Quiero compartirles la alegría de haber sido sanado por el Señor de la adicción al cigarrillo. Aproximadamente a los 17 años comencé a fumar —cigarrillos rubios y en poca cantidad—, pero con el transcurso del tiempo fui aumentando lo que fumaba por día, hasta llegar a consumir últimamente entre una etiqueta y una etiqueta y media por día. ¡A toda hora tenía un pucho en la boca! Apenas llegaba al trabajo a las 7 de la mañana ¡zas! ya prendía uno. Durante toda la mañana fumaba sin cesar; después de almorzar ¡ah, para mí no había nada mejor que prender un cigarrillo después de comer! Y así durante todo el día. Creo que los únicos momentos donde no probaba un pucho era cuando me duchaba y cuando dormía. Además de darme seguridad, calmaba mi ansiedad, etc. etc. También sentía un verdadero placer en el fumar, tanto como por el gusto en la boca como por el olor al tabaco.
Evidentemente mi salud no era muy buena: poco apetito y demasiado nerviosismo eran una constante en mí; por lo que intenté reiteradas veces dejar de fumar… aunque más no fuera por algunos días. Pero siempre pasaba lo mismo: a la noche de un día determinado resolvía no fumar más a partir del día siguiente… para resolver lo mismo a la noche de ese día siguiente, ya que volvía a fumar ¡y aún más que antes! Lo más que dejaba el pucho fue por ¡un día! (y porque estaba con un dolor de garganta muy fuerte).
Ya había perdido la esperanza de ser libre en este sentido, me decía que la voluntad no me alcanzaba y que el vicio se me había metido muy adentro. Esta situación me llenaba de bronca, porque no podía salir aunque quisiera. Había llegado ya a cambiar los cigarrillos rubios por los negros, ¡y por los más fuertes que se venden en los kioscos!, con tal de disfrutar del sabor y del olor del tabaco.
El 31 de enero de 1982, luego de una conversación con Ignacio B. (y en donde para nada mencioné mi 'problema tabacal') comencé a ver con claridad un montonazo de cosas de mi vida. Volví a mi casa en la ciudad de Córdoba, y no encontrándose nadie de mi familia, me puse a orar libremente al Señor. Le dije que si bien no sabía en esos momentos su voluntad para mi vida (estaba discerniendo mi estado de vida), sí estaba seguro que me había dado la vida para servir a los hombres y servirlo a él. Y aunque no sabía todavía en dónde, me di cuenta que el Señor me había regalado la vida y la había puesto en mis manos como un don precioso y único. Y si yo iba a tener, por ejemplo, unos 60 años de vida útil aquí en el mundo, con el cigarrillo estaba cortando y anulando la posibilidad de vida y salud que el Señor me entrega y renueva. Sentí que el pucho no era su voluntad. Clamé a Jesús que me sanara, le presenté toda la insanidad del vicio en sí y de mi voluntad débil y endeble.
— Señor Jesús —le dije— yo no puedo, pero vos sí podés, yo sé que vos querés y podés sanarme de esto que me hace mucho daño —, y me entregué enteramente con mi insanidad, poniéndome a sus pies y pidiéndole: — Jesús, saname.
Era ya de noche, y una paz profunda me dio la certeza de que el Señor obraba en mi interior. Hice esa misma noche el firme propósito de dejar de fumar a partir del día siguiente, como ya antes lo había hecho sin resultado. Pero me lancé a este propósito con la convicción de la presencia de Dios en mí, aunque también sentía la voz de la tentación que me decía no vas a poder hacerlo, ¿cuántas veces intentaste dejar el cigarrillo? ¡y no pudiste!
Así, confiando en el Amor sanador de Jesús, me acosté a dormir. Al día siguiente, me levanté. Oraba mientras iba a trabajar y pedí insistentemente que el Espíritu Santo se derramara en mi interior y me diera la fortaleza necesaria para cortar de raíz con el vicio. Y en el trabajo, se acercaba rápidamente la hora en que, comúnmente, prendía el primer pucho. Llegó ese momento. Mis compañeros prendieron sus respectivos cigarrillos mientras tomábamos un café y naturalmente sentí la necesidad de prender uno también, pero con firmeza lo rechacé —yo, asombrado de hacerlo—. Y durante todo el día no prendí un pucho, pese a las muchísimas ganas de hacerlo, y no aceptaba cuando me convidaban —yo seguía asombrado—, porque en el fondo de estas actitudes sentía la paz profunda de la presencia de Jesús y también una fuerza nueva que sanaba la debilidad de mi voluntad.
Al terminar ese primer día de limpieza de pulmones pensaba Gloria a Dios por lo de hoy, pero mañana ¿podré?. Es que mi cuerpo 'necesitaba' fumar (en este sentido creo que los que son o han sido fumadores, me entienden mejor cuando hablo de la necesidad de experimentar el placer de fumar en la boca y en la garganta). Eso yo lo sentía una y otra vez a lo largo de todo el día, pero también sentía más profundamente la paz y la fortaleza del Señor. Había terminado el día entre luchas, pero con la victoria sobre mí mismo.
Al día siguiente, todo siguió transcurriendo entre ocasiones innumerables para probar un pucho, pero el Señor seguía en mí y mi voluntad era fuerte para decir No. Terminó ese día y me puse a alabar a Dios. ¡Nunca, desde que había comenzado a fumar, los había dejado por dos días seguidos! Aunque la tentación seguía preguntándome hoy pudiste, pero ¿viste cuánto te costó? Mañana volverás a fumar.
Y hubo una nueva mañana, y un día de victoria sobre mis ganas de volver. Así transcurrió la primera semana, y el primer mes. Comencé a sentir la sanidad física del dejar de fumar. Yo seguía alabando al Señor por su Amor liberador total. Y cuando el mal se atrevía a susurrarme:
— Hoy sí, pero mañana no podrás —, inmediatamente le cortaba el diálogo diciéndole:
— Yo no puedo, pero Jesús en mí sí puede.
Ya van a ser dos años que el Señor me sanó del vicio del cigarrillo, dos años en que quise ser sanado y libre. Mi vida pertenece a Dios, y soy útil para su Reinado entre los hombres. Por eso él me quiere sano, porque los hombres me necesitan sano también. Sos mi Señor, Jesús.
Agustín D. |
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