«En la Antigua Alianza el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. En el contexto del Éxodo reciben también una nueva significación los panes ácimos que Israel come cada año en la Pascua conmemorando la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios. Finalmente, el pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El 'cáliz de bendición' (1 Cor 10,16), al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén. Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1334).
Quiero compartirles la gracia que el Señor me regala en cada Eucaristía. Poder ir a Misa y comulgar frecuentemente en la semana, significa para mí una providencia y alegría muy hondas. En el sacramento de la comunión recibo al único tesoro que anhelo, al tesoro de mi alma, al tesoro más grande en la sencillez pequeña de un trozo de pan.
Jesús quiso darnos su amor hasta el fin, hasta el don de su vida, y en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio nuestro como quien nos amó y se entregó por nosotros (cf. Gál 2,20). El pan y el vino son los signos que expresan y comunican este amor. «Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios desciende del cielo y da Vida al mundo'. Los discípulos le dijeron: 'Señor, danos siempre de ese pan'» (cf. Jn 6,32-34.53).
Si quiero seguir realmente al Señor, si opto por ser su discípula, necesito alimentarme con su Vida. ¡Cuántas veces a lo largo del día busco fuerzas, consuelos, compensaciones y buenas ideas!
Pero busco mal porque busco afuera, porque busco en "señores" equivocados y no busco en la Verdad. Jesús me invita a preguntarme y a discernir: ¿En qué "invierto" o "gasto" mi tiempo? ¿Cómo organizo las distintas tareas y actividades? ¿Qué lugar ocupan las añadiduras? ¿Dónde está lo importante en cada jornada? ¿En qué medida me empecino gastando energías en los panes perecederos, preocupándome poco por el Pan para la vida eterna?
El Señor se anonada, se ofrece por mí sin que sea digna, y en Él recibo todo consuelo y toda fuerza. Por eso es que no puedo hacer otra cosa más que repetir humildemente y con fe las palabras del centurión: «Señor, no soy digna de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme» (cf. Mt 8,8).
¡Qué gracia tan grande y maravillosa la de ser invitados a esta fiesta del amor de Jesús! ¡Qué gozo será para el corazón del Señor recibir nuestra pequeña respuesta, nuestro pobre sí! ¡Qué gozo no ser como aquellos invitados descorteses que se amparaban en tantas excusas! (cf. Jn 14,15).
Descubro que ir al banquete del Señor:
• me cambia la mirada, ayudándome a vivir lo cotidiano en plenitud y alegría profunda.
• me une íntimamente con Jesús: «Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y Yo en él» (cf. Jn 6,56).
• me lleva a interceder junto a María que —como al pie de la cruz— está unida a la ofrenda de su Hijo.
• me separa del pecado porque su Cuerpo es entregado y su Sangre derramada para la conversión de mi vida.
• me fortalece en la caridad, en el camino del amor y de la entrega.
• me hace unidad y comunión con mis hermanos y con su Iglesia: «Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones» (cf. Hch 2,42-46). «Como uno es el pan, todos pasamos a ser un solo cuerpo, participando todos del único pan» (1 Cor 10,16-17).
• me hace testigo de su presencia en mí.
• me da el anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo y me hace desear la Vida eterna: «Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan de la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (San Ireneo de Lyon) (Catecismo Nº 1000).
• reanima mi esperanza de un «cielo nuevo» y una «tierra nueva» en la que habitará la justicia (cf. 2 Pe 3,13). Por la celebración eucarística nos estamos uniendo ya a la liturgia del Cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos (cf. 1 Cor 15,28) y nos encontremos en el Banquete de las Bodas del Cordero (cf. Ap 19,9).
• hace brotar de mi corazón una verdadera acción de gracias, alabanza y adoración al Padre, como memorial del sacrificio de Cristo, como presencia de Cristo por el poder de su Palabra y de su Espíritu. «Hagan esto en memoria mía» (cf. 1 Cor 11,24-25).
Por todo esto Jesús, quiero pedirte que al recibir tu Cuerpo y tu Sangre alimentes mi fidelidad para poder ser un sagrario que permanezca vivo hasta la próxima Eucaristía, para poder amarte y servirte, también, en el sagrario de mis hermanos. Que tu presencia en mí, me enseñe a permanecer en alianza íntima y profunda con tu Palabra. Quiero pedirte que me rindas enteramente a tu amor, a tu voluntad y a tu señorío para que mi nada sólo cobre sentido en tu Todo, porque en vos soy, me muevo y existo.
Verónica Di Caudo |
© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |