«Jesús es
el Gran Pastor
de las ovejas
por la Sangre
de
una Alianza eterna»
(Heb 13,20)
Aquí está
en tu presencia
la confesión
de mi corazón,
la
confesión
de mis
innumerables crímenes
Que tu dulce gracia me dé
el poder y la fuerza necesarios
para luchar
contra los vicios y las malas pasiones
que todavía
asaltan mi alma
Descienda
a mi corazón tu Espíritu de bondad
y de dulzura,
y se prepare allí
una morada,
purificándolo
de toda mancha
de la carne
y del espíritu
Enséñame,
dulce Señor,
a corregir
a los inquietos,
a consolar
a los pusilánimes,
a ayudar
a los débiles
Extiende tu diestra santa y bendícelos, derrama
en sus corazones
tu
Santo Espíritu
y que Él los conserve en la unidad
del Espíritu y el vínculo de la paz
Oh Jesús, buen pastor, pastor bueno, pastor clemente, pastor lleno de
ternura, a ti clama un pastor pobre y miserable, un pastor débil, ignorante e
inútil, pero, de todos modos, pastor de tus ovejas.
A ti, digo, oh buen pastor, clama este pastor que no es bueno; a ti clama,
angustiado por sí mismo, angustiado por sus ovejas.
Cuando recuerdo, en la amargura de mi alma, mis años pasados, me lleno de temor y me estremezco al solo nombre de pastor: ciertamente sería una insensatez si no me sintiera totalmente indigno de él.
Pero tu santa misericordia está sobre mí para arrancar mi alma miserable de las profundidades del abismo, tú que tienes misericordia del que quieres y la concedes a quien te agrada, y de tal modo perdonas los pecados que no castigas por venganza ni llenas de confusión con tus reprensiones, ni amas menos a los que amonestas: sin embargo permanezco confundido y conturbado, pues, si bien recuerdo tu bondad, no puedo olvidar mis ingratitudes.
Aquí está, aquí está en tu presencia la confesión de mi corazón, la confesión
de mis innumerables crímenes, de cuyo dominio tu misericordia quiso liberar a
mi pobre alma.
Por todo esto, mis entrañas te dan gracias y te alaban con todas sus fuerzas.
Pero no soy menos deudor tuyo por todos aquellos males que no hice, porque, ciertamente, el mal que no hice no lo hice porque tú me conducías, quitándome el poder de realizarlo, o rectificando mi voluntad, o dándome la fuerza de resistir.
Mas, ¿qué haré Señor Dios mío, por todo aquello con lo que por tu justo juicio toleras todavía que tu servidor, el hijo de tu sierva, sea atormentado y abatido?
Innumerables son las razones, Señor, por las que mi alma pecadora se inquieta ante tu mirada y, no obstante eso, mi contrición y mi vigilancia están muy lejos de ser las que serían necesarias o las que mi voluntad desearía.
Te confieso, Jesús mío, salvador mío, esperanza mía, consuelo mío; te confieso, Dios mío, que no estoy tan contrito y lleno de temor como debería por el pasado, ni me preocupo por el presente como convendría. ¡Y tú, dulce Señor, has establecido a este hombre sobre tu familia, sobre las ovejas de tu rebaño!
A mí, que tengo tan poco cuidado de mí mismo, me mandas cuidar de ellos; a mí, que no alcanzo a orar por mis propios pecados, me mandas orar por ellos; a mí, que apenas me he instruido a mí mismo, me mandas que les enseñe a ellos.
Desdichado de mí, ¿qué he hecho, qué he emprendido, en qué he consentido? Pero sobre todo tú, Señor, ¿qué has dejado que hagan de este miserable? Pero dime, dulce Señor, ¿no es ésta tu familia, tu pueblo elegido, que por segunda vez hiciste salir de Egipto, que creaste y redimiste? Luego los reuniste de todas las naciones y los hiciste habitar unidos fraternalmente en esta casa. ¿Por qué entonces, oh fuente de misericordia, siendo lo que son, tan caros para ti, has querido encomendármelos a mí, que soy tan despreciable a tus ojos?
¿Acaso lo hiciste para consentir a mis inclinaciones y entregarme a mis deseos y poder acusarme mejor, condenarme más severamente y castigarme no sólo por mis pecados, sino también por los de los demás? Pero ¿valía la pena —oh piadosísimo— que, para tener un motivo más evidente para castigar con mayor severidad a un pecador, expusieras tantas y tales almas?
En efecto, ¿hay un peligro mayor para los discípulos que un superior necio y pecador? ¿O bien —y esto me parece más digno de tu gran bondad y lo experimento dulcemente— pusiste al frente de tu familia un hombre tal para que tu misericordia se haga manifiesta y evidente tu sabiduría?
¿Tuviste a bien gobernar a tu familia por un hombre tal, que nada procediera de él, sino de la grandeza de tu poder, para que el sabio no se gloríe de su sabiduría ni el fuerte de su fortaleza, porque cuando gobiernan bien a tu pueblo, eres tú, en realidad, el que gobierna? Entonces, no a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre da la gloria.
Cualquiera que haya sido tu intención al ponerme o dejar que me pusieran en este cargo a mí, indigno y pecador, mientras toleras que los presida, me mandas cuidar de ellos y orar por ellos con dedicación. Entonces, Señor, no me postro en oración ante tu rostro apoyado en mis méritos, sino en tu gran misericordia; de modo que donde callan los méritos, clama el deber.
Que tus ojos estén sobre mí y tus oídos escuchen mi oración. Pero como la ley prescribe que el deber del sacerdote es orar primero por sí mismo y luego ofrecer el sacrificio por el pueblo, yo inmolo a tu majestad este humilde sacrificio de oración en primer lugar por mis propios pecados.
Estas son, Señor, las heridas de mi alma. Tu mirada viva y eficaz todo lo ve, y alcanza hasta la división del alma y del espíritu. Tú ves, ciertamente, en mi alma, Señor mío, ves las huellas de mis pecados pasados, y los peligros presentes y también las causas y las ocasiones de los futuros. Ves todo esto, Señor, y deseo que lo veas.
Sabes también, tú que escrutas mi corazón, que no hay nada en mi alma que yo
quiera ocultar a tus ojos, aun cuando fuera posible eludir tu mirada. ¡Ay de
aquellos que desean esconderse de ti!
No lograrán ocultarse y, en lugar de ser sanados, serán castigados por ti.
Mírame, dulce Señor, mírame. Yo espero en tu piedad, oh misericordiosísimo,
porque como médico compasivo miras para curar, como maestro lleno de bondad para
corregir, como padre indulgente para perdonar.
Esto es lo que te pido, oh fuente de piedad, confiando en tu misericordia omnipotente y en tu omnipotencia misericordiosísima: que con el poder de tu Nombre suavísimo y por el misterio de tu santa humanidad, perdones mis pecados y sanes las enfermedades de mi alma, acordándote de tu bondad y olvidando mi ingratitud.
Y que tu dulce gracia me dé el poder y la fuerza necesarios para luchar contra los vicios y las malas pasiones que todavía asaltan mi alma, ya sea por una pésima costumbre inveterada, ya por mis infinitas negligencias cotidianas, ya por la debilidad de mi naturaleza viciada y corrompida o por la tentación oculta de los espíritus malignos, a fin de que no consienta en ellas, ni reinen en mi cuerpo mortal, ni les entregue mis miembros para convertirlos en armas de injusticia, hasta que cures perfectamente mis debilidades, cicatrices mis heridas y corrijas mis deformidades.
Descienda a mi corazón tu Espíritu de bondad y de dulzura, y se prepare allí una morada, purificándolo de toda mancha de la carne y del espíritu, e infundiéndole un aumento de fe, de esperanza y de caridad, de compunción, de piedad y de delicadeza. Que Él extinga con el rocío de su bendición el fuego de las concupiscencias y destruya con su poder los impulsos impuros y los afectos carnales. Que me conceda fervor y discernimiento en los trabajos, en las vigilias, en las abstinencias, y voluntad generosa y eficaz para que te ame, te alabe, ore y medite, obre y piense según tu deseo. Y que persevere en todo esto hasta el fin de mi vida.
Todas estas cosas ciertamente me son necesarias a mí mismo, oh esperanza mía. Pero hay otras cosas de las que tengo necesidad no sólo para mí, sino también para aquellos a quienes me mandas servir más bien que dominar. Uno de los antiguos te pidió cierta vez que le concedieras sabiduría para saber gobernar a tu pueblo. Era un rey y su pedido te agradó y escuchaste su voz, y sin embargo todavía no habías muerto en la cruz ni habías mostrado a tu pueblo esa admirable caridad.
He aquí, dulce Señor, he aquí en tu presencia tu Pueblo elegido, que tiene ante sus ojos tu cruz y los signos de tu pasión. Y a este pecador, tu siervo, le has encomendado que lo conduzca. Dios mío, tú conoces mi ignorancia y no te es desconocida mi debilidad. Por eso no te pido, dulce Señor, que me des oro, ni plata, ni piedras preciosas, sino la sabiduría, para que sepa conducir a tu Pueblo. Envíala, oh fuente de sabiduría, desde el trono de tu grandeza, para que esté conmigo, conmigo trabaje, conmigo obre; que ella hable en mí y disponga mis pensamientos, mis palabras y todas mis acciones y proyectos según tu beneplácito, para honor de tu nombre, para progreso de ellos y para mi propia salvación.
Conoces mi corazón, Señor: todo lo que has dado a tu servidor quiero consagrarlo a ellos sin reservas y entregarlo a su servicio. Sobre todo, quiero consagrarme yo mismo a ellos de corazón. ¡Que así sea, Señor mío, que así sea!
Mis sentimientos y mis palabras, mi reposo y mi trabajo, mis actos y mis pensamientos, mis éxitos y mis fracasos, mi vida y mi muerte, mi salud y mi enfermedad, absolutamente todo lo que soy, lo que vivo, lo que siento, lo que comprendo, que todo esté consagrado y todo se entregue al servicio de aquellos por quienes tú mismo no has desdeñado entregarte.
Enséñame, Señor, a mí, tu servidor: enséñame, te ruego, por tu Espíritu Santo, cómo consagrarme a ellos y cómo entregarme a su servicio. Concédeme, Señor, por tu gracia inefable, soportar con paciencia sus debilidades, compadecerlos con bondad y ayudarlos con discernimiento. Que aprenda, en la escuela de tu Espíritu, a consolar a los que están tristes, a reconfortar a los pusilánimes, a levantar a los que han caído, a ser débil con los débiles, a abrasarme con los que sufren escándalo, a hacerme todo con todos para ganar a todos. Pon en mi boca una palabra verdadera, justa y agradable, para que sean edificados en la fe, esperanza y caridad, en la castidad y la humildad, en la paciencia y la obediencia, en el fervor del espíritu y la devoción del corazón.
Y ya que les diste este guía ciego, este doctor ignorante, este jefe insensato —al menos por ellos, si no lo haces por mí—, enseña al que has establecido como doctor, guía al que mandaste que guiara a otros, gobierna al que estableciste como jefe. Enséñame, pues, dulce Señor, a corregir a los inquietos, a consolar a los pusilánimes, a ayudar a los débiles.
A cada uno según su naturaleza, su conducta, sus inclinaciones, su capacidad o su simplicidad; según las circunstancias de lugar y tiempo, ayúdame a adaptarme a cada uno, según te parezca conveniente. Y ya que por mi debilidad física, o por la pusilanimidad de mi espíritu, o por los vicios de mi corazón, los edifico muy poco o prácticamente nada con mi trabajo, mis vigilias o mi abstinencia, te ruego, por tu abundante misericordia, que sean edificados por mi humildad, mi caridad, mi paciencia y misericordia. Que los edifique mi palabra y mi doctrina, y que mi oración los ayude siempre.
Escúchame entonces, misericordioso Dios nuestro, escucha la oración que hago por ellos; a ella me obliga mi cargo, me invita el afecto y me anima la consideración de tu benignidad.
Tú sabes, dulce Señor, cuánto los amo, que mi corazón les pertenece y mi afecto se derrama sobre ellos.
Tú sabes, Señor mío, que no los gobierno con rigor ni con un espíritu de dominio, que he elegido servirlos en caridad antes que dominar sobre ellos; que la humildad me impulsa a someterme a ellos y el afecto a estar entre ellos como uno de ellos.
Escúchame, pues, escúchame, Señor, Dios mío, y que tus ojos estén abiertos sobre ellos día y noche.
Despliega, piadosísimo, tus alas y protégelos; extiende tu diestra santa y bendícelos; derrama en sus corazones tu Santo Espíritu y que Él los conserve en la unidad del Espíritu y el vínculo de la paz, en la castidad de la carne y en la humildad del alma.
Que ese mismo Espíritu asista a los que oran y colme sus entrañas con la sustancia y la manteca de tu amor; que restaure sus almas por la suavidad de la compunción e ilumine su corazón con la luz de tu gracia; que la esperanza los aliente, el temor los haga humildes, la caridad los inflame. Que Él les sugiera las oraciones que deseas escuchar.
Que ese tu dulce Espíritu esté en el interior de los que meditan, a fin de que, iluminados por Él, te conozcan e impriman en su memoria a Aquel a quien invocan en las adversidades y consultan en las dudas.
Que este piadoso Consolador venga en socorro de los que luchan en la tentación y ayude su debilidad en las angustias y tribulaciones de esta vida.
Que bajo la acción de tu Espíritu, dulce Señor, tengan paz en sí mismos, entre ellos y conmigo; que sean modestos, benévolos, que se obedezcan, se sirvan y se soporten mutuamente.
Que sean de espíritu ferviente, gozosos en la esperanza, siempre pacientes en la pobreza, la abstinencia, los trabajos y las vigilias, en el silencio y el recogimiento.
Aparta de ellos, Señor, el espíritu de soberbia y de vanagloria, de envidia y de tristeza, de acedia y de blasfemia, de desesperación y desconfianza, de fornicación y de impureza, de presunción y de discordia.
Permanece en medio de ellos según tu promesa que no falla, y ya que sabes qué es lo que necesita cada uno, te ruego que fortalezcas en ellos lo que es débil y no rechaces lo que es flaco, que cures lo que está enfermo, alegres las tristezas, reanimes a los tibios, confirmes a los inestables: para que cada uno sienta que tu gracia no le falta en sus necesidades y tentaciones.
Finalmente, en cuanto a los bienes temporales con los cuales se debe sostener la debilidad de nuestro pobre cuerpo durante esta vida miserable, provee de ellos a tus siervos en la medida que quieras y te parezca conveniente. Una sola cosa pido, Señor mío, a tu dulcísima piedad: que, ya sean pocos, ya sean muchos, hagas de mí, tu siervo, un fiel dispensador que distribuya con discernimiento y administre con prudencia todo lo que nos das.
Inspíralos también a ellos, Dios mío, para que soporten con paciencia cuando no les has dado y usen con moderación lo que les das; y que con respecto a mí, que soy tu servidor y también el de ellos por tu causa, siempre crean y sientan lo que sea útil para ellos; que me amen y me teman en la medida que tú juzgues que les conviene.
Yo los entrego a tus santas manos y los confío a tu piadosa Providencia; que nada los arrebate de tu mano ni de la mano de tu servidor a quien los encomendaste, sino que perseveren con éxito en su santo propósito, y perseverando en él obtengan la Vida eterna, gracias a tu auxilio, dulcísimo Señor nuestro, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
San Elredo de Rieval,
abad, año 1160.
Traducción de María Rosa Suárez, osb.