MARÍA EN LA IGLESIA |
"La bienaventurada Virgen María sigue 'precediendo' al Pueblo de Dios. Su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los individuos y comunidades, para los pueblos y naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad" (Redemptoris Mater, 6). Ella es la estrella del tercer milenio, al igual que en los inicios de la era cristiana fue la aurora que precedió a Jesús en el horizonte de la historia. De hecho, María nació cronológicamente antes de Cristo, lo engendró y lo introdujo en nuestra historia humana. Nos dirigimos a ella para que siga guiándonos hacia Cristo y el Padre, en la noche tenebrosa del mal y en los momentos de duda, crisis, silencio y sufrimiento. Elevamos a ella el canto preferido de la Iglesia de Oriente, el himno Acatistos que en 24 estrofas exalta líricamente su figura. En la quinta estrofa dedicada a la visita de Isabel, exclama:
"Alégrate, sarmiento de planta inmarcesible. |
"Alégrate porque preparas un puerto a las almas. La visita a Isabel sellada por el cántico del Magnificat, un himno que atraviesa como melodía perenne todos los siglos cristianos: un himno que une los espíritus de los discípulos de Cristo más allá de las divisiones históricas, que estamos comprometidos a superar de cara a una comunión plena. En este clima ecuménico es bello recordar que Martín Lutero, en 1521, dedicó a este "santo cántico de la bienaventurada Madre de Dios" —como él decía— un célebre comentario. En él afirma que el himno "debería ser aprendido y memorizado por todos" pues "en el Magnificat María nos enseña cómo tenemos que amar y alabar a Dios... Ella quiere ser el ejemplo más grande de la gracia de Dios para incitar a todos a confiar y alabar la gracia divina". María celebra la primacía de Dios y de su gracia que elige a los últimos y despreciados, los "pobres del Señor", de los que habla el Antiguo Testamento, los eleva y los introduce como protagonistas en la historia de la salvación. Juan Pablo II (21/3/2001). |
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