Vamos a caracterizar
las "etapas"
de la entrega
que nos lleva a
la Santidad del Amor por el camino
de la vida
Para que Dios reine en nuestro interior personal y comunitario
es necesario
reconocerlo
como Señor
El cimiento ya
no se entristece
de estar bajo tierra;
se alegra
de sostener la Casa
aún cuando gima
la naturaleza sostenida
por
el Espíritu
«Sabemos, hermanos amados por Dios, que ustedes han sido elegidos. Porque la Buena Noticia que les hemos anunciado llegó hasta ustedes, no solamente con palabras, sino acompañada de poder, de la acción del Espíritu Santo y de toda clase de dones. Ya saben cómo procedimos cuando estuvimos allí al servicio de ustedes. Y ustedes, a su vez, imitaron nuestro ejemplo y el del Señor, recibiendo la Palabra en medio de muchas dificultades con la alegría que da el Espíritu Santo. Así llegaron a ser un modelo para todos los creyentes de Macedonia y Acaya. En efecto, de allí partió la Palabra del Señor, que no sólo resonó en Macedonia y Acaya: en todas partes se ha difundido la fe que ustedes tienen en Dios, de manera que no es necesario hablar de esto. Ellos mismos cuentan cómo ustedes me han recibido y cómo se convirtieron a Dios, abandonando los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero y esperar a su Hijo que vendrá desde el cielo: Jesús, a quien Él resucitó y que nos libera de la ira venidera» (1 Tes 1,4-10).
Un día «salió Jesús y miró a un publicano llamado Leví que estaba sentado en la oficina del fisco. Y le dijo: 'Sígueme'. Él se levantó, dejó todas las cosas y lo siguió». Y Mateo sintió una gran alegría por haberse entregado al Señor. Por eso «preparó en su casa un gran banquete» (Lc 5,27-29).
La historia de la entrega de Mateo se repite continuamente en la Iglesia. Dios quiere dirigir como Soberano la vida de los hombres y lo hace desde y con el Amor. Para que Dios reine en nuestro interior personal y comunitario es necesario reconocerlo como Señor-Dios. Ese reconocimiento se hace mediante la entrega. Todos nosotros hemos experimentado, en los grupos de oración, cómo el Espíritu de Dios nos profundiza mediante la misma. Esa entrega que es salida de nuestra posesividad natural [1] para entrar en la posesividad de Dios.
La oración comunitaria nos ha enseñado a amar. Y amamos entregándonos. Pero tal vez después de caminar bastante hacemos un alto y nos preguntamos: ¿estamos caminando o nos hemos detenido? ¿Avanzamos o retrocedemos? ¿Cuál es el proceso del desarrollo de la entrega?
A esta última pregunta queremos responder brevemente. Vamos a caracterizar las "etapas" de la entrega que nos lleva a la Santidad del Amor por el camino de la vida.
Al comienzo, la entrega es un descubrimiento alegre y doloroso. Un día, orando, comenzamos —de una manera nueva— a amar a Dios y a despojarnos de nosotros mismos. De nuestros apegos naturales, adornos, seguridades humanas… Éramos niños en la oración y aprendíamos a caminar la fe que obra por amor.
El grupo nos animaba con el fervor comunitario y la entrega se hacía con la ingenuidad del niño, sin preguntarse mucho el por qué de lo que se dejaba o se daba. El alma y el corazón se abrían y la entrega se hacía alegre, confiada, generosa…
Éramos niños ante Dios y nos gustaba confiarnos a Él como Padre. Así nacía prácticamente el amor de los hijos de Dios…
Siendo jóvenes, fuimos creciendo en experiencia, interior y exterior, de nosotros mismos y del mundo. Tal vez sentimos la embriaguez del Espíritu que derramó el vino nuevo en nosotros. Quizá nos dejó el regalo de algún carisma. Pero la novedad fue pasando [2]. Debimos seguir caminando en un mundo hostil, lleno de intereses, trabas y pasiones cuyo señuelo es el bienestar del materialismo. Tuvimos arideces, se purificó nuestra fe de lo sensible, nos desilusionamos de algún hermano, sufrimos "persecuciones" por causa del Evangelio, se presentó dura la lucha contra la tentación…
En esos momentos no nos dimos cuenta suficientemente de que Jesús vivía con nosotros Su crecimiento. Aparentemente dormía, pero estaba atento a nuestro desarrollo. Él lo hacía real, con la realidad de la vida. La entrega se hacía vida y la vida costaba entregarla. Entre preguntas y cuestionamientos, revisiones y maduraciones, fuimos tomando conciencia de muchas cosas. La experiencia de Dios fue mejor fundamentada, y ayudamos fraternalmente a muchos hermanos. Tal vez hablamos más de la Palabra que de la oración, y aspiramos a crecer en la vida comunitaria.
Nos sentíamos creciendo y considerando más seriamente la entrega. Ella no es cosa de "niños", es cosa más seria; y hablábamos con nosotros mismos. Miramos entonces la entrega, la graduamos. Sin perder el valor, ella se fue relativizando.
Estábamos más atentos a nosotros mismos. Pero en alguna medida sentimos haber perdido algo del impulso inicial y de la generosidad de la fe. Sin embargo, seguimos mirando a Cristo desde su Espíritu.
Nuestra vida se ha ido asentando. Un día me di cuenta de que yo podía contar con Dios, pero que Dios no podía contar totalmente conmigo. Sentí que debía dejar de lado mis miedos, mis "integraciones" humanas, y volverme a jugar por el Reino.
Miré para atrás y anhelé los primeros tiempos de mi vida espiritual. Nada más que ahora mi actitud es distinta: deseo recuperar "algo del comienzo" [3] pero en forma consciente y responsable. Busco una entrega sin ruido pero con peso interior. Los demás podrán apoyarse en mi fe.
Entonces busco renovarme en la entrega al Espíritu y su alabanza. Me abro a un servicio sencillo y sin lucimiento. Ha surgido una nueva actitud en mi alma: servir a los hermanos y anunciar el Evangelio desde una relación renovada con el Señor. La entrega de Jesús en la cruz adquiere una nueva dimensión: la de vivir y morir a los ojos de Dios y no de los hombres. Comprendo que es mejor «que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» (Mt 6,3-4).
Ya no le pongo condiciones al Señor. Soy simplemente su servidor y eso llena mi vida. Administro la vida del Espíritu para crecimiento del Reino de Dios entre los hombres.
El horizonte de la vida se hace oculto y profundo. Es necesario crecer en "las virtudes del Amor". Sólo la santidad justifica la vida en cualquier estado y profesión. Por eso la entrega busca identificarse con la entrega de Cristo como signo de la entrega de Dios por nosotros. Buscamos mantenernos en una respuesta semejante a la de Cristo: continuada y universal.
La Palabra y la oración son el alimento diario necesario que acompaña a la caridad de la Eucaristía. Ansiamos continuamente que disminuya nuestro yo natural y crezca el sobrenatural, hasta poder decir con Pablo: «Vivo yo, ya no yo; es Cristo quien vive en mí. La vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).
El cristiano maduro procura anonadarse hasta la muerte y muerte de cruz, siempre que sea necesario o conveniente para el Reino de Dios dentro de nosotros y entre los hombres. Así puede resplandecer el amor de Dios resucitado entre los hermanos como signo de la Alianza con el Padre.
En la madurez se ha llegado a comprender —mediante la sabiduría del Espíritu— la profundidad del corazón asociado a Cristo. El cimiento ya no se entristece de estar bajo tierra; se alegra de sostener la Casa aún cuando gima la naturaleza sostenida por el Espíritu. Porque «todo lo puedo en Aquel que me da fuerzas» (Flp 4,13).
De este modo se realiza el Hombre Nuevo que dice con Jesús:
«Heme aquí, Dios mío, que vengo para hacer tu voluntad» (Hb 10,7) a fin de que seas todo en todos y los hombres puedan ser uno en el Amor.
Ese Hombre Nuevo que puede ver realizándose en sí mismo y en su Comunidad, gracias al Espíritu, los anhelos de san Pablo:
«Como elegidos de Dios, sus santos y amados, revístanse de sentimientos de profunda compasión. Practiquen la benevolencia, la humildad, la dulzura, la paciencia. Sopórtense los unos a los otros y perdónense mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra otro. El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo. Sobre todo, revístanse del amor que es el vínculo de la perfección. Que la paz de Cristo reine en sus corazones: esa paz a la que han sido llamados porque formamos un solo Cuerpo. Y vivan en acción de gracias.»
«Que la paz de Cristo resida en ustedes con toda su riqueza. Instrúyanse en la verdadera sabiduría, corrigiéndose los unos a los otros. Canten a Dios con gratitud y de todo corazón salmos, himnos y cantos inspirados. Todo lo que puedan decir o realizar, háganlo siempre en nombre del Señor Jesús, dando gracias por él a Dios Padre» (Col 3,12-17).
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[1] Cf. "Entrega o posesividad", CV n°16, pp. 4ss. © El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |