de la carpa y el tiempo estaba muy fresco. Como me sentía perfectamente bien, fui con mis compañeros a una excursión y esa misma tarde regresamos a la ciudad.
Yo, en mi interior, no dejaba de dar gracias al Señor que cuida a sus ovejas como una madre. ¡Ni siquiera en el "techo" de Córdoba el Padre se apartaba un segundo de mí! ¡Y María! María, Madre amorosa, me reconfortó como mi mamá suele hacerlo cuando estoy enfermo. ¡Gloria al Señor!
Luis R. |
© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este testimonio fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |