Es necesario clarificar el ideal
de masculinidad
y feminidad
hacia el cual maduramos
y en el cual formamos
a nuestros hijos,
purificándolo
de toda influencia extraña
al plan de Dios
Dios creó al varón y a la mujer esencialmente iguales aunque con características diferentes, y luego los unió en una familia, debido a que son necesarias las cualidades de ambos para forjar la clase de Pueblo que Él desea ver sobre la Tierra: hombres y mujeres capaces de ser templos de su Espíritu. Nos dio un padre y una madre, y nos hizo depender varios años de ellos, para que fuésemos modelados psicológica, moral y espiritualmente por ambos.
Existen diferencias fundamentales entre el hombre y la mujer. Cada cual contribuye a la vida humana, y ninguno puede proveer todo lo necesario. Los hombres y mujeres de hoy necesitan apreciar los dones particulares y complementarios que ponen en común en sus ambientes, venciendo las presiones y exigencias de una sociedad cambiante.
En efecto, la civilización urbano-industrial ha traído, entre otras, una crisis de la institución familiar, así como una crisis de identidad que se evidencia por ejemplo en la confusión de roles sociales (la moda "unisex", etc.). Esta situación también ha afectado a los cristianos, que por carecer en su mayoría de una formación adecuada y de comunidades y familias sanas y vigorosas, han padecido esta erosión de nuestra cultura.
Consagrados a la urgente tarea de edificar comunidades y familias que vivan y manifiesten plenamente el Reino de Dios, es necesario clarificar el ideal de masculinidad y feminidad hacia el cual maduramos y en el cual formamos a nuestros hijos, purificándolo de toda influencia extraña al plan de Dios.
Al hacer el mundo, Dios nos creó para que participáramos en la comunidad divina de amor que es la Trinidad.
El hombre y la mujer debían realizarse como imagen creada de Dios, reflejando el misterio divino de comunión en sí mismos y en la convivencia con sus hermanos, a través de una acción transformadora sobre el mundo. Pero ellos rechazaron el amor de su Dios; no tuvieron interés por la comunión con Él. Por eso se desgarraron interiormente y entraron en el mundo la muerte, la violencia, la esclavitud, el odio y el miedo (cf. DP 184-185).
Pero en Jesucristo, nacido de María la virgen, Dios vino a rescatamos al gran precio de su muerte de cruz. Él ha restaurado nuestra dignidad original; en Él hemos descubierto la imagen del hombre nuevo que todos estamos llamados a ser (cf. DP 331-333).
«Ante Cristo y María deben revalorizarse los grandes rasgos de la verdadera imagen del hombre y de la mujer: fundamentalmente iguales y miembros de la misma estirpe, aunque en diversidad de sexos, tenemos por vocación común ser evangelizadores de Cristo» (DP 334).
Aunque hombres y mujeres estamos igualmente llamados a participar de la naturaleza divina en Cristo, las virtudes del amor se viven y se estructuran en formas algo distintas. Todo cristiano debe ser amable, humilde, fuerte, servicial; sin embargo las maneras de serlo no son evidentemente idénticas para el hombre y la mujer, debido a sus distintos roles sociales y a que las características de su sexo los capacitan más para algunas cosas que para otras.
Dios Padre, al recrear el universo, nos propone dos modelos: Jesús el Hombre Nuevo y María la Mujer Nueva. El Espíritu Santo va haciendo fructificar en nosotros los rasgos de carácter que nos identifican con estos modelos de Humanidad Nueva.
Carlos E. Yaquino, |
© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia. |