INTRODUCCIÓN |
INTENTO DE CLARIFICACIÓN A TRAVÉS DE UNA DIALÉCTICA DE LOS PRINCIPIOS |
1. Institución y Carisma |
2.
Cristología y pneumatología |
3. Jerarquía y profecía |
PERSPECTIVA
HISTÓRICA: LA SUCESIÓN APOSTÓLICA Y LOS MOVIMIENTOS APOSTÓLICOS |
DISTINCIONES Y CRITERIOS |
«La Iglesia
debe verificar continuamente
su propia estructura
institucional
para asegurar
que no se torne demasiado importante,
para evitar que
se endurezca como una armadura
que sofoque
su verdadera
vida espiritual»
La dualidad de institución y evento, o institución y carisma, aparece inmediatamente como modelo fundamental para resolver la cuestión. Pero si intentamos explicar los dos conceptos, buscando llegar a reglas válidas para definir su relación mutua, sucede algo inesperado. El concepto de «institución» se escapa entre nuestras manos en cuanto intentamos darle una connotación teológica precisa. Pues en efecto, ¿cuáles son los factores institucionales fundamentales implicados que caracterizan a la Iglesia como la estructura organizativa permanente de su vida? La respuesta es, por supuesto, el ministerio sacramental en sus diversos grados: episcopado, presbiterado, diaconado. El sacramento, que —significativamente— se llama «Orden», es en definitiva la única estructura permanente y vinculante que, diríamos, da a la Iglesia su estructura estable originaria. Es el sacramento lo que constituye a la Iglesia como «Institución». Pero recién en nuestro siglo, quizá por razones de conveniencia ecuménica, se ha hecho común designar el sacramento del Orden simplemente como «ministerio», con el efecto de que se lo ve por completo en el marco de la institución y lo institucional. Pero este ministerio es un sacramento, y por lo tanto, trasciende claramente la común concepción sociológica de las instituciones. El hecho que el único elemento estructural permanente de la Iglesia sea un «sacramento», significa al mismo tiempo que debe ser continuamente recreado por Dios. La Iglesia no dispone autónomamente de él, no se trata de algo que la Iglesia pueda determinar según su iniciativa. Sólo secundariamente se realiza el sacramento mediante un llamado por parte de la Iglesia; primariamente, por el contrario, existe sólo por un llamado de Dios, es decir, a nivel carismático y pneumatológico. Sólo puede ser aceptado y vivido en virtud de la novedad de la vocación y por la libertad del Espíritu. Ya que esto es así, y puesto que la Iglesia no puede simplemente designar «funcionarios» por sí misma, sino que debe esperar el llamado de Dios, por esta misma razón —y sólo por ésta— que puede haber falta de sacerdotes en la Iglesia. Por eso, desde el mismo comienzo ha sido claro que este ministerio no puede ser producido por la institución, sino que solamente puede pedirse en oración a Dios. Desde el principio permanecen verdaderas las palabras de Jesús: «¡La cosecha es abundante, pero los obreros son pocos. Rueguen al dueño de la cosecha que envíe obreros a su mies!» (Mt 9,37-38). Esto explica también por qué la vocación de los Doce fue el fruto de una noche entera de oración de Jesús (Lc 6,12-16).
La Iglesia latina ha subrayado explícitamente este carácter estrictamente carismático del servicio del sacerdote, vinculándolo —conforme a la antiquísima tradición eclesial— con el celibato, que claramente debe entenderse sólo como un carisma personal, y no simplemente como una calificación para el oficio [2]. La pretensión de separar sacerdocio y celibato se apoya, en definitiva, sobre la idea de que el sacerdocio no debe ser considerado carismáticamente, sino como un oficio que la institución puede designar para garantizar su propia seguridad y la satisfacción de sus propias necesidades. Si el sacerdocio se entiende como plenamente subordinado a la propia realidad administrativa de la Iglesia y a su propia seguridad como institución, entonces el vínculo carismático implícito en la exigencia del celibato se vuelve un escándalo que debe eliminarse lo antes posible. Pero en tal caso la Iglesia entera sería entendida como una organización puramente humana, y nunca alcanzaría la seguridad que supuestamente se buscaba lograr. Que la Iglesia no es nuestra institución, sino la irrupción de algo distinto, que es intrínsecamente «iuris divini», de derecho divino, tiene como consecuencia que nunca podemos crearla nosotros. Significa que nunca podemos aplicarle criterios puramente institucionales; y que la Iglesia es enteramente ella misma sólo cuando se trascienden los criterios y métodos de las instituciones humanas.
Naturalmente, junto con este principio fundamental —el sacramento— sobre el cual descansa la estructura institucional de Iglesia, existen también instituciones de derecho meramente humano, destinadas a diversos roles de administración, organización y coordinación, que pueden y deben desarrollarse según las exigencias de los tiempos. Sin embargo, hay que decir que aunque la Iglesia tiene de hecho necesidad de tales instituciones, si éstas se hacen demasiado numerosas y preponderantes, ponen en peligro el orden y la vitalidad de su naturaleza espiritual.
La Iglesia debe verificar continuamente su propia estructura institucional para asegurar que no se torne demasiado importante, para evitar que se endurezca como una armadura que sofoque su verdadera vida espiritual. Naturalmente es comprensible que si desde hace mucho tiempo le faltan vocaciones sacerdotales, la Iglesia sienta la tentación de procurarse lo que podríamos llamar un clero sustituto de derecho puramente humano [3]. En caso de necesidad la Iglesia también debe crear estructuras de emergencia, y así lo ha hecho con éxito frecuentemente en las misiones o en situaciones análogas. Sólo podemos estar agradecidos a cuantos en semejantes situaciones de emergencia han servido y sirven a la Iglesia como líderes espirituales y anunciadores del Evangelio. Pero si como resultado se descuidase la oración por las vocaciones al sacramento, si aquí o allá la Iglesia comenzase a bastarse a sí misma y, podríamos decir, a volverse casi autónoma del don de Dios, se estaría comportando como Saúl, que presionado por los filisteos esperó largamente a Samuel, pero como tardó en aparecer y el pueblo comenzó a dispersarse, perdió la paciencia y ofreció él mismo el holocausto. A él, que pensó que dada la urgencia de la situación no podía actuar de otra manera y que no podía más que asumir él mismo la causa de Dios, le fue dicho que precisamente por eso había perdido todo: para Dios «la obediencia es mejor que el sacrificio» (cf. 1º Sam 13,8-14; 15,22).
Volvamos a nuestra pregunta: ¿cómo debemos caracterizar la relación entre las estructuras permanentes del orden eclesial y las siempre nuevas irrupciones carismáticas? La dialéctica entre institución y carisma es incapaz de dar una respuesta satisfactoria a la cuestión, ya que la antítesis entre los dos aspectos no describe satisfactoriamente la realidad de la Iglesia. No obstante, de cuanto se ha dicho hasta ahora, podemos deducir unas pocas orientaciones:
a. Es importante que el ministerio sagrado, el sacerdocio, sea entendido y vivido carismáticamente. El sacerdote mismo debería ser un «pneumático», un homo spiritualis, un hombre suscitado e impulsado por el Espíritu Santo. Es tarea de la Iglesia asegurar que este carácter del sacramento sea considerado y aceptado. En el celo por la supervivencia de sus instituciones la Iglesia no debe poner en primer plano el número, reduciendo las exigencias espirituales. Si lo hiciese tergiversaría el sentido mismo del sacerdocio; un servicio desarrollado pobremente hace más daño que bien. Detiene la marcha del sacerdocio y la fe. La Iglesia debe ser fiel y reconocer al Señor como su Creador y sostenedor. Y debe hacer todo lo posible para ayudar a aquellos llamados al sacerdocio a preservar su fe más allá del entusiasmo inicial, y a no caer lentamente en la rutina. Debe ayudarlos a llegar a ser cada día más verdaderos hombres espirituales.
b. Allá donde el ministerio sagrado se vive así, pneumáticamente y carismáticamente, no ocurre ningún endurecimiento institucional: lo que existe, en cambio, es una capacidad interior de respuesta al carisma, una especie de instinto para el Espíritu Santo y su obra. Y entonces también el carisma puede reconocer nuevamente su propio origen en el portador del ministerio, y se encontrarán vías de fecunda colaboración en el discernimiento de espíritus.
c. En situaciones de dificultad la Iglesia debe crear estructuras de emergencia. Pero estas estructuras deben entenderse a sí mismas como intrínsecamente abiertas al sacramento; deben esforzarse hacia él, no apartar de él. Como regla general, el número de estructuras administrativas creadas por la Iglesia debe mantenerse tan pequeño como sea posible. La Iglesia no debe institucionalizarse de más. Debe permanecer siempre abierta a las llamadas del Señor, que son impredecibles y para las que no pueden prepararse planes.
[2] Que el celibato sacerdotal no es una invención medieval, sino que se puede remontar al período más temprano de la Iglesia, es demostrado clara y convincentemente por Card. A.M. Stickler, The Case for Clerical Celibacy: Its Historical Development and Theological Foundations (San Francisco: Ignatius Press, 1995). Ver también C. Cochini. Origines apostolyques du célibat sacerdotal (Paris, 1981); S. Heid, Zölibat in der frühen Kirche (Paderborn, 1997).
[3] La Instrucción sobre algunas preguntas referentes a la colaboración de los laicos en el ministerio de los sacerdotes, publicada en 1997, se refiere esencialmente a este problema.
Este documento se ofrece instar manuscripti para su divulgación. Es una copia de trabajo para uso interno de El Movimiento de la Palabra de Dios, y ha sido depurada dentro de lo posible de errores de tipeo o traducción. Para facilitar su lectura las citas bíblicas se tomaron de El Libro del Pueblo de Dios. |