Durante mi vida, acomodé a Dios a mi manera y según mis necesidades. Cuando mi hija Beatriz (26 años) se hizo partícipe del Movimiento, su entusiasmo me parecía exagerado. Pensaba que la estaban volviendo loca.
En algunas oportunidades, dada la insistencia de ella, participé de misas y reuniones. Recuerdo cuánto me cuestionaba ver la felicidad de todos aquellos jóvenes y la infelicidad de mi vida. Solía preguntarme si alguna vez yo podría hacer lo mismo, pero sabía que tenía que morir a muchas situaciones de pecado y hacer una nueva vida.
En noviembre de 1983 me enfermé repentinamente y tuvieron que internarme. Día a día, los hermanos de la comunidad de mi hija me acompañaban transmitiéndome Amor y Fe. Su presencia permanente y su entrega me estaban haciendo descubrir que había un Dios Vivo diferente del que yo pensaba.
Sentí en el corazón la necesidad de hablar con el P. Mario R. y, conmovida al saber que Jesús me perdonaba aún más de lo que yo creía, después de 40 años, sentí el llamado a reconciliarme con él.
¡Qué gozo y paz nació en mi corazón! Podía sentir la misma felicidad y dicha que veía en mi hija. Podía entregar con confianza mi enfermedad en manos de Quien siempre me amó. Pude retornar a mi casa sin imaginar que a partir de ese momento comenzaría a luchar por mi vida. Cada día empeoraba, ya había perdido toda movilidad, los dolores eran más agudos… Sentía en el corazón que estaba muriendo.
Con mi hija orábamos permanentemente, leíamos la Palabra y nos entregábamos a la voluntad del Padre. El día de Navidad, Jesús me visitó en la Eucaristía después de tantos años, y recibí la Santa Unción, rogándole a quien todo lo puede que me sanara. Sabía que Jesús no me abandonaría y, al comulgar, tuve la certeza de que me sanaría.
En pocos días, me enteré de que todo este dolor llevaba el nombre de cáncer. Permanecí serena y en paz. Recuerdo que el oncólogo me propuso ver a un psiquiatra y le dije que estaba sostenida por la oración y por la ayuda espiritual de un sacerdote. Sabía que todos los grupos de oración estaban orando por mí, que lo hacían en los Cursillos de Evangelización y en distintos Centros. Veía a mi hija con una fuerza sobrenatural nacida de la Fe que Dios nos regalaba.
Me avisaron que el tratamiento quimioterápico sería muy duro, que tendría que ayudar y obedecer. Así comencé a luchar de la mano de Jesús y María. Bendecía los medicamentos, oraba por los médicos y enfermeras, hasta por las habitaciones donde me internaba. Recibía la comunión lo más frecuentemente posible, pensando que sólo el Cuerpo de Cristo podría hacer en mí un nuevo cuerpo. Trataba de reconciliar mi vida cada día un poco más con Jesús.
Todo daba sus frutos: la presencia de Dios y del Espíritu Santo se podían 'percibir' en el aire.
Tuve que pasar momentos imposibles de describir con palabras, donde hasta llegué a pedirle al Padre que me llevara con él, que humanamente no soportaba más. Pero el Señor, revelándose permanentemente, volvía a transmitirme fuerzas para continuar y ayudarlo a luchar.
¡Las Promesas de Dios se cumplían! Comencé a mejorar, podía caminar sola y moverme en mi casa. Los dolores no eran tan agudos, podía estar sin calmantes. Los médicos se asombraban por la mejoría que veían y yo les decía que no sólo era la ciencia y la voluntad de ellos sino todas las oraciones que los acompañaban.
¡Alababa a Dios en cada movimiento que hacía! ¡Alababa a Dios en cada día que vivía! Dios me daba la gracia de poder ir los domingos a misa, comulgar, festejar con todos mis hermanos su eterna misericordia.
Me llamaba a dar testimonio de su poder y su bondad. Me regalaba las oraciones de sanidad, una vez por semana en mi hogar, y —a principios de este año— la dicha de participar en el Retiro de Pascua en Quilmes. ¡Gloria a Dios!
Hoy quiero anunciarles que Jesús vive, que su poder es el mismo y que su bondad y amor son infinitos. La ciencia sin la mano de Dios es limitada. No importa sufrir cuando guardamos la esperanza de una vida eterna porque esa es la verdadera vida. ¡Cristo Vive! ¡Aleluia!
«Señores, ¿qué debo hacer para salvarme? Ellos le respondieron: 'Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y los de tu casa'» (Hch 16,30-31).
Olga B. |
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