INTRODUCCIÓN |
INTENTO DE CLARIFICACIÓN A TRAVÉS DE UNA DIALÉCTICA DE LOS PRINCIPIOS |
PERSPECTIVA
HISTÓRICA: LA SUCESIÓN APOSTÓLICA Y LOS MOVIMIENTOS APOSTÓLICOS |
DISTINCIONES Y CRITERIOS |
«Fue una maravillosa experiencia
la primera vez que entré en contacto
más estrechamente con algunos movimientos,
y así experimenté
el empuje
y entusiasmo
con que vivían su fe, y la alegría de su fe, que los impulsaba
a compartir con otros el don que
habían recibido»
En la gran encíclica misionera Redemptoris Missio, el Santo Padre escribe: «Dentro de la Iglesia se presentan varios tipos de servicios, funciones, ministerios y formas de animación de la vida cristiana. Recuerdo, como novedad surgida recientemente en no pocas Iglesias, el gran desarrollo de los Movimientos eclesiales, dotados de dinamismo misionero. Cuando se integran con humildad en la vida de las Iglesias locales y son acogidos cordialmente por obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales, los Movimientos representan un verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha. Por tanto, recomiendo difundirlos y valerse de ellos para dar nuevo vigor, sobre todo entre los jóvenes, a la vida cristiana y a la evangelización, con una visión pluralista de los modos de asociarse y de expresarse» [1].
Para mí, personalmente, fue una maravillosa experiencia la primera vez que entré en contacto más estrechamente —a los inicios de los años setenta— con movimientos como el Camino Neocatecumenal, Comunión y Liberación, y el Movimiento Focolar, y así experimenté el empuje y entusiasmo con que vivían su fe, y la alegría de su fe, que los impulsaba a compartir con otros el don que habían recibido. En aquel entonces, Karl Rahner y otros hablaban del «invierno» en la Iglesia; y en realidad parecía que, después del gran florecimiento del Concilio, la primavera hubiera sido recuperada por el hielo, y que el nuevo dinamismo hubiera sucumbido a la fatiga. El dinamismo entonces parecía estar en cualquier otra parte; allá donde —con las propias fuerzas y sin contar con Dios— trataban de dar forma a un mundo mejor para el futuro.
Que un mundo sin Dios no pueda ser bueno, menos aún mejor, era obvio para cualquiera que no estuviese ciego. Pero, ¿dónde estaba Dios? Después de tantos debates y tanto esfuerzo puesto en la búsqueda de nuevas estructuras, ¿no estaba la Iglesia de hecho extenuada y desanimada? Las palabras de Rahner sobre el invierno en la Iglesia eran plenamente comprensibles, expresaban una experiencia que compartíamos todos.
Pero entonces, de pronto, sucedió algo que nadie había planeado. El Espíritu Santo, por así decirlo, nuevamente hizo oír su voz. La fe fue redespertada, especialmente en los jóvenes, quienes la aceptaron sin sis ni peros, sin subterfugios ni reservas, y la experimentaron en su totalidad como un don precioso y dador de vida.
Ciertamente, muchos sintieron que esto interfería con sus debates intelectuales o sus modelos para rediseñar a su imagen una Iglesia completamente diferente. ¿Cómo podía ser de otro modo? Cada irrupción del Espíritu Santo siempre desordena los proyectos humanos.
Pero había y hay dificultades mucho más serias. Porque aquellos movimientos padecieron su cuota de enfermedades infantiles. Se podía sentir en ellos la fuerza del Espíritu, pero el Espíritu obra a través de personas humanas y no los libra simplemente de sus debilidades. Había tendencias al exclusivismo y a visiones unilaterales, de donde provino la dificultad para integrarse en la vida de las Iglesias locales. Desde el propio empuje juvenil, tenían la convicción de que la Iglesia local debería elevarse, por así decirlo, al nivel de ellos, adaptarse a la modalidad de ellos, y no viceversa; que no les correspondía a ellos dejarse incrustar en una estructura a veces un tanto pasada de moda. Aparecieron las fricciones, de las cuales, en modos diversos, fueron responsables ambas partes. Se hizo necesario reflexionar sobre cómo podían relacionarse correctamente las dos realidades: por un lado el reavivamiento espiritual condicionado por las situaciones nuevas, y por el otro la estructura permanente de la vida eclesial, es decir, la parroquia y la diócesis.
Aunque las cuestiones expuestas eran, en gran medida, más bien prácticas, que no deberían ser magnificadas demasiado en el plano teórico, el fenómeno en cuestión se presenta periódicamente, de diversas formas, en la historia de la Iglesia. Existe la estructura básica permanente de la vida eclesial, que se expresa en la continuidad de su ordenamiento institucional a través de la historia. Y existen las siempre nuevas irrupciones del Espíritu Santo, que continuamente revitalizan y renuevan dicha estructura. Pero esta renovación casi nunca ocurre completamente libre de sufrimientos y fricciones. Por lo tanto, no podemos ignorar la pregunta fundamental que plantean estos «movimientos», es decir, ¿cómo se puede identificar correctamente su lugar teológico en la continuidad de la estructura institucional de la Iglesia?
[1] Juan Pablo II, carta encíclica Redemptoris Missio, n° 72.
Este documento se ofrece instar manuscripti para su divulgación. Es una copia de trabajo para uso interno de El Movimiento de la Palabra de Dios, y ha sido depurada dentro de lo posible de errores de tipeo o traducción. Para facilitar su lectura las citas bíblicas se tomaron de El Libro del Pueblo de Dios. |