LA REVELACIÓN PRIVADA |
Será con el papa Benedicto XIV (†1758) cuando se llegará a la conocida formulación según la cual "no se debe ni se puede acordar un asentimiento de fe católica a las revelaciones" incluso a las aprobadas por la Iglesia… "sino sólo un consentimiento de fe humana según las reglas de la prudencia". Por tanto, en esencia, ningún fiel está obligado a creer en las revelaciones privadas con la misma fe con la que sin embargo está obligado a acoger un dogma de fe. Pero al mismo tiempo la Iglesia permite y anima la fe en las revelaciones privadas reconocidas como auténticas. En este punto hay que hacer una precisión entre revelación pública y revelación privada. La Revelación pública es sólo una: la de la Sagrada Escritura y de la Tradición de la Iglesia que se expresa en los dogmas de fe. Todas las otras revelaciones, aún siendo reconocidas por la Iglesia y dignas de fe (como en los casos de santa Brígida, de santa Catalina Labouré, de las apariciones de Guadalupe, La Salette en 1846, Lourdes en 1858, Fátima en 1917, Banneaux en 1933, etc…), son revelaciones privadas. La enseñanza magisterial, en la estela de la reflexión teológica, sostiene que el objetivo de las revelaciones privadas no es el de añadir algo a la Revelación, o de proponer nuevas doctrinas, sino ofrecer un mensaje práctico de vida cristiana. Éstas se integran por tanto en el contexto histórico y cultural en el que tienen lugar, quedando inmutables los valores a los que ellas siempre refieren, es decir, de una vida cristiana más auténtica y profunda (¡osaremos decir: mística!). La Revelación bíblica ha acabado, pero no es un mensaje cerrado: es un anuncio de salvación, es el anuncio de Jesucristo Hijo de Dios y Salvador que cada cristiano en su propia experiencia personal, con su propia originalidad, está llamado a encontrar personalmente y a encarnar en el tiempo y en el espacio en el que vive, distinguiendo lo que es profético de lo que es sólo anacrónico. |
Comprendidas de esta manera, las revelaciones privadas (sean apariciones, mensajes, locuciones u otras), nos ponen en una situación de auténtica libertad cristiana: no reaccionemos frente a ellas de manera represiva (como contra los profetas que lapidaron nuestros padres y a los que hoy veneramos), pero tampoco con credulidad ingenua (como hacia los falsos profetas que nuestros padres honraron y que hoy nosotros condenamos). Los riesgos de quien se adhiere con facilidad a todos los fenómenos extraordinarios son los de una espiritualidad inmadura, temerosa hasta el escrúpulo, anclada en el pietismo e incapaz de acoger con alegría y madurez la libertad cristiana: se le hace extraña la concreción de la cotidianeidad que sin embargo ¡es el objetivo del don extraordinario! Por otro lado, en cambio, quien se acerca a ellas con prejuicio y con un aire de desprecio intelectual corre el riesgo de cerrarse en una fe que ya no tiene nada que recibir de Dios y que quizás tampoco tendrá nada que dar a los hombres. El Concilio Vaticano II, superando la severidad de los siglos precedentes, procura conjugar las dos exigencias e invita a una actitud de prudente y gozosa acogida: "estos carismas, extraordinarios o también más sencillos y comunes… deben acogerse con gratitud y consuelo… pero el juicio sobre su autenticidad pertenece a la autoridad eclesiástica" (Lumen Gentium 12). Obviamente, el discurso se complica en las circunstancias en las que la Iglesia aún no se ha pronunciado definitivamente, como en el caso de Mediugorie. Aquí el fiel, individualmente, fuerte por su unción bautismal y crismal que lo hace rey, sacerdote y profeta (es decir, llamado a leer e interpretar los signos de los tiempos), es invitado al discernimiento personal, comparando el mensaje de la Reina de la Paz con la enseñanza cristiana de siempre. Es por los frutos que se reconocen los árboles.
Mirco Trabuino |
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