INTRODUCCIÓN |
INTENTO DE CLARIFICACIÓN A TRAVÉS DE UNA DIALÉCTICA DE LOS PRINCIPIOS |
PERSPECTIVA HISTÓRICA: LA SUCESIÓN APOSTÓLICA Y LOS MOVIMIENTOS APOSTÓLICOS |
1. Ministerios universales y locales |
2.
Los Movimientos apostólicos en la historia de la Iglesia |
3.
La amplitud del concepto de sucesión apostólica |
DISTINCIONES Y CRITERIOS |
«La sucesión apostólica nunca puede agotarse
en la Iglesia local.
El elemento universal,
que trasciende
los servicios a
las
Iglesias locales, sigue siendo indispensable»
Por lo tanto planteemos la pregunta: ¿a qué se parece el origen de la Iglesia? Cualquiera con un conocimiento incluso modesto de los debates sobre la Iglesia naciente, desde la forma de la cual todas las iglesias y comunidades cristianas buscan derivar su justificación, sabe también qué empresa aparentemente desesperada es esperar que cualquier investigación histórica rinda resultados tangibles. Si, a pesar de eso, me arriesgo a intentar encontrar una solución desde este punto de vista, lo hago con la presuposición de una visión católica de la Iglesia y de su origen. Esta visión, mientras que ofrece un marco sólido, también deja espacios abiertos para la reflexión ulterior, que está lejos de estar agotada.
No hay duda de que, desde Pentecostés, los portadores inmediatos de la misión de Cristo eran los Doce, que poco después aparecerían bajo el nombre de «apóstoles». A ellos fue confiada la tarea de llevar el mensaje de Cristo «hasta los confines de la Tierra» (Hch 1,8), de salir a todas las naciones y hacer discípulos a todos los hombres (cf. Mt 28,19). El territorio asignado a ellos para esta misión era el mundo entero. Sin estar restringidos a ningún lugar, sirvieron para edificar el único Cuerpo de Cristo, el único Pueblo de Dios, la única Iglesia de Cristo.
Los apóstoles no eran obispos de iglesias locales particulares: eran, en el sentido pleno del término, «apóstoles», y como tales destinados al mundo entero y a la Iglesia entera que debía ser edificada en él: la Iglesia universal precedió así a las Iglesias locales, que aparecieron como sus realizaciones concretas [5]. Para decirlo aún más clara e inequívocamente, Pablo nunca fue, ni quiso ser nunca, el obispo de un lugar en particular. La única división del trabajo que existió al principio fue la que describe Pablo en Gálatas 2,9): «Nosotros —Bernabé y yo— para los gentiles; ellos —Pedro, Santiago y Juan— para los judíos». E incluso esta división inicial del campo de la misión pronto fue superada. Pedro y Juan reconocieron que también habían sido enviados a los gentiles, y no perdieron tiempo en cruzar las fronteras de Israel. Santiago, el hermano del Señor, que después del año 42 se convierte en una especie de primado de la Iglesia de origen judío, no era un apóstol.
Sin entrar en más detalles, podemos decir que el ministerio apostólico es un ministerio universal, dirigido a la humanidad entera y por lo tanto a la única Iglesia como totalidad. La actividad misionera de los apóstoles fue lo que dio lugar a las Iglesias locales, que a su vez necesitaron líderes que asumieran la responsabilidad de ellas. El deber de estos líderes era garantizar la unidad de la fe con la Iglesia entera, desarrollar la vida dentro de las Iglesias locales y mantener abiertas las comunidades, de manera que puedan continuar creciendo y ser capaces de conceder el don del Evangelio a sus conciudadanos que todavía no creen. Este ministerio a nivel de la Iglesia local, que al principio apareció bajo una variedad de diferentes nombres, adquirió lentamente una forma estable y homogénea.
Así coexistieron codo a codo muy claramente dos órdenes en la Iglesia naciente. Había por supuesto cierta fluidez entre ellas, pero pueden distinguirse con bastante claridad: por una parte, los servicios de la Iglesia local, que gradualmente asumieron formas permanentes; y por otra, el ministerio apostólico, que muy pronto dejó de estar restringido a los Doce (cf. Ef 4,10).
En Pablo se pueden distinguir netamente dos conceptos de «apóstol»: por un lado, él acentúa la unicidad de su apostolado, que se basaba en su encuentro con el Señor Resucitado y que, por lo tanto, lo colocaba al mismo nivel que los Doce. Por otro lado, él entendía al «apóstol» como un oficio que trascendía más allá de esta élite, como en la primera carta a los corintios (cf. 12,28). Este concepto más amplio también se presupone por su descripción de Andrónico y Junia como apóstoles en la carta a los romanos (cf. 16,7).
Una terminología similar se encuentra en la carta a los efesios (cf. 2,20), donde habla de los apóstoles y los profetas como los cimientos de la Iglesia, lo que ciertamente no se refiere sólo a los Doce.
Los profetas, de los que habla la Didajé a comienzos del segundo siglo, se consideran claramente como desempeñando un ministerio misionero supralocal. Es todavía más interesante lo que la Didajé dice de ellos: «ellos son sus sumos sacerdotes» [6].
Podemos por lo tanto suponer que la coexistencia de los dos tipos de ministerio —el universal y el local— continuó hasta bien entrado el siglo II, es decir, ya en un período en que la cuestión de la sucesión apostólica, y quién la representaba, era seriamente debatida. Varios textos sugieren que esta coexistencia de los dos ministerios no estuvo enteramente libre de conflictos. La tercera carta de Juan nos muestra un ejemplo muy claro de tal situación de conflicto. Sin embargo, cuanto más se alcanzaban los «últimos confines de la Tierra», o la parte de ella entonces accesible, más difícil se hizo continuar asignando algún papel significativo a los «itinerantes»; puede ser que los abusos de su ministerio hayan contribuido a su desaparición gradual.
Ahora correspondía a las comunidades locales y a sus dirigentes —que mientras tanto habían adquirido un perfil muy claro en la división tripartita de obispo, sacerdote y diácono— el propagar la fe en los territorios de sus respectivas Iglesias locales. Que en el tiempo del emperador Constantino los cristianos sumasen cerca del 8% de la población del imperio, y que aún a fines del siglo IV fuesen todavía una minoría, muestra qué inmensa era esta tarea. En esta situación los que presidían las Iglesias locales, los obispos, tuvieron que reconocer que ahora eran los sucesores de los Apóstoles y que el envío apostólico estaba completamente sobre sus espaldas.
La conciencia de que los obispos, los líderes responsables de las Iglesias locales, eran los sucesores de los Apóstoles, fue articulada muy claramente por Ireneo de Lyon en la segunda mitad del siglo II. Su definición de cuál es la esencia del ministerio episcopal incluye dos elementos fundamentales:
• «Sucesión apostólica» conlleva, sobre todo, una idea familiar: garantizar la continuidad y la unidad de la fe, en una continuidad que llamamos «sacramental».
• Pero la sucesión apostólica también implica una tarea aún más concreta, que va más allá de la administración de las Iglesias locales: los obispos deben ahora asegurar la continuación de la misión de Jesús de hacer discípulos a todas las naciones y de llevar el Evangelio a los confines de la Tierra. Son —como Ireneo subraya vigorosamente— responsables de asegurar que la Iglesia no se convierta en una especie de federación de Iglesias locales en competencia, sino que conserve su universalidad y unidad. Deben continuar el dinamismo universal de la apostolicidad [7].
Al principio de nuestras reflexiones puntualizamos el peligro de terminar comprendiendo el ministerio sacerdotal en términos puramente institucionales y burocráticos, y de olvidar su dimensión carismática. Pero ahora aparece un segundo peligro: el de reducir el ministerio de la sucesión apostólica a un ministerio eclesial puramente local, que la universalidad de la misión de Cristo pueda perderse de vista o desvanecerse del corazón. La inquietud que nos impulsa a llevar el don de Cristo a los demás, se puede extinguir en el estancamiento de una Iglesia firmemente establecida. Quisiera expresarlo en términos aún más fuertes: el concepto de sucesión apostólica trasciende al ministerio eclesial puramente local. La sucesión apostólica nunca puede agotarse en la Iglesia local. El elemento universal, que trasciende los servicios a las Iglesias locales, sigue siendo indispensable.
[5] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como comunión (Vaticano, 1992), n° 9; ver también mi corta introducción a este documento, en Lettera Communionis Notio su alcuni aspetti della Chiesa intesa come comunione (Vaticano, 1994), 8ss. He presentado las relaciones entre la Iglesia universal y las Iglesias locales en mayor detalle en mi pequeño libro llamado Called to Communion (San Francisco, 1996), esp. 43s. y 75-103. El hecho de que la única Iglesia, la única Novia de Cristo, por quien se prolonga la herencia del pueblo de Israel, de la "hija" y de la "novia" de Sión, toma precedencia sobre la concreción empírica del pueblo de Dios en las Iglesias locales es tan evidente en la Escritura y en los Padres que me es difícil entender las repetidas objeciones a esta afirmación. Basta con leer de Lubac Catholicisme (1938) o su Méditation sur l'Eglise, 3d ed. (1954), o los maravillosos textos que H. Rahner recogió en su libro Mater Ecclesiae (1944).
[6] Didajé 13.3, ed. W. Rodorf and A. Tuilier, Sources chrétiennes, vol. 248 (Paris, 1978), 190.
[7] Sobre este párrafo, ver Ratzinger, Called to Communion, 83ss.
Este documento se ofrece instar manuscripti para su divulgación. Es una copia de trabajo para uso interno de El Movimiento de la Palabra de Dios, y ha sido depurada dentro de lo posible de errores de tipeo o traducción. Para facilitar su lectura las citas bíblicas se tomaron de El Libro del Pueblo de Dios. |