Jesucristo es
la Palabra definitiva y eficaz
que ha salido
del Padre
y ha vuelto a Él, cumpliendo perfectamente
en el mundo
su voluntad
No podemos guardarnos
las palabras
de vida eterna
que hemos
recibido en el encuentro
con Jesucristo:
son para todos
Es necesario redescubrir
cada vez más
la urgencia
y la belleza de anunciar la Palabra para que llegue
el Reino de Dios
90. San Juan destaca con fuerza la paradoja fundamental de la fe cristiana: por un lado afirma que «Nadie ha visto jamás a Dios» (Jn 1,18; cf. 1 Jn 4,12). Nuestras imágenes, conceptos o palabras, en modo alguno pueden definir o medir la realidad infinita del Altísimo. Él permanece siendo el Deus semper maior. Por otro lado, afirma que realmente la Palabra «se hizo carne» (Jn 1,14). El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, ha revelado al Dios que «nadie ha visto jamás» (cf. Jn 1,18). Jesucristo acampa entre nosotros «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14), que recibimos por medio de Él (cf. Jn 1,17); en efecto, «de su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia» (Jn 1,16). De este modo, el evangelista Juan, en el Prólogo, contempla al Verbo desde su estar junto a Dios hasta su hacerse carne y su vuelta al seno del Padre, llevando consigo nuestra misma humanidad |
que Él ha asumido para siempre. En este salir del Padre y volver a Él (cf. Jn 13,3; 16,28; 17,8.10), el Verbo se presenta ante nosotros como «Narrador» de Dios (cf. Jn 1,18). En efecto, dice san Ireneo de Lyon, el Hijo es el «Revelador del Padre» [310]. Jesús de Nazareth, por decirlo así, es el «exégeta» de Dios que «nadie ha visto jamás». «Él es la Imagen del Dios invisible» (Col 1,15). Se cumple aquí la profecía de Isaías sobre la eficacia de la Palabra del Dios: como la lluvia y la nieve bajan desde el cielo para empapar la tierra y hacerla germinar, así la Palabra de Dios «no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que le encomendé» (Is 55,10s). Jesucristo es esta Palabra definitiva y eficaz que ha salido del Padre y ha vuelto a Él, cumpliendo perfectamente en el mundo su voluntad. |
91. El Verbo de Dios nos ha comunicado la vida divina que transfigura la faz de la Tierra, haciendo nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5). Su Palabra no sólo nos concierne como destinatarios de la revelación divina, sino también como sus anunciadores. Él, el enviado del Padre para cumplir su voluntad (cf. Jn 5,36-38; 6,38-40; 7,16-18), nos atrae hacia sí y nos hace partícipes de su vida y misión. El Espíritu del Resucitado capacita así nuestra vida para el anuncio eficaz de la Palabra en todo el mundo. Ésta es la experiencia de la primera comunidad cristiana, que vio cómo iba creciendo la Palabra mediante la predicación y el testimonio (cf. Hch 6,7). Quisiera referirme aquí, en particular, a la vida del apóstol Pablo, un hombre poseído enteramente por el Señor (cf. Flp 3,12) —«ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2,20)— y por su misión: «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1 Cor 9,16), consciente de que en Cristo se ha revelado realmente la |
salvación de todos los pueblos, la liberación de la esclavitud del pecado para entrar en la libertad de los hijos de Dios. En efecto, lo que la Iglesia anuncia al mundo es el Logos de la esperanza (cf. 1 Pe 3,15); el hombre necesita la «gran esperanza» para poder vivir el propio presente, la gran esperanza que es «el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo (Jn 13,1)» [311]. Por eso la Iglesia es misionera en su esencia. No podemos guardar para nosotros las palabras de vida eterna que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo: son para todos, para cada hombre. Toda persona de nuestro tiempo, lo sepa o no, necesita este anuncio. El Señor mismo, como en los tiempos del profeta Amós, suscita entre los hombres nueva hambre y nueva sed de las palabras del Señor (cf. Am 8,11). Nos corresponde a nosotros la responsabilidad de transmitir lo que, a su vez, hemos recibido por gracia. |
92. El Sínodo de los Obispos ha reiterado con insistencia la necesidad de fortalecer en la Iglesia la conciencia misionera que el Pueblo de Dios ha tenido desde su origen. Los primeros cristianos han considerado el anuncio misionero como una necesidad proveniente de la naturaleza misma de la fe: el Dios en que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se había manifestado en la historia de Israel y, de manera definitiva, en su Hijo, dando así la respuesta que todos los hombres esperan en lo más íntimo de su corazón. Las primeras comunidades cristianas sentían que su fe no pertenecía a una costumbre cultural particular, que es diferente en cada pueblo, sino al ámbito de la verdad que concierne por igual a todos los hombres. |
Es de nuevo san Pablo quien, con su vida, nos aclara el sentido de la misión cristiana y su genuina universalidad. Pensemos en el episodio del Areópago de Atenas narrado por los Hechos de los Apóstoles (cf. 17,16-34). En efecto, el Apóstol de las gentes entra en diálogo con hombres de culturas diferentes, consciente de que el misterio de Dios, conocido o desconocido, que todo hombre percibe aunque sea de manera confusa, se ha revelado realmente en la historia: «yo vengo a anunciarles eso que ustedes adoran sin conocer» (Hch 17,23). En efecto, la novedad del anuncio cristiano es la posibilidad de decir a todos los pueblos: «Él se ha revelado. Él personalmente. Y ahora está abierto el camino hacia Él. La novedad del anuncio cristiano no consiste en un pensamiento sino en un hecho: Él se ha revelado» [312]. |
93. Por lo tanto, la misión de la Iglesia no puede ser considerada como algo facultativo o adicional de la vida eclesial. Se trata de dejar que el Espíritu Santo nos asimile a Cristo mismo, participando así en su misma misión: «Como el Padre me ha enviado, así también yo los envío» (Jn 20,21), para comunicar la Palabra con toda la vida. Es la Palabra misma la que nos lleva hacia los hermanos; es la Palabra que ilumina, purifica, convierte. Nosotros no somos más que servidores. Es necesario, pues, redescubrir cada vez más la urgencia y la belleza de anunciar la Palabra para que llegue el Reino de Dios, predicado por Cristo mismo. Renovamos en este |
sentido la conciencia, tan familiar a los Padres de la Iglesia de que el anuncio de la Palabra tiene como contenido el Reino de Dios (cf. Mc 1,14-15), que es la persona misma de Jesús (la Autobasileia), como recuerda sugestivamente Orígenes [313]. El Señor ofrece la salvación a los hombres de toda época. Todos nos damos cuenta de la necesidad de que la luz de Cristo ilumine todos los ámbitos de la humanidad: la familia, la escuela, la cultura, el trabajo, el tiempo libre y los otros sectores de la vida social [314]. No se trata de anunciar una palabra sólo de consuelo, sino que interpela, que llama a la conversión, que hace accesible el encuentro con Él, por el cual florece una humanidad nueva. |
94. Puesto que todo el Pueblo de Dios es un pueblo «enviado», el Sínodo ha reiterado que «la misión de anunciar la Palabra de Dios es un cometido de todos los discípulos de Jesucristo, como consecuencia de su bautismo» [315]. Ningún creyente en Cristo puede sentirse ajeno a esta responsabilidad que proviene de su pertenencia sacramental al Cuerpo de Cristo. Se debe despertar esta conciencia en cada familia, parroquia, comunidad, asociación y movimiento eclesial. La Iglesia, como misterio de comunión, es toda ella misionera y, cada uno en su propio estado de vida, está llamado a dar una contribución incisiva al anuncio cristiano. Los obispos y sacerdotes, por su propia misión, son los primeros llamados a una vida dedicada al servicio de la Palabra, a anunciar el Evangelio, a celebrar los sacramentos y a formar a los fieles en el conocimiento auténtico de las Escrituras. También los diáconos han de sentirse llamados a colaborar, según su misión, en este compromiso de evangelización. La vida consagrada brilla en toda la historia de la Iglesia por su capacidad de asumir explícitamente la tarea del |
anuncio y la predicación de la Palabra de Dios, tanto en la missio ad gentes como en las más difíciles situaciones, con disponibilidad también para las nuevas condiciones de evangelización, emprendiendo con ánimo y audacia nuevos itinerarios y nuevos desafíos para anunciar eficazmente la Palabra de Dios [316]. Los laicos están llamados a ejercer su tarea profética, que se deriva directamente del bautismo, y a testimoniar el Evangelio en la vida cotidiana dondequiera que se encuentren. A este propósito, los Padres sinodales han expresado «la más viva estima y gratitud, junto con su aliento, por el servicio a la evangelización que muchos laicos, y en particular las mujeres, ofrecen con generosidad y tesón en las comunidades diseminadas por el mundo, a ejemplo de María Magdalena, primer testigo de la alegría pascual» [317]. El Sínodo reconoce con gratitud, además, que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades son en la Iglesia una gran fuerza para la obra evangelizadora en este tiempo, impulsando a desarrollar nuevas formas de anunciar el Evangelio [318]. |
95. Al exhortar a todos los fieles al anuncio de la Palabra divina, los Padres sinodales han reiterado también la necesidad en nuestro tiempo de un compromiso decidido en la missio ad gentes. La Iglesia no puede limitarse en modo alguno a una pastoral de «mantenimiento» para los que ya conocen el Evangelio de Cristo. El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial. Además, los Padres han manifestado su firme convicción de que la Palabra de Dios es la verdad salvadora que todo |
hombre necesita en cualquier época. Por eso, el anuncio debe ser explícito. La Iglesia ha de ir hacia todos con la fuerza del Espíritu (cf. 1 Cor 2,5), y seguir defendiendo proféticamente el derecho y la libertad de las personas de escuchar la Palabra de Dios, buscando los medios más eficaces para proclamarla, incluso con riesgo de sufrir persecución [319]. La Iglesia se siente obligada con todos a anunciar la Palabra que salva (cf. Rom 1,14). |
96. El Papa Juan Pablo II, en la línea de lo que el Papa Pablo VI dijo en la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, llamó de muchas maneras la atención de los fieles sobre la necesidad de un nuevo tiempo misionero para todo el Pueblo de Dios [320]. Al alba del tercer milenio, no sólo hay todavía muchos pueblos que no han conocido la Buena Nueva, sino también muchos cristianos necesitados de que se les vuelva a anunciar persuasivamente la Palabra de Dios, de manera que puedan experimentar concretamente la fuerza del Evangelio. Tantos hermanos están «bautizados, pero no suficiente- |
mente evangelizados» [321]. Con frecuencia, naciones un tiempo ricas en fe y vocaciones van perdiendo su propia identidad, bajo la influencia de una cultura secularizada [322]. La exigencia de una nueva evangelización, tan fuertemente sentida por mi venerado Predecesor, ha de ser confirmada sin temor, con la certeza de la eficacia de la Palabra divina. La Iglesia, segura de la fidelidad de su Señor, no se cansa de anunciar la Buena Nueva del Evangelio e invita a todos los cristianos a redescubrir el atractivo del seguimiento de Cristo. |
97. El inmenso horizonte de la misión eclesial, la complejidad de la situación actual, requieren hoy nuevas formas para poder comunicar eficazmente la Palabra de Dios. El Espíritu Santo, protagonista de toda evangelización, nunca dejará de guiar a la Iglesia de Cristo en este cometido. Sin embargo, es importante que toda modalidad de anuncio tenga presente, ante todo, la intrínseca relación entre comunicación de la Palabra de Dios y testimonio cristiano. De esto depende la credibilidad misma del anuncio. Por una parte, se necesita la Palabra que comunique todo lo que el Señor mismo nos ha dicho. Por otra, es indispensable que, con el testimonio, se dé credibilidad a esta Palabra, para que no aparezca como una bella filosofía o utopía, sino más bien como algo que se puede vivir y que hace vivir. Esta reciprocidad entre Palabra y testimonio vuelve a reflejar el modo con el que Dios mismo se ha comunicado a través de la encarnación de su Verbo. La Palabra de Dios llega a los hombres «por el |
encuentro con testigos que la hacen presente y viva» [323]. De modo particular, las nuevas generaciones necesitan ser introducidas a la Palabra de Dios «a través del encuentro y el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva de los amigos y la gran familia de la comunidad eclesial» [324]. Hay una estrecha relación entre el testimonio de la Escritura, como afirmación de la Palabra que Dios pronuncia por sí mismo, y el testimonio de vida de los creyentes. Uno implica y lleva al otro. El testimonio cristiano comunica la Palabra confirmada por la Escritura. La Escritura, a su vez, explica el testimonio que los cristianos están llamados a dar con la propia vida. De este modo, quienes encuentran testigos creíbles del Evangelio se ven movidos así a constatar la eficacia de la Palabra de Dios en quienes la acogen. |
98. En esta circularidad entre testimonio y Palabra comprendemos las afirmaciones del Papa Pablo VI en la Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi. Nuestra responsabilidad no se limita a sugerir al mundo valores compartidos; hace falta que se llegue al anuncio explícito de la Palabra de Dios. Sólo así seremos fieles al mandato de Cristo: «La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios» [325]. Que el anuncio de la Palabra de Dios requiere el testimonio de la propia vida es algo que la conciencia cristiana ha tenido bien presente desde sus orígenes. Cristo mismo es testigo fiel y veraz (cf. Ap 1,5; 3,14), testigo de la Verdad (cf. Jn 18,37). A este respecto, quisiera hacerme eco de los innumerables testimonios que hemos tenido la gracia de escuchar durante la Asamblea sinodal. Nos hemos sentido muy conmovidos ante las intervenciones de los que han sabido vivir la fe y dar también testimonio espléndido del Evangelio, incluso bajo regímenes adversos al cristianismo o en situaciones de persecución. |
Todo esto no nos debe dar miedo. Jesús mismo dijo a sus discípulos: «el servidor no es más grande que su señor. Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes» (Jn 15,20). Por lo tanto, deseo elevar a Dios con toda la Iglesia un himno de alabanza por el testimonio de muchos hermanos y hermanas que también en nuestro tiempo han dado la vida para comunicar la verdad del amor de Dios, que se nos ha revelado en Cristo crucificado y resucitado. Además, manifiesto la gratitud de toda la Iglesia por los cristianos que no se rinden ante los obstáculos y las persecuciones a causa del Evangelio. Y nos unimos estrechamente, con afecto profundo y solidario, a los fieles de todas aquellas comunidades cristianas, que en estos tiempos, especialmente en Asia y en África, arriesgan la vida o son marginados de la sociedad a causa de la fe. Vemos realizarse aquí el espíritu de las bienaventuranzas del Evangelio, para los que son perseguidos a causa del Señor Jesús (cf. Mt 5,11). Al mismo tiempo, no dejamos de levantar nuestra voz para que los gobiernos de las naciones garanticen a todos la libertad de conciencia y religión, así como el poder testimoniar también públicamente su propia fe [326]. |
[310] Adversus haereses, IV, 20,7: PG 7,1037.
[311] Spe salvi, 31.
[312] Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de París (12 setiembre 2008).
[313] Cf. In Evangelium secundum Matthaeum 17,7: PG 13,1197 B; san Jerónimo, Translatio homiliarum Origenis in Lucam, 36: PL 26,324-325.
[314] Cf. Homilía en la Eucaristía de la apertura de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (5 octubre 2008).
[315] Propositio 38.
[316] Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, instrucción Caminar desde Cristo: un renovado compromiso de la vida consagrada en el tercer milenio, 36.
[317] Propositio 30.
[318] Cf. Propositio 38.
[319] Cf. Propositio 49.
[320] Cf. Juan Pablo II, Redemptoris Missio; Id., Novo Millennio Ineunte, 40.
[321] Propositio 38.
[322] Cf. Homilía en la Eucaristía de la apertura de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (5 octubre 2008).
[323] Propositio 38.
[324] Mensaje final, IV,12.
[325] Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, 22.
[326] Cf. Dignitatis Humanae, 2.7.
Este documento se ofrece instar manuscripti para su divulgación. Es una copia de trabajo para uso interno de El Movimiento de la Palabra de Dios, y ha sido depurada dentro de lo posible de errores de tipeo o traducción. Para facilitar su lectura las citas bíblicas se tomaron de El Libro del Pueblo de Dios.