«Siento que
la única respuesta
es que cuando Dios
me da la gracia
de abandonarme
en Él,
más plenifica
mi vida»
Desde el año 1986, durante la primera quincena de enero, el Movimiento participa de las misiones rurales que realiza la diócesis de Rafaela con una continuidad de tres años en cada lugar. Para poder participar de ellas, además de algunas aptitudes especiales, se debe descubrir una vocación, porque la misión no es una actividad, sino un estilo de vida.
¡Qué difícil es dibujar en un papel lo que el Señor dibujó en mi corazón en tan sólo trece días! Un hermano con el que compartí los días de misión diría: "la sobre archi desbordante abundancia de gracia del Amor de Dios"; y creo que aún así, esta definición es pequeñita para el amor con el que Jesús besa nuestros corazones en los días de misión.
Quienes hemos misionado sabemos que podemos referirnos a la misión para afuera (con respecto a los hermanos misionados) y a la misión para adentro (con respecto a la comunidad de misioneros con la que compartimos la vida y con respecto a la obra que el Señor va haciendo en nuestro corazón).
En cuanto a la misión para afuera es tener la posibilidad de contemplar a Jesús en el rostro de cada hermano. Y en esto, contemplarlo desde las realidades más diversas:
• Un Jesús doliente, en el rostro de algún hermano que estaba sufriendo la pérdida de un ser querido.
• Un Jesús amor, hecho providencia en cada torta, en cada tarro de leche, en cada frasquito de dulce traído hasta la escuelita donde nos alojábamos.
• Un Jesús cargado de las cosas del Padre, cada vez que los hermanos venían con el corazón dispuesto a orar y a escuchar la Palabra de Dios.
• Un Jesús niño, un Jesús joven, un Jesús anciano, un Jesús familia.
• En fin, un Jesús que pudimos descubrir, amar y acariciar en cada hermano misionado.
Con respecto a la otra misión, es descubrir que en nuestro corazón ya hay una base que se formó desde la vida comunitaria, de oración y de encuentro con la Palabra de Dios que nos va modelando. Parece increíble pero desde el primer día, ante cada situación nos mirábamos y ya sabíamos lo que estábamos pasando. Todavía recuerdo cuando estábamos en alguna dinámica con los hermanos de La Ifigenia o compartiendo la cena y nos surgía mirarnos y decirnos: ¿querés que te ayude a preparar el mate? Y salíamos para la cocina en busca de un ratito de "intimidad" para compartirnos la vida o hacer una oración. El Señor fue abriendo ampliamente nuestros corazones y nos hizo recibir desde la sencillez, desde lo cotidiano, la vida de los hermanos.
Es la experiencia de la Alianza que selló con el fuego del Espíritu nuestros vínculos que aún hoy siguen creciendo y en muchos casos son pilares fundamentales de mi camino.
Cuando estamos en la misión, la diócesis y los mismos hermanos misionados se encargan de nuestras necesidades (comida, alojamiento, colchones). No tenemos la comidita de mamá, ni el programa de televisión favorito, ni qué hablar del colchón de la cama en la que nos gusta dormir. Si bien no vivimos en condiciones inhóspitas, no todo es color de rosa: hace mucho calor, la heladera no llega a enfriar el agua, largas caminatas, algún que otro reptil (toda una entrega para mí), cocinar en la cocina con techo de chapa con grandes hornallas que acentúan aún más el calor típico de enero, el cansancio, que todos los días aumenta un poquito más, los seres queridos que están tan lejos.
También sobran experiencias como: "justo cuando me iba a dormir una siestita, llegaron las visitas", o "teníamos todo armado para una reunión comunitaria y ¡sorpresa!, más visitas" (lejos de renegar, estábamos ahí para servirlos). Eso hace que uno tenga que ir madurando la renuncia de los propios proyectos, por lo que van necesitando los otros.
La pregunta es: ¿Cómo puede ser que aún así uno sea tan inmensamente feliz? ¿Cómo puede ser que cuando volvemos a la vida cotidiana nos sentimos desencajados en el mundo y lo único que añoramos es volver a los días de misión?
Nada de lo que tenemos en el mundo —casa, amigos, familia, libros, comodidades— hay allí. Todo parece tan lejano que a veces ni siquiera contemplamos la posibilidad de extrañar. Sólo estamos nosotros, con un bolsito con nuestras pertenencias (muy pocas) y la Palabra de Dios. Entonces, ¿cómo puede ser que bajo estas condiciones uno sea incalculablemente feliz? ¿Cómo puede ser que no conociendo a los otros misioneros, sólo con vernos, nos amamos tanto? Ante todo esto siento que la única respuesta es que cuando Dios me da la gracia de abandonarme en Él, más plenifica mi vida.
La misión para mí fue la entrega física de la vida puesta al servicio del Reino que cambia nuestra conciencia de bautizados, nuestra identidad de "peregrinos" en el desierto del mundo caminando hacia la casa del Padre Celestial.
Hoy, ya en mi casa, siento que no puedo menos que "vivir misionando" desde el anuncio de la Buena Noticia y desde el abandono pleno y total en Dios.
Vanina Spinosa |
© Il Movimento della Parola di Dio, una comunità pastorale e discepolare cattolica. Questo documento inizialmente è stato pubblicato dalla relativa Editrice della Parola di Dio e può essere riprodotto a condizione che accenni alla relativa origine. |