Un día martes de julio de 1983, Dios me anunciaba a través de un hermano la proximidad de un tiempo difícil para mi vida. Debido a la cantidad de cosas que tenía en la cabeza no podía entender ni vislumbrar la dimensión de lo que el Padre me decía:
— Hija mía, te amo de manera muy especial por tu sufrimiento y tu fidelidad… Mi amor te protege… No te apresures…
Así fue como seguí inmersa en todas mis actividades (entre ellas el estudio: faltaban 10 días para que rindiera una de las últimas materias de mi carrera). A tal punto fue esto, que seguí estudiando a pesar de sentirme físicamente muy mal. Al poco tiempo no podía levantarme de mi cama. Había perdido la sensibilidad de la mitad de mi cuerpo. Los síntomas se fueron agudizando: dolor de cabeza, mareos, pérdida de la sensibilidad, contracciones musculares. El médico que me atendía en Córdoba decidió internarme en un sanatorio para hacerme algunos estudios.
Yo me dispuse a permanecer en ese lugar el tiempo que fuera necesario. De aquí en más, comenzó para mí el camino de desprendimiento total de mis planes y deseos. La primera noche que permanecí internada, sin ningún tipo de medicación pues estaba en observación, no pude dormir. Los dolores se hacían cada vez más intensos y se generalizaban en todo mi cuerpo. A este sufrimiento, se sumaban los pensamientos que rondaban por mi cabeza buscando intranquilizarme…
Esa noche puede contemplar cómo se iban derrumbando cada uno de mis proyectos. Se derrumbaban como un edificio de barro frente a una gran tormenta. Mis proyectos de recibirme de bioquímica, de viajar… ya no tenían razón de ser. No tenía nada entre las manos. Mi futuro lo presentía incierto y todo esto me causaba un dolor profundo en mi ser. Me experimentaba encerrada en mí misma, en mi sufrimiento, en mi dolor, en mi nada. Las horas parecían no pasar…
Alrededor de las 3 ó 4 de la mañana mi madre me exhortó a orar, así el tiempo pasaría más rápido y no sentiría tanto el dolor. ¡Oh! ¡Bendita solución tan conocida para mí, pero tan nueva a partir de ese momento! Desde una oración muy simple, el Señor me liberó por la gracia de la entrega. Dios me enseñó a trascender mi situación, mi pobre realidad, entregándola con su amor por mis hermanos. Sentí el amor de Dios penetrar en mi corazón y experimenté su cuidado y protección sobre mi vida… Ya no había más soledad. Ya no concebía mi futuro incierto, ni dudas dentro de mí… Sólo descansaba en su Voluntad. Esa noche su paz me invadió, y el Señor no me abandonó en esos largos dos meses de enfermedad. Esa noche entendí aquellas palabras que el Padre me había dicho.
Presumiblemente mi enfermedad era meningitis; pero la falta de un diagnóstico certero de lo que me ocurría, me invitaba a entregarme confiadamente en la Voluntad de Dios. Podía vivir lo que cantaba el salmista: "El Señor es mi Pastor, a quién temeré… Me siento segura Señor, porque tú estás conmigo".
En medio de este gozo interior, mi salud se deterioraba cada vez más. Aún así nada me apartaba de la paz de Jesús y había momentos en que mi interior era una fiesta de alabanzas a Dios. Junto con mis padres, rezábamos una oración a las llagas de Jesús Crucificado. Ellos también tenían toda su confianza puesta en Dios, y me decían: "Jesús desde la Cruz y por sus llagas te va a sanar".
Para ese entonces, todos mis hermanos de comunidad estaban orando por mi salud, con toda la fe de poder en la victoria de Dios en mi vida.
El cuarto día de internación fue el más duro y difícil. Mi salud había empeorado notablemente: ya no podía sostener nada entre las manos, mis ojos permanecían fijos mirando en una sola dirección, no podía permanecer ni siquiera sentada, y si me paraba, la presión arterial bajaba de golpe; las contracturas de algunos músculos se hicieron tan fuertes que hasta dificultaban mi respiración y me impedían ingerir cualquier tipo de alimentos…
El diagnóstico seguía siendo incierto. Lo que vivía parecía ser mayor a mis fuerzas. Quise, entonces, pedirle explicaciones al Señor sobre mi enfermedad. Una vez más me encerraba en mí misma: ¿Por qué a mí? ¿Qué sería de mí en adelante? ¿Podré volver a ser la misma? ¿Podré volver a caminar, a correr?… Inmersa en este mar de dudas, el Padre volvió a rescatarme por la oración, mostrándome a Jesús en la Cruz. Sí, Jesús en la Cruz me invitaba a compartir su soledad, su incertidumbre humana, su entrega, su dolor… Así pude descubrir que ese lugar donde se consumó la salvación de los hombres, era también el lugar de nuestra plenitud, de nuestra liberación. El lugar donde aprendemos a amar y a entregarnos… El lugar donde debemos esperar la Resurrección.
En la Cruz de Jesús supe que mi dolor y mi sufrimiento no eran en vano. Allí producían frutos de salvación y vida en mis hermanos y en mí también. Fue en ese momento cuando me invadió la certeza interior de que la entrega amorosa y perfecta de Jesús en la Cruz, comenzaba a sanar mi cuerpo. Esa misma noche no fue necesario que me alimentaran por suero, como habían previsto, y comenzaron a darme dosis de antiinflamatorios, única medicación que me dieron como tratamiento.
A la mañana siguiente, para sorpresa de todos, pedí mi desayuno sentada y pude tomarlo por mí misma. Había recuperado la fuerza en las manos, mis ojos comenzaron a moverse en más de una dirección y las contracciones musculares habían cesado por completo. Todos en el sanatorio estaban sorprendidos por mi repentina evolución y mejoría.
Mis padres no cesaban de testimoniar que era el fruto de las oraciones y entregas de un gran grupo de jóvenes y de toda la familia. Al octavo día volvía a mi casa, llena del Amor de Dios y sanada por las llagas de Jesús.
Siguieron a estos acontecimientos los dos meses de convalescencia, en que Dios pudo trabajar en mí la entrega y la paciencia. A través de todo ese tiempo Dios siguió sorprendiéndome. Un domingo, mientras me realizaban masajes en las piernas que aún estaban insensibles, descubrí que había recuperado la sensibilidad al frío y al calor. Más tarde un hermano me comentaba que la comunidad de coordinadores había tenido una oración de fe de poder que les daba la certeza que Dios, en ese momento, pasaba sanando mis piernas.
Además pude encontrar una respuesta al por qué de mi enfermedad en la Palabra. Un día, después de orar, abrí el Evangelio y leí: «Los hermanos enviaron a decir a Jesús: 'Señor, el que tú amas está enfermo'. Al oír esto Jesús dijo: 'Esta enfermedad no es mortal, es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado en ella'» (Juan 11,3-4). A partir de todo esto comenzó una nueva vida para todos, para mis hermanos de comunidad, para mi familia. Fue un paso de conversión.
Hoy estoy totalmente recuperada. Para gloria de Dios los estudios que me hicieron del sistema nervioso mostraron que no ha quedado ningún daño en él. La recuperación, por tanto, es total.
Ante todo esto no puedo dejar de testimoniar el paso del amor de Dios en mi persona. él sanó mi cuerpo y me regaló una nueva vida gestada en la Cruz de Jesús. Cada día que pasa me descubro nueva frente a situaciones viejas, descubro una nueva intimidad con Dios y valoro aún más la gracia de la fraternidad, por la que Dios me manifestó su amor en los momentos más difíciles.
Mónica B. |
© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |