«Gracias Señor
por mirarme,
por acordarte
de mí, tomar
mi pequeñez
y con ella construir,
para tu Reino,
una casa donde
el carisma
de la Obra
se mueve
en cada latir
del corazón»
Marta se refiere al grupo de hermanos con quienes se reúne semanalmente
para orar comunitariamente y compartir la vida a la luz de la Palabra de Dios.
Caminando con mi querida comunidad durante dos años, me pregunté: ¿Qué es la comunidad para mí? Hoy, de mi interior surge esta respuesta: La comunidad es el pan de vida que el Señor me regala para alimentarme, es la perla más preciosa que encontré en mi camino, y ahora debo cuidarla con mucha entrega, amor y dedicación.
Jesús, Vos me la regalaste, y ¿ahora qué hago?; fue mi primera pregunta de asombro ante mi comunidad. Y Jesús, con su dulzura y paciencia, me fue modelando para ella, me fue sacando los escollos de hombre viejo, limpiando con su sangre resucitadora y sanando mi interior para vivir como resucitada en mi comunidad. El tiempo fue pasando y yo me sentí cada vez más comprometida, más adherida, más enamorada de la comunidad.
¡Jesús! —exclamé—, me siento enamorada porque vos estás en ella, vos estás vivo en ella, vos me sedujiste y tu amor me preparó este lugar. Desde el comienzo lo tenías en tus planes, Pastor, y yo, como soy muy pequeña, no alcanzo a ver y a comprender qué grandes son tus horizontes. ¡Una comunidad! ¡Cuánta gente ignora la existencia de ella! ¡Cuánta gente se niega a vivirla!
Yo acepto vivirla como tú me lo pides: entregándome, orando y sanando. Me diste para esta comunidad un signo: tu cruz, y un modelo de vida entregada a tu voluntad: María. Ella cuida de cada corazón, de cada vida, para que ninguna se pierda. Ella me guía a los hermanos y me da alianza con ellos, me hace fraternidad y vida. Y Vos, Señor, estás allí en medio de nosotros; Tú eres el corazón viviente de la comunidad, eres quien recoge nuestras lágrimas y nuestra alegría; eres el sostén de todas nuestras vidas.
Mi querida comunidad, hoy te quiero decir tantas cosas, pero Jesús me inspira sólo una:
Somos como una flor: nosotros, los pétalos; el cáliz, Jesús; y el tallo, la Palabra de Dios. El tallo sostiene al cáliz, que le da vida a los pétalos; si se arranca uno de los pétalos, queda un espacio vacío, un lugar que no puede volver a ser ocupado por otro pétalo. Los pétalos son arrancados por las fuertes tormentas o vientos cuando no están bien unidos, enraizados, aliados unos con otros.
Me pregunto: ¿Hasta cuándo las tormentas le arrancarán pétalos a mi comunidad?
Y el Señor me responde: Hasta que sus corazones aprendan a ser uno con el mío y todos tengan los mismos sentimientos que mi Hijo.
— Padre, yo amo mucho a mi comunidad, y quiero verla feliz, sana, libre.
— Hijita, tené paciencia; Yo construyo en cada uno desde la vocación que han recibido, respetando el tiempo de cada uno y dándole los talentos necesarios para que produzcan frutos.
Me di cuenta que entregando mi tiempo de oración personal por cada hermano, era una semillita de amor que el Señor ponía en el camino, un pedazo de pilar para su construcción, un sostén para muchos hermanos. Experimentaba también que la comunidad podía ser feliz si "yo" era feliz, podía amar si yo amaba y podía ser libre si yo me sanaba.
El camino para ello no era difícil pero muy profundo: la fraternidad mutua con el Evangelio, el compromiso de vida con el hermano y la comunión íntima con Jesús.
¡Oh Pastor! Bendito seas, mi Señor, porque me hiciste renacer de una comunidad. Y sin ella no podría vivir, no podría anunciarte y convertir a este mundo, porque sin la fuerza de mi comunidad nada podría hacer, porque la comunidad es el corazón abierto del Padre que me recibe en cada hermano, es el Evangelio compartido en lo cotidiano, es la Resurrección en cada alabanza y es la unidad sostenida en la Eucaristía.
Hermanos, sólo quiero transmitirles una cosa: No hay nada, pero nada en este mundo que se pueda comparar con una comunidad, con el amor de los hermanos entregado en cada oración, con la entrega y despojo de los pastores quienes velan para que las ovejas no se pierdan, o con la oración del Padre por todos sus hijos.
Gracias Señor por mirarme, por acordarte de mí, tomar mi pequeñez y con ella construir, para tu Reino, una casa donde el carisma de la Obra se mueve en cada latir del corazón. Gracias Señor, porque me diste un corazón comunitario donde depositaste las necesidades del otro para trabajar, convertir, para poder ensalzarte.
Gracias, porque, como María, voy aprendiendo a hacer de mi vida un Magnificat, un canto de alabanza nacido en el corazón de mi comunidad.
Marta Tartaglini |
© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |